Si desde hace más de un siglo se reconoce la fenomenología específica de la fatiga de los Museos, un “mal admitido” al que Benjamin Ives Gilman ya había intentado encontrar algún remedio en 1916, no se ha prestado tanta atención a la fatiga, centrípeta y centrífuga, a la que se ve sometido el visitante, por feliz que sea, de la Bienal de Venecia. Por feliz que sea porque, más allá de la eficacia y resiliencia de la propuesta expositiva de la exposición central, cada vez una apuesta difícil y a veces exasperante para el comisario y, desde hace unas ediciones, para el comisario de turno, es cada vez una pequeña victoria cruzar por fin las puertas de los jardines, a los que cada vez más a menudo se llega ya agotado por un tiempo de espera que forma parte, por desgracia aún descuidada por artistas y mediadores, de la experiencia bienal. Y esto vale ahora también para el otrora privilegiado público de los tres efervescentes e imposibles días del preestreno, ese pueblo internacional y muy provinciano formado por periodistas, operadores del sector, coleccionistas, galeristas, amigos de los museos, artistas, algunos eruditos contumaces, muchos comisarios y asesores, que, gracias también a la sagaz elección de la Bienal de vender a un precio elevado pero no por ello menos bienvenido el acceso alacceso al cacareado parque de atracciones de los días previos a la inauguración, se encuentran ahora practicando la mundanidad políglota de las colas, que se extienden ordenadamente frente a las entradas de las sedes principales (los jardines, de hecho, y los Arsenales) y luego en el interior, frente a los pabellones más populares.
Visto desde el bar Giardini de la bienal, este año ocupado por sacos de arena como recordatorio de que el criterio de exposición nacional y universal de los pabellones, con sus continuas transformaciones (donde hubo Yugoslavia hoy hay, por poner sólo un ejemplo, Serbia), fuera tiene olor a sangre y sonido de bombas, el mundo del arte contemporáneo no parece en absoluto un recinto elitista. Quizá tenga razón Sylvain Bellenger, director del Museo e Real Bosco di Capodimonte, cuando afirma que el arte contemporáneo ya no es un enclave reservado a un público especial, intelectual, “elegante y sexy”, como lo definió Pierre Rosenberg justo a finales del siglo pasado, y que las obras del presente son las que interceptan las preguntas de los visitantes.
Es cierto que, a pesar de que el arte contemporáneo encuentra poco espacio en nuestras escuelas, por no decir ninguno, y a pesar de que en las propias universidades, donde la enseñanza del arte contemporáneo abarca un arco cronológico que va desde principios del siglo XIX hasta el siglo XXI, las investigaciones más recientes encuentran poca atención, la Bienal de Venecia, con sus cifras impresionantes y en constante crecimiento, parecería confirmar el amplio interés por las investigación más reciente encuentra poca atención, la Bienal de Venecia, con sus impresionantes cifras en constante crecimiento, parecería confirmar el amplio interés por las propuestas procedentes de artistas vivos, en algunos casos -pienso en Marina Abramović- que se han hecho tan populares como las estrellas del rock. Sin embargo, las salas no siempre (todavía no) tan abarrotadas de los numerosos museos de arte contemporáneo que finalmente salpican todo nuestro país (incluidas las islas), señalan que la Bienal de Venecia es un caso aparte. Ciertamente por su historia (la Bienal de Venecia, fundada en 1895, es la madre de todas las infinitas bienales que se han celebrado en las últimas décadas en ambos hemisferios, exposiciones cuya capacidad postcrisis pandémica y geopolítica tendremos que comprobar ahora de resistencia), sino también por su relación con una ciudad, Venecia, que está al borde del precipicio museístico, de la pérdida de valor de uso y escaparate definitivo, y que precisamente en el arte (en las artes) del presente trata de encontrar oxígeno y perspectiva.
Visitar la bienal significa no sólo encontrarse con los temas y pensamientos que atraviesan nuestro tiempo incierto, sino también tener la ilusión de dar una vuelta al mundo, a esa parte del mundo que ha encontrado los recursos y la motivación para mostrarse. Sabiendo muy bien que las ausencias son a menudo más significativas que las presencias -¿cuántos, este año, se han fotografiado y se fotografiarán delante del enrejado Pabellón ruso? - y que en ningún caso, ni siquiera en sus mejores ediciones, la Bienal ha sido capaz de ofrecer un panorama exhaustivo del arte de su tiempo. Puede, y esto lo hace muy bien, sugerir visiones y producir palabras, molestar y asombrar, en un juego de tensiones que, a pesar de los cómodos zapatos y las paradas estratégicas, no puede dejar de agotar incluso al visitante más experimentado. Entre las tensiones centrípetas que inducen a ejercer una mirada microscópica sobre la obra única y los empujes centrífugos que llevan al público a querer abordar la vertiginosa extensión de las sedes nacionales repartidas por la laguna y los infinitos eventos colaterales, laúnica posibilidad de salvación reside en la conciencia, fruto en todo caso de la experiencia, de que no es necesario entenderlo o incluso verlo todo, lo que cuenta es estar disponible al encuentro, con las obras y sobre todo con la gente. Porque la Bienal antes de ser un marco que muestra nuestro tiempo, es una encrucijada, siempre diferente, de miradas y preguntas.
Esta contribución se publicó originalmente en el nº 14 de nuestra revista impresa Finestre sull’Arte Magazine.Haga clic aquí para suscribirse.
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