En la Piazza della Signoria de Florencia, desde hace unos cinco siglos, todos los días del año, una mujer togada está a punto de cortar la cabeza a un hombre, inerte y dormido a sus pies, cuya cabeza sujeta por el pelo. Si un movimiento feminista hubiera querido elegir una imagen más eficaz de protesta contra el patriarcado, no habría podido hacerlo mejor que la Judith de Donatello a punto de decapitar al general Holofernes.
Un poco más allá, un joven desnudo acaba de decapitar a una mujer, cuya cabeza levanta en alto como un trofeo: el Perseo de Cellini con la cabeza de Medusa. ¿Sería por tanto esta imagen sangrienta una representación del feminicidio, mientras que la cercana Violación de las Sabinas de Giambologna una violencia de género? Y si entonces, como reacción histérica, algún nostálgico del patriarcado quisiera interpretar el Perseo de Cellini como un acto de venganza masculina contra la violencia de las mujeres, como para vengar a Holofernes asesinado por Judith, de distorsión en distorsión surgiría un verdadero monstruo hermenéutico.
Se discute estos días en la misma plaza, ante las mismas estatuas, el caso de otra escultura en la que a la cuestión de género se une la más actual de la raza, a saber, la estatua de una muchacha negra absorta mirando su teléfono móvil, de unos cuatro metros de altura, en bronce dorado, obra del escultor británico Thomas J. Price. La vexata questio es: ¿se puede decir que una escultura así es fea sin ser acusado de racismo y sexismo? Y puesto que el artista también es negro, ¿se corre el riesgo de discriminar también al autor?
Del mismo modo que no tendría sentido decir, como se ha escrito recientemente en una revista, que se trata de una escultura de la que la calidad de la obra, de la plástica y del objeto sería “evidente” (esta evidencia revelada se basaría en qué, ¿en el juicio de los autoproclamados “críticos de arte”?), del mismo modo no tendría sentido decir que es fea. Es una escultura de una mujer negra que retoma patrones ya utilizados en el pasado (en Italia, por ejemplo, por escultores no especialmente queridos por la crítica dominante como Ugo Attardi en los años 70 y Giuseppe Bergomi en tiempos más recientes) y que procede en su estilo hiperrealista de las mujeres negras de Duan Hanson en los años 60, atentas a las actividades cotidianas, con la diferencia de que mientras estas últimas eran de tamaño natural, las de Price son monumentales.
Así que podríamos decir que la obra de Price es un refrito, poco original al fin y al cabo, de lo ya hecho por otros artistas, añadiendo que esculturas públicas de mujeres negras en bronce por cierto ya existen en todo el mundo, como The Bronze Woman de Aleix Barbat de 2008 en Stockwell Gardens en Londres o la dedicada a Mary Jane Seacole en Londres desde 2016 en el St. Thomas Hospital, a la que serviría de precedente histórico la de una mujer negra (símbolo de África) colocada desde 1863 en Londres en el monumento conmemorativo de la Gran Exposición de 1851. Por tanto, la gran escultura de Price ni siquiera sería la primera escultura de una mujer negra colocada en una plaza pública: ¿el hecho de que sólo sea la primera mujer negra colocada en la Piazza della Signoria basta para considerarla “revolucionaria”, dado que la propia estatua calca modelos académicos, veristas, realistas socialistas y gastados? ¿Puede ser revolucionario un lenguaje tan anticuado?
El gesto de dos pobres idiotas que colgaron plátanos del cuello de la estatua de Price (un gesto tan idiota como el de pegar un plátano a la pared, exponerlo, subastarlo y comprarlo por 6 millones de dólares) corre el riesgo de distraernos de hacernos las preguntas adecuadas. Por ejemplo: ¿era necesario colocar una escultura tan normalizadora en sí misma en el estilo, en la banalidad del tema, en la falta de tensión formal, en la misma plaza que alberga obras maestras de la estatuaria que han hecho la historia de la escultura (es difícil suponer que la niña de Price permanecerá en la misma historia)? Hay detrás de estas elecciones una comisión de directores de museos, filósofos, historiadores y críticos de arte que seleccionan las obras según determinados parámetros y visiones culturales compartidas, atendiendo al hecho, para un lugar público tan sensible, de que entre 2015 y 2025 de 6 esculturas contemporáneas instaladas hasta 4 procedían de artistas vinculados a la galería Gagosian (la de Price es la no menos prestigiosa Hauser & Wirth)?
¿No será que la actuación de los idiotas de siempre, con la complicidad de los críticos de buena fe (pero, como se suele decir, el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones) nos obliga siempre a hablar de las cosas equivocadas por las razones equivocadas, haciéndonos perder de vista lo que deberíamos discutir en serio? Por ejemplo, que se puede cuestionar una escultura que no es original desde el punto de vista histórico-artístico sin ofender lo que representa, sino sólo por ser una obra de arte fuera de lugar entre las obras maestras del Renacimiento, y que existe una diferencia entre significante y significado, forma y contenido, signo y referente. Colgar plátanos del cuello de una estatua que representa a una niña negra (gesto idiota) no tiene el mismo valor semántico que si los idiotas lo hubieran hecho sobre una niña de carne y hueso (gesto racista).
Así que volvamos a nuestro Judith: ¿es posible hacer algo más innovador, violento, moderno, antirretórico, revolucionario? Este es el reto del arte contemporáneo, no poner en tela de juicio, defender como un disco rayado la obra de Price, la descolonización y los derechos civiles, sin haber leído quizás nunca a Booker T. Washington, Frederick Douglass, Marcus Garvey, W.E.B. Du Bois, James Baldwin, Frantz Fanon, Léopold Senghor, Aimé Cesaire, Malcolm X, Huey Newton, Eldridge Cleaver, Angela Davis? Y descubrir, incluso a través de sus escritos, que no puede ser la estatua producida por un artista (blanco o negro, poco importa a estas alturas), que trabaja para una de las galerías de arte más poderosas de Occidente, en una ciudad dedicada por entero al turismo internacional (ambas expresiones del consumismo contemporáneo), la que pueda representar y resolver las cuestiones de la explotación y la dominación “colonial” (o como quieran llamarlo). Parafraseando a Malcolm X, hay esculturas “de patio trasero” y esculturas “de campo”: las primeras están al servicio del poder económico y son cómplices de la explotación colonial, las segundas querrían derrocarla: la chica de Price no parece en absoluto una escultura “de campo”.
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