Que la crítica de arte está muerta, muy muerta, enterrada, es evidente. Que a nadie, aparte de la pequeñísima camarilla autorreferencial del arte contemporáneo, le importa un bledo es aún más flagrante, total. No es que esto sea bueno, de hecho es trágico aunque se refleje en muy poca gente, pero es simplemente la consecuencia lógica y clara de un capitalismo económico, cultural, digital (y también estético) que ha impregnado todos los ámbitos. Incluso el del arte.
Hay una industria del ocio que explotar y un campo artístico que capitalizar, una historia que lleva años en marcha. ¿Cómo? Ampliando indiscriminadamente el público (sin “elevarlo” más, sin producir pensamiento, masa crítica), equiparando cultura a entretenimiento, fomentando sus necesidades y su demanda, iniciando la celebración de un ritual. ¿Cómo? A través de un arte más fácil, más impactante, inmediatamente comunicable, accesible, utilizable. Un arte “popular”, de masas, para ser consumido. ¿Cómo? Entreteniendo, espectacularizando, creando un acontecimiento que se transmita a través del poder del marketing: asombrar y sorprender (con la consiguiente glorificación cómplice de los medios de comunicación de masas que no amplifican nada, incluso sin que se les pague, para coleccionar visitas). Un mundo de entretenimiento como cualquier otro, para todos. La figura del crítico (serio y preparado) es por tanto inútil, cuando no perjudicial, para el mecanismo. Mejor es la presencia más complaciente del comisario, facilitador, mediador, gestor, mayordomo, a veces incluso gurú, a menudo muy “social”, excelente si es portador sano de relaciones en la moda, el diseño, el lujo, perfecto si también es “personaje”, chamán, oráculo mundano, quizá sin engorrosos estudios de arte a sus espaldas -sustituidos por los de Management. Todo ello ampliamente conocido.
¿Y el sistema del arte contemporáneo en sentido estricto? Idéntico. El mercado hace las leyes, el mercado da los valores. Se aplica la regla de la oferta y la demanda, de ahí la ecuación acrítica de valor y precio. Cuesta, luego vale. El trabajo es una mercancía de intercambio sin demasiados controles, en todos los sentidos posibles. Los garantes del sistema, incluso aquí, quedan relegados a ser pequeños especímenes, irrelevantes. Los museos han perdido su protagonismo como constructores de pensamiento, reflexión e investigación histórico-crítica en detrimento de su propio componente económico a satisfacer, convirtiéndose así en apéndices del mercado (incluso en su sentido más estricto, el del arte), en meros validadores. Las exposiciones de arte contemporáneo se celebran a menudo para elevar los precios y centrar la atención en ese artista concreto. Es el contexto el que crea el texto. Poca independencia, como la del otro garante-certificador: el (siempre fue) crítico, sustituido por el comisario multitarea, prótesis cómplice de los goznes del sistema: los grandes galeristas, las grandes casas de subastas, los grandes coleccionistas, las grandes ferias, los grandes inversores. Los que controlan el mercado.
Estamos envueltos en una inmensa melaza que lucha por discernir e identificar esa mezcla de materia, idea, técnica, genio, sentido, investigación, poética, poder, significado, visión, valor, forma, etc. que puede combinarse en una proclamación verosímil de “arte”, para un evidente y oportunista “todos contra todos” de una ilusoria democratización. Sin reglas, todo puede funcionar, todo es aceptable en este patio de recreo a escala mundial. De ahí: devaluación del valor de la crítica a la vuelta de un juicio de valor individual - “adelante todos”, profusión de banalidad, charlatanería, superficialidad, todo mucho más simple. Todo muy claro: si hubiera una acción crítica independiente y constructiva operando en el campo un buen 70-80 por ciento de la producción contemporánea (legítima por Dios, pero lejos de fundirse en la mezcla anterior) desaparecería del campo del arte. Es decir: muchos menos clientes, muchos menos millones (tanto para que el nuevo artista haga spam como para otra exposición inútil).
La crítica -como todos los pensamientos y sistemas complejos-, si es verdad que no da miedo desde hace años, al menos podría molestar un poco: si se rascara bajo la brillante chapa del “arte” casi siempre se encontraría el vacío, igual que si se rascara bajo la mayor parte de la superchería curatorial contemporánea: estéril y superflua para los fines espirituales, sociales, existenciales del ser humano. Aquí también está todo escrito: el mercado utiliza la producción contemporánea como herramienta financiera, por tanto con su propia lógica, a menudo especulativa; la globalización del arte ha abierto de par en par las interpretaciones de los cánones y del concepto “sagrado”. Lo importante es mantener la tijera del abanico “crítico” lo más amplia posible y jugar con lo escénico, lo impactante, lo chispeante, lo vendible, lo disfrutable.
