Un par de ejemplos. El primero es del 29 de marzo, en el programa Che tempo che fa: según el virólogo Roberto Burioni, el día en que termine la emergencia sanitaria y por fin podamos salir, “todos tendremos que llevar mascarilla cada cuatro horas”. La segunda es de la entrevista de ayer, 4 de abril, del Corriere della Sera al virólogo Andrea Crisanti: "será mejor utilizar mascarilla y guantes incluso en casa. Y, sobre todo, limitar el uso de los entornos domésticos compartidos a lo indispensable’. Si alguien escribiera mañana un libro sobre la comunicación de los medios de comunicación durante la pandemia del coronavirus Covid-19, probablemente dedicaría un capítulo a la sobreexposición mediática de virólogos, epidemiólogos e infectólogos: no hay programa de entrevistas que se precie que no tenga cada día su propio técnico que, puntualmente, repite más o menos la misma información. Ciertamente, nuestro conocimiento de la materia se ha beneficiado: probablemente todo el mundo sabe ahora mejor que antes cómo nacen y se propagan las enfermedades y cómo evitarlas, y es de esperar que este conocimiento se traduzca, en el futuro, en un mayor sentido cívico por parte de todos y en una mayor propensión a confiar más en la ciencia y menos en los charlatanes.
Sin embargo, la presencia continua y masiva de virólogos, epidemiólogos e infectólogos en la televisión y en los periódicos generalistas tiene quizá también consecuencias negativas. No hay que olvidar que estos expertos son, ante todo, técnicos que analizan la emergencia por coronavirus a menudo desde una perspectiva teórica y con el olfato del especialista que observa la situación centrándose, por supuesto, en los aspectos que le son exclusivamente relevantes. Así, Burioni, a quien le gustaría imponer el uso de mascarillas a todo el mundo, tiene que señalar que en China la producción en tiempos normales alcanza los 20 millones de piezas al día, cifra que se ha elevado a 120 millones en medio de la emergencia, y que por lo tanto, dadas las cifras, es totalmente irreal pensar que cada italiano pueda tener suficientes mascarillas para cambiarlas dos o tres veces al día. Crisanti, por su parte, señalaría que, de los 24,5 millones de hogares registrados en el último Censo General de Población y Vivienda, hay 14 que viven en casas con una superficie inferior a cien metros cuadrados: y aun prescindiendo de los resultados en términos de alienación que supondría una separación doméstica forzosa (a pesar de Kundera y de quienes, como él, piensan que el deseo de dormir juntos es la principal forma en que se manifiesta el amor, a pesar de los psicólogos infantiles que se horrorizarían ante semejante perspectiva, y en general a pesar de quienes apenas se inclinan a considerarse autómatas movidos exclusivamente por instintos físicos), para millones de personas sería una opción impracticable.
Estamos hablando de dos extremos, que demuestran, sin embargo, los riesgos que se corren cuando falta un periodismo que intervenga para bajar la teoría al nivel de la realidad, y que en cualquier caso forman parte de una narrativa que, habiendo transformado la confianza en fideísmo, más allá del obsesivo “quédate en casa”, poco o nada nos lleva a ello. Y el resultado es alimentar la aprensión: añádase a esto una prensa que a menudo no ha brillado por su responsabilidad y una política que sigue sin tener un plan definido y que parece navegar a ojo con decretos que se suceden y que a veces también parecen tremendamente confusos (a pesar de que el sentido de la prudencia sugiere que cuanto mayores son las restricciones a la libertad personal, más claras y precisas deben ser las medidas: y son precisamente los científicos los que insisten en la importancia de la claridad en esta situación), y el efecto es el que todos hemos experimentado. Es decir, un clima de incertidumbre que se traduce en ansiedad constante por parte de la población, en las actitudes de tantos alcaldes convertidos en sheriffs implacables, en la paroxística caza de chivos expiatorios, en el delirio de balcón, en la resignación generalizada, en la inclinación de algunos a mirar con cierta benevolencia incluso al autoritarismo.
¿Era posible una narrativa alternativa de la pandemia? Mientras tanto, desde el espacio más amplio de la información de masas, creo que faltan, para empezar, los otros especialistas: rara vez vemos psicólogos, cardiólogos, pediatras, inmunólogos, nutricionistas y otros cuidando de los que están en casa. Es decir: sí, nos quedamos en casa y estamos dispuestos a hacerlo porque hemos comprendido el porqué (aunque haya administradores que sigan tratándonos como si fuéramos una población de niños de 12 años), pero ¿cómo debemos comportarnos dentro del hogar? Somos millones, y quizá sería útil que viéramos a alguien con más frecuencia para que nos indicara algunas buenas prácticas que nos ayuden a mantener nuestra salud física y mental. Y tampoco hubo mucho espacio para reflexionar sobre quienes no encuentran una dimensión idílica en sus hogares (víctimas de la violencia, familias numerosas que viven en espacios reducidos o familias en situaciones económicas o emocionales precarias) o quienes carecen por completo de hogar.
