El compromiso de quienes se dedican a la historia del arte y su deber de expresar sus ideas


Quienes se ocupan de la historia del arte tienen el deber de expresar siempre su pensamiento, en virtud del tema que tratan.

La obra nunca está sola, siempre es una relación. Para empezar: al menos una relación con otra obra de arte. Una obra sola en el mundo ni siquiera se entendería como producción humana, sino que se miraría con reverencia u horror, como magia, como tabú, como obra de Dios o del brujo; no del hombre. Es, pues, el sentido de apertura de la relación lo que hace necesaria la respuesta crítica. Una respuesta que no sólo implica el nexo entre trabajo y trabajo, sino entre trabajo y