Son los tiempos que son, sin juicio cualitativo alguno, y son los tiempos lógicos y naturales de un mundo más grande y omnicomprensivo -en el que el mercado es el amo- que esa minúscula feria de arte italiana en la que estamos, vivimos y vivimos. Eso es, vivir. Como a nadie le interesa toda esta página de sociología mezquina y, por el contrario, casi todo el mundo prefiere quedarse en la melaza siempre digerible -que es revolcarse en el gran rezume-, ¿qué hacemos? Si tenemos y queremos vivir y revolcarnos en él, ¿qué hacemos? ¿Quién se levanta para defender la alta batalla de una guerra perdida desde el principio? ¿Quién se inmola? ¿Los editores, los empresarios, las personas influyentes? ¿Doyens de las artes? Intelectuales, políticos, historiadores del arte, blogueros... ¿los metemos deliberadamente a todos en el mismo saco, dado el aplanamiento transversal y universal del campo en cuestión? ¿O los mencionados críticos, clérigos, comisarios ahora completamente comprometidos, esclavizados a los intereses económicos o relacionales más evidentes, y absolutamente ya no creíbles?
¿Levantarán las barricadas los que presumen de hacer exposiciones, textos o proyectos vistos, cuando les va bien, por su primo, tío y colega, soltando aquí y allá un poco de Bourriaud, Bourdieu, Foucault, dando rienda suelta a la más clásica acción onanista humana? ¿Quién, en microcosmos Italia entonces? Que todos somos dependientes, confabulando unos con otros, pendiendo de un perpetuo equilibrio para no disgustar a nadie y salir adelante con un mínimo de dignidad. ¿Vendidos por una cena, un catálogo, un viaje, una pancarta o un anuncio en la página de enfrente? ¿Pagado, cuando le pagan, dos pimientos por escribir un artículo, un texto crítico, comisariar una exposición o gestionar “cosas”? ¿Quién, si hay que mantener un mínimo de relaciones públicas míticas dentro del sistema para que se haga algo? ¿Quién en este circo? Que muy a menudo, para ganarse la vida y construir un mínimo de camino y horizontes, tienes que hacer, o al menos haces, varios trabajos en el universo del arte, y por lo tanto también más “marchette”, invadiendo varios ámbitos -de la no ficción al comisariado, del periodismo a la consultoría, de la comunicación a la organización- multiplicando así las figuras con las que tienes que tratar, y con las que necesariamente tienes o tendrás que tratar para hacer. De alguna manera hay que mantenerse a flote en el fango con unos cuantos salvavidas, ¿no? Si vives en un círculo cerrado de personas, siempre las mismas, tienes que vivir con ello para vivir.
Sabemos muy bien cómo en el mundo del arte hay una serie de normas no escritas que lo condicionan todo y atrofian cualquier “ímpetu” fuera de lo establecido, la crítica in primis -que se refugia en la denuncia-. Prudencia, paraculismo y conformismo: tres elementos que han sido la constante durante años en el mágico mundo de lo contemporáneo -y no sólo en éste, por supuesto-. Una tribu que se considera moralmente superior -y que a menudo piensa que está llamada a salvar el mundo- pero que es como todos los demás. Periodistas, intelectuales, críticos, historiadores, gabinetes de prensa, influencers, blogueros, comisarios, editores y qué sé yo, todos en el mismo lodo dorado. Todos en el mismo barco paralizado, todos considerados cada vez más iguales: una nivelación total. Cada vez es más frecuente que los llamados profesionales sean sustituidos, en un juego a la baja (de calidad). Cada vez es más habitual que los llamados profesionales sean sustituidos -en un juego a la baja (de calidad) que va de la mano- por el primer personaje autoproclamado en las redes sociales con el título de comisario independiente, amante del arte, influencer de arte, bloguero de arte, crítico de arte, arte lo que sea, para contar a su público de seguidores (a menudo tailandeses o sudafricanos porque están comprados en Internet) lo que el organizador-empleador del evento ha tenido a bien “pedirle” que haga. Quizá sea lo justo: si el resultado siempre tiene que ser la carpa, ¿por qué pagar más por uno más cualificado que no tenga la cantidad -o pseudo cantidad- de, digamos, el escenario de Instagram? ¿Verdad o mentira? ¿De quién es la culpa de este círculo vicioso? ¿De la causa? ¿Saldremos de él? El sistema, el mundo, el mercado sigue su curso y le importan un bledo las respuestas (así son las cosas), y menos aún la italiana, relegada a los márgenes del sistema global, cuya “capital” internacional Milán, vista desde fuera, no es más que una tierna provincia salpicada de museos de pacotilla y -en general- exposiciones vergonzantes. Las preguntas anteriores, bastante estúpidas y deliberadamente retóricas, siempre seguirán ahí, porque con más o menos razón a nadie de fuera le importa nada de esto. Al contrario, es fácil que el circo en cuestión siga siendo blanco de burlas e ironías por su total desconexión con el mundo real. Así son las cosas. Superémoslo.
Esta contribución se publicó originalmente en el número 13 de nuestra revista impresa Finestre sull’Arte Magazine. Haga clic aquí para suscribirse.
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