Además, falta casi por completo un enfoque humanista: No hay (o hay muy pocas) reflexiones, por ejemplo, sobre el impacto de la emergencia y sus consecuencias en nuestra relación con los demás o con lo que nos rodea o con nuestros hábitos, y en las que participen artistas, músicos, escritores, filósofos, poetas, críticos, etc. (el momento artístico más álgido de la comunicación mainstream, creo, fue la retahíla de artistas pop que, el pasado 31 de marzo en Rai Uno, se limitaron a tocar canciones de su repertorio rasgueadas en casa en el peor de los casos). O, otro ejemplo: leemos llamamientos a quedarse en casa y “leer un buen libro” (a pesar del cierre de librerías, consideradas actividades no esenciales, casi como si nuestra existencia se limitara al mantenimiento de las funciones biológicas, y a pesar de que la emergencia está provocando también una grave crisis en el mundo editorial), pero falta en el espacio público mainstream algún estudio en profundidad sobre el tema. Y considerando también el hecho de que casi 6 de cada 10 italianos no leen ni un solo libro en el transcurso de un año, habría sido muy útil algún programa de televisión que invitara a la gente a leer.
Génova, parte de la Riviera tomada desde el Lazzaretto (grabado de la primera mitad del siglo XIX). El lazareto es el edificio que se ve en el centro de la composición, en la orilla. |
Así pues, para intentar dar un ejemplo de lo que significa cultivar un enfoque humanista de las emergencias, será útil hojear los tratados de arte, y se descubrirá que uno de los mayores teóricos y críticos de arte del siglo XVIII, Francesco Milizia (Oria, 1725 - Roma, 1798), en su Principj di Architettura civile publicado en 1781, había planteado el problema de cómo hacer que un periodo de cuarentena fuera menos pesado para quienes se veían obligados a sufrirlo. El Principj incluía un breve capítulo sobre los lazaretos, identificados por Milizia como “vastos edificios alejados de la zona habitada, destinados a poner en cuarentena a las personas procedentes de lugares sospechosos de peste, o a las víctimas de ésta”. Como humanista, incluso antes que como teórico, Milizia se preocupó por comprender cómo un lazareto podía hacerse lo más cómodo posible para sus habitantes, dado que el riesgo de consecuencias negativas tanto para el individuo como para la colectividad era tan real entonces (y en este sentido es útil releer las páginas de las Confesiones de Rousseau en las que el filósofo ginebrino describe su cuarentena en Génova en 1743) como hoy. Pero no sólo eso: cuanto mayor es la cuarentena, mayores son los problemas de orden público.
Milizia escribió que era necesario eximir a los cuarentenarios de la obligación de pagar tributo, y que sería contraproducente evitar la constricción “por la estrechez, incomodidad e insalubridad de tales edificios”, porque sería “una invitación a esos desgraciados [es decir, los cuarentenarios, ed., los gitanos] para que se queden en el puerto”. A la mera vista del puerto se recrean los marineros, ¿y habremos de mortificarlos también con avanches y cárceles?“. Por tanto, los lazaretos deben ser ”por toda razón libres, cómodos, sanos, divertidísimos y hasta agradables, con hermosos jardines, adornados sólo con propiedades“. Por último, Milizia concluye su capítulo sobre los lazaretos afirmando que ”la seguridad pública puede lograrse sin detrimento del bienestar privado".
La situación actual es diametralmente op uesta a lo que quería Milizia. Por supuesto, no se quiere cuestionar el hecho de que las restricciones a la libertad de circulación sean actualmente, en opinión de los médicos, la única forma que tenemos de detener o reducir el avance de los contagios. Tampoco, por supuesto, queremos negar o subestimar la gravedad de la emergencia. Pero hay que preguntarse si no podríamos haberlo hecho mejor para permitirnos vivir con más serenidad, y dentro de una dimensión más humana, las medidas restrictivas que se nos han impuesto. Si la “iorestoacasa” pretendía ser un momento de amplia reflexión, ¿se habrá perdido una oportunidad?
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