Tal vez para algunos, los datos sobre las tasas de empleo de nuestros licenciados no sean suficientemente impactantes: de lo contrario, no se explicaría por qué se trata de un tema que interesa muy poco a la opinión pública y que surge con muy poca frecuencia en el debate político. Así que, si los fríos datos no bastan, será útil hurgar en las redes sociales en busca de las historias de los candidatos que, del 8 al 20 de enero, se darán cita en Roma, procedentes de toda Italia, para las pruebas de preselección de la oposición a ayudantes de fruición, recepción y supervisión convocada por el Ministerio de Cultura: El collage resultante es la fotografía de una Italia hecha de jóvenes que tienen aspiraciones pero no son escuchados, que tienen deseos y esperanzas que no pueden cumplirse, que hacen sacrificios para salir adelante mientras esperan un trabajo estatal que les levante una existencia hecha de renuncias y frustraciones.
Está la historia de Letizia, una madre que, desde Como, tiene que marcharse a la capital con su hijo recién nacido (porque tiene que amamantarlo) y su padre (que tiene que cuidar del niño cuando la chica está ocupada haciendo la prueba de preselección). Está Elisabetta, una historiadora del arte que intentó entrar en el ministerio hace más de diez años, fracasó, y desde entonces ha estado trabajando como camarera porque tenía que contribuir a los ingresos familiares, y en esta oposición ve una base para empezar de nuevo, para intentar relanzarse, para encontrar por fin el codiciado trabajo en el campo para el que había estudiado. Está Antonio, un arqueólogo que trabaja en una cooperativa, gana setecientos euros al mes, y espera que este concurso pueda dar un giro a su carrera profesional. Está Lucia, una señora de unos cincuenta años que trabajó durante veinte en el sector privado, en una empresa que cerró hace poco, intentó abrir una tienda para ayudar a mantener a su familia con hijos en la universidad, fracasó, y ahora espera que le llegue una oportunidad de este concurso. Está Giulia, una jovencísima licenciada de Salento que tendrá que hacer sacrificios porque ha calculado que, entre los gastos de pernoctación en una pensión, el viaje de ida y vuelta y la comida y la cena (con bocadillo), acabará pagando ciento cuarenta euros entre todo, una cantidad que considera demasiado alta para su alcance (repetimos: ciento cuarenta euros), pero que, sin embargo, se planteará gastar: al fin y al cabo, se trata de invertir en su propio futuro (pero muchos, por sumas similares, desistirán, porque no les apetece pagar esas cantidades por un concurso en el que, al menos sobre el papel, hay media posibilidad entre cien de estar entre los ganadores). Hay muchos jóvenes que pasarán la noche en un Intercity o incluso en un Flixbus, porque no tienen dinero para gastarse en una habitación, ni siquiera la más sórdida, en los suburbios de Roma. Para muchos, trabajar en un museo, a cualquier nivel, es simplemente “el sueño de su vida”, y esperan hacer realidad este sueño con un puesto entre los 1.052 primeros de la lista final.
Candidatos esperando para entrar en las preselecciones para el concurso MiBAC 2020 en Roma. Foto Asociación Mi Riconosci |
Los nombres son de cortesía, pero las historias son muy ciertas: todas recogidas en varios grupos de Facebook donde los candidatos intercambian opiniones sobre la oposición y lo que le pasa a Italia, se preparan juntos para las pruebas de preselección y se animan mutuamente. Probablemente sea un error pensar que estos jóvenes buscan simplementecualquier puesto fijo para garantizar su independencia económica y un contrato indefinido. Para muchos será así, del mismo modo que habrá muchos para los que una plaza en un museo sea la salida más cómoda a la falta de ganas de implicarse, y seguramente habrá otros para los que la oposición en el ministerio, más simplemente, “marca la madurez”, la abdicación de la rebeldía y las ganas de cambiar las cosas a cambio de una tranquila vida de clase media. Pero de los relatos de tantos participantes se desprende una realidad distinta, la de personas que creen firmemente en lo que hacen, que esperan entrar como auxiliares de recepción y luego hacer carrera en las filas ministeriales, que se aferran a esa oposición porque creen que es una de las escasas oportunidades de hacer tanto como han estudiado, cómplices de un mercado laboral asfixiado y de un Estado que hace poco por retener a sus mejores reclutas.
En materia de inmigración, hay una cifra que debería asustarnos de verdad y de la que casi nunca se habla: el número de licenciados italianos que abandonan el país cada año. Las cifras son impresionantes: el ISTAT certifica que, de 2009 a 2018, 182.000 compatriotas con título universitario abandonaron Italia para trasladarse al extranjero. Solo en 2018, de un total de 116.732 ciudadanos italianos que se dieron de baja en los registros del país, hubo cerca de 29 mil titulados universitarios, un 6% más que el año anterior. Números que, desde 2009, han experimentado un crecimiento casi constante, y que no conseguimos llenar con los licenciados que regresan: en 2018, el saldo neto (es decir, la diferencia entre los licenciados italianos que regresaron y los que, en cambio, se trasladaron fuera de las fronteras del país) fue negativo, con una pérdida de población “cualificada” cuantificable en 14 mil. Considerando los últimos diez años, la pérdida neta se eleva a unos 101 mil licenciados.
