Para razonar en torno al tema de las obras maestras expuestas en contextos ajenos a los canónicos de la fruición (el museo, la iglesia, la galería, etc.), quizá sea necesario plantearse una pregunta previa: ¿qué opinión tiene del público quien decide operaciones de este tipo?
La sospecha es que detrás de estas deslocalizaciones hay una sobreinterpretación sustancial de lo que el llamado público desea: en definitiva, se cree que los pasajeros que esperan embarcar o los visitantes de una feria necesitan consumir esa experiencia de fruición, necesitan disfrutar del contacto con la obra descontextualizada, deleitándose con esa visión.
Se trata de una especie de dictadura del público (supuestamente) casual, basada en una petición no formulada explícitamente por el propio público. Una concepción que implica otra reflexión: si “la gente” no va a la obra (al museo, en su contexto natural), debe ser la obra la que vaya a la gente.
Cierto o no, pensándolo bien, propuestas de este tipo son el resultado de una falta de compromiso o, si se quiere, de una pobreza narrativa: ¿para qué perder el tiempo organizando, por ejemplo, una exposición en contextos que también dispondrían de espacios suficientemente amplios (como un aeropuerto) cuando basta con llevar a Bernini a la sala de espera? Y no importa si, para hacerlo con total seguridad, tengo que blindar la obra maestra en un horrible relicario, cercándola, negando al potencial beneficiario la cualidad estética de la fruición, la emoción del contacto visual. No importa, al parecer, dónde te encuentres, no importa lo ruidoso que sea el contexto, basta con saber que a x metros de ti está “el nombre”, el fetiche.
En la época del Grand Tour, era laauctoritas del sistema la que determinaba la condición de obra maestra de un artefacto; hoy, los directores de este tipo de operaciones creen que una obra maestra lo es si se cosifica en su condición de objeto. Sin embargo, esto crea la paradoja, en la era de la reproductibilidad de la reproducción, de pretender que la singularidad puede situarse en cualquier contexto y seguir siéndolo, es más, volverse aún más singular precisamente porque se descontextualiza.
En cuanto a las obras reproducidas casi fielmente al original gracias a la tecnología, creo que basta con la sinceridad: si la presencia de la falsificación se declara y señala correctamente, puede tener su función específica, por ejemplo en contextos expositivos en los que se reconstruye el contexto de origen de otros originales.
Pero, precisamente, no se debe jugar al escondite porque está en juego el respeto del beneficiario, que debe poder distinguir lo que es real de lo que no lo es.
Y hablando de comprensión, la tecnología ha permitido en los últimos tiempos crear otro tipo de propuesta, la de las llamadas exposiciones ’experiencia’, en las que la obra está completamente ausente y en las que la tecnología permite, como les gusta decir a quienes las proponen a los alcaldes de media Italia, ’entrar dentro de la obra’. La intención de “sumergir” al visitante en la obra maestra que no está se basa en la suposición de que por estos medios se puede captar lo que no se vería ni siquiera en presencia del Caravaggio o el Van Gogh de turno: cuanto más grande sea la imagen que se va a disfrutar, más autoritaria será la experiencia de la visita.
Se trata de propuestas no sólo fútiles, sino profundamente deseducativas, que pasivizan la fruición, degradan el acto de mirar como proceso cognitivo y desactivan la mirada como momento de comprensión y curiosidad activas.
En definitiva, sean fetiches o réplicas digitales, ferias o desfiles de moda, uno tiene la fuerte sospecha de que estas iniciativas sirven casi exclusivamente a quienes las proponen y muy poco a quienes se supone que las disfrutan. Tal vez tendría sentido preguntar al supuesto “dictador”, el público, qué opina al respecto.
Esta contribución se publicó originalmente en el número 18 de nuestra revista impresa Finestre sull’Arte sobre papel. Haga clic aquí para suscribirse.
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