En resumen, ¿por qué cierran museos y bibliotecas? Algunos elementos de evaluación


Sí, se cierran museos, bibliotecas y lugares de cultura: si es para frenar la movilidad y reducir la sociabilidad, también puede ser razonable. Pero en el marco actual quizá haya otros elementos que evaluar. Y hay que abrir un amplio debate al respecto.

El cierre total de la cultura (exposiciones y museos, pero también archivos y bibliotecas) impuesto por el Gobierno con el Decreto del Presidente del Gobierno del 3 de noviembre y la importante resignación con la que los trabajadores del sector, salvo contadas excepciones, han acogido la noticia (muy al contrario que los trabajadores del cine y del teatro, que inmediatamente lanzaron un llamamiento tras otro e hicieron mucho ruido), exigen una cierta reflexión para intentar enfocar mejor el problema. El cierre por Covid-19 de los lugares identificados por el artículo 101 del Código del Patrimonio Cultural (museos, bibliotecas, archivos, zonas y parques arqueológicos, conjuntos monumentales), establecido para todo el territorio nacional independientemente del perfil de riesgo asignado por el Ministerio de Sanidad a los territorios individuales, obedece esencialmente a dos razones: la contención de la movilidad y la reducción de las oportunidades de encuentro, socialización y reunión. Corro el riesgo de hacer una afirmación poco grata a muchos colegas y a gran parte del público del arte y la cultura, pero las razones aducidas por el Gobierno son en sí mismas muy razonables. Entre otras cosas, porque la situación epidemiológica, según nos dicen tanto los científicos como los directores y trabajadores de los hospitales, es cada día más crítica, por lo que deben aplicarse medidas drásticas.

Cualquier medida que prive al público de la posibilidad de reunirse o de abarrotar los medios de transporte es, en este sentido, un golpe asestado al coronavirus, y esto sería cierto incluso si el gobierno hubiera tomado la decisión de cerrar museos y bibliotecas a falta de datos científicos válidos que demuestren que los museos y las bibliotecas son lugares de propagación del contagio. Porque, al fin y al cabo, también hay que decir que los museos, las bibliotecas y los lugares de cultura en general, dada su escasa frecuentación, dada la disciplina de su público, dada la naturaleza de las actividades que en ellos se desarrollan, son de los sitios más seguros que existen. Así que es cierto: es prácticamente imposible contraer Covid en un museo, ya que, además, los museos han trabajado admirablemente para garantizar el máximo cumplimiento de todas las medidas de seguridad prescritas por las autoridades sanitarias. Pero el problema no es en realidad el museo: el problema es, por ejemplo, el autocar de los jubilados que, digamos, viajan de Bolonia a Padua para ver una exposición o un museo y luego, una vez terminada la visita, acaban quizás en un restaurante para comer. Entonces es prácticamente imposible infectarse en la biblioteca, pero para ir físicamente a la biblioteca un estudiante puede necesitar subir a un medio de transporte y contribuir a su aglomeración. Así que, al menos en teoría, cerrar los locales culturales para limitar la movilidad y la sociabilidad tiene sentido.

Sin embargo, también hay que valorar todo el contexto: los museos y las bibliotecas cierran, pero las iglesias permanecen abiertas (e incluso en las zonas rojas se seguirán celebrando oficios religiosos) y los bares y restaurantes siguen abiertos en las zonas amarillas. Es cierto que las iglesias están mejor distribuidas que los museos, y que en Italia cada pequeña aldea del municipio más remoto tiene su propio lugar de culto (circunstancia que reduce espontáneamente la movilidad de los fieles), pero también es cierto que las iglesias, sobre todo para las personas de las franjas de edad más expuestas, también ofrecen momentos de socialización. ¿Y los bares? El aperitivo, pilar fundamental de la vida social de los italianos, parece para muchos un momento indispensable, incluso en medio de una crisis sanitaria como la que estamos atravesando, y paciencia si hay que adelantarlo a la hora de la merienda porque el Gobierno ha impuesto el cierre de los bares a las 18.00 horas. Por supuesto, esto no es una polémica contra las iglesias o los bares: es simplemente un ejemplo para subrayar que si las iglesias y los bares permanecen abiertos, entonces el cierre indiscriminado de todos los locales culturales para limitar la movilidad empieza a perder casi toda su racionalidad. Es cierto que se sigue sacando gente de la circulación, pero si el razonamiento es reducir la movilidad y la sociabilidad, entonces hay lugares que permanecen abiertos que mueven mucha más gente que la que desplazan los locales culturales. Razonar en sentido contrario no habría hecho de Italia un caso aislado en Europa: en Cataluña, por ejemplo, se cierran restaurantes y bares, pero se abren museos (como en toda España, uno de los pocos países que durante la segunda oleada optó por no cerrar espacios culturales, mientras que otras actividades cierran por riesgo territorial como en Italia, mientras que para los museos no hubo cierre).