El aumento de la emigración de ciudadanos italianos, explica el ISTAT, “puede atribuirse en parte a las dificultades de nuestro mercado laboral, especialmente para los jóvenes y las mujeres y, presumiblemente, también al cambio de actitud hacia la vida en otro país (típico de las generaciones nacidas y criadas en una era de globalización), que induce a los jóvenes más cualificados a invertir más fácilmente su talento en países extranjeros donde las oportunidades profesionales y salariales son mayores”. Así pues, los programas específicos de desfiscalización aplicados por los Gobiernos para fomentar el regreso de los profesionales más cualificados a su patria no están resultando del todo suficientes para retener los recursos jóvenes que constituyen una parte del capital humano indispensable para el crecimiento del país". Dicho en términos más prosaicos, parece que Italia no hace nada para retener a sus ciudadanos más cualificados y hace muy poco para convencerles de que regresen. Una situación que, además, tiene un coste económico muy elevado, ya que el país invierte en formar a ciudadanos especializados que, sin embargo, se irán a trabajar a otra parte: el Centro de Estudios e Investigaciones IDOS estima, basándose en datos de la OCDE, que Italia invierte 158 mil euros para formar a un licenciado de tres años, 170 mil para un máster y 228 mil para un doctorado de investigación. Incluso suponiendo que el saldo negativo se componga solo de titulados de tres años, significa que en 2018 Italia quemó más de dos mil millones invertidos en formación.
¿Y los que, por el contrario, se quedan en Italia? La mayoría trabaja, aunque el porcentaje de ocupados respecto al total disminuye respecto a hace unos años. Una investigación de AlmaLaurea muestra que mientras entre 2007 y 2008 más del 80% de los licenciados trabajaban cinco años después de recibir su título, en los últimos años el porcentaje ha caído hasta el 76,4% en 2018 (pero en los años inmediatamente anteriores estaba incluso por debajo del 75%). Sin embargo, la cifra se eleva al 65% si tenemos en cuenta solo a aquellos que consideran que su titulación ha sido efectiva para el trabajo que desempeñan. Los licenciados en Humanidades son de los que salen peor parados: ocupan el antepenúltimo lugar en términos de empleo sobre el total de licenciados a cinco años (peores que ellos son sólo los licenciados en Geobiología y Derecho) y, tras los licenciados en Psicología, son los peor pagados (1.229 euros netos al mes de media). Pero si profundizamos, el panorama es aún más alarmante, sobre todo si acotamos la mirada a los profesionales de la cultura. Según una reciente encuesta del colectivo Mi Riconosci, el 63% de los profesionales de la cultura gana menos de 10.000 euros al año (es decir, menos de 850 al mes), e incluso el 38% declara menos de 5.000 euros anuales. ¿Salario por hora? La mitad de los profesionales gana menos de 8 euros por hora (el 12% incluso menos de 4 euros por hora). Sumando el 29% que gana entre 8 y 12 euros por hora, llegamos al 78% de los profesionales de la cultura que ganan menos de 12 euros por hora de trabajo.
Este panorama puede explicar que la última convocatoria de oposiciones en el Ministerio de Cultura haya sido literalmente un aluvión: 209.729 solicitudes para 1.052 puestos de auxiliares de uso, recepción y supervisión. Es decir, personal que estará de guardia en el interior de un museo o yacimiento arqueológico de titularidad estatal con el objetivo de supervisar las salas y responder a las preguntas del público, desde las más banales peticiones de información práctica hasta curiosidades sobre obras y artefactos. Por supuesto, la convocatoria también estaba abierta a titulados universitarios, pero las cifras siguen siendo asombrosas: significa que hay doscientos solicitantes por cada puesto anunciado. Números que pueden dar a cualquiera una idea muy clara del hambre de trabajo que hay en el sector.
Son las personas que Italia forma y a las que no da respuesta. Son los jóvenes, pero también los no tan jóvenes, a los que fingimos no ver. Son sus dificultades, sus rutinas diarias hechas de cálculos para ahorrar unos céntimos, de familias que mantener, de ambiciones dejadas de lado, de sacrificios en vano, de esperas en vano, de trabajos de guardia para ganar unos euros, de trabajos precarios mal pagados, de privaciones y desilusiones. Si la política no puede entender a partir de las cifras cuál es el drama que viven, quizá debería al menos entenderlo a partir de sus historias.
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