Así pues, dada la situación, el panorama italiano quizá debería incluir otros elementos de evaluación. Por ejemplo, cabría preguntarse si el Gobierno no ha valorado que la apertura de museos en un escenario como el que estamos viviendo supone un aumento insostenible de los costes de gestión para las arcas de los organismos públicos. Del mismo modo, cabe preguntarse hasta qué punto la externalización de servicios ha influido en los cierres: en muchos museos, gran parte del personal encargado de la venta de entradas, recepción, librerías y visitas guiadas no está contratado por la administración pública, sino por empresas privadas que han obtenido determinados servicios en concesión. Este personal suele ser precario y contratado con contratos temporales, y probablemente, en un momento en el que la asistencia a los museos está en su punto más bajo, en algunos lugares puede ser más viable económicamente mantenerlos cerrados no renovando sus contratos que abrir sus puertas al público. No es extraño que la apertura de un museo pueda considerarse antieconómica: todos recordamos aún el ejemplo de los museos cívicos de Florencia, que no reabrieron inmediatamente el 18 de mayo (fecha prevista para la reapertura tras el encierro de marzo-abril) porque, según admitió la propia administración municipal, habría sido demasiado caro. A 18 de julio, tres de cada diez museos estatales seguían cerrados. Tampoco es extraño que en ocho meses la situación vuelva a ser la misma: es necesario revisar los mecanismos básicos del sistema y, para lograr tal objetivo, ocho meses es un plazo demasiado corto, especialmente en medio de una pandemia. En todo caso, resulta extraño que el problema no se haya debatido adecuadamente en todos estos meses.

Lo mismo cabe decir de las bibliotecas: vale la pena citar las palabras de Rosa Maiello, presidenta nacional de la Asociación Italiana de Bibliotecas, que fue de las pocas que valoró la cuestión desde este punto de vista durante el confinamiento del pasado mes de marzo. Maiello escribió que los cierres pesarán sobre las espaldas de los trabajadores “dado que la externalización de los servicios se utiliza ahora para contener los resultados de la falta de rotación cuando no, irresponsablemente respecto a los condicionamientos del mercado, con el único fin de producir ahorros para la institución, hasta el punto de que los sistemas bibliotecarios de algunos territorios, un ejemplo para todos es Cerdeña, se basan en su mayor parte en el trabajo de personal externalizado”. Y de nuevo: “muchas administraciones encargadas no han hecho ningún intento de verificar la viabilidad de reprogramar las horas de servicio o reprogramar los proyectos, incluso en modo de trabajo inteligente. Todo ello en presencia de contratos de servicios exigentes en cuanto al número de personas empleadas y los servicios requeridos (pero no pocas veces irrisorios en cuanto a los importes de licitación), con cláusulas que vinculan el pago a la realización efectiva de las horas de servicio previstas en el propio contrato, o no prevén periodos de baja con costes a cargo del poder adjudicador”. A estos problemas, el Gobierno respondió en marzo con la cassa integrazione in deroga.

En estos momentos, el conjunto de la cultura se encuentra en una situación que se solapa perfectamente con la que se produjo en marzo. Y quizá no haya una única razón para el cierre de los museos. Pedir al gobierno que reabra museos, bibliotecas, cines y teatros no servirá de nada: al contrario, es probable que nos enfrentemos a una prórroga de los cierres en diciembre si la situación epidemiológica no mejora. Entonces, tal vez, llegados a este punto, en lugar de seguir discutiendo sobre lo mucho más seguros que son los museos, las bibliotecas y los cines en comparación con otros lugares (lo cual es una obviedad), convendría iniciar un debate más amplio e incluso más importante. En marzo lo abrimos sobre el atraso de nuestros museos respecto a lo digital, y en los últimos meses se han producido avances apreciables. Ahora bien, no basta con recibir la noticia de que la cultura se cierra para reducir la movilidad y la sociabilidad: tal vez sea el momento de reflexionar sobre las dinámicas que regulan la apertura de nuestras sedes culturales, la fragilidad de estos mecanismos, su sostenibilidad, la posibilidad de pensar en modelos de desarrollo alternativos tanto para nuestras sedes culturales como para nuestras ciudades: se trata de un debate cada día más urgente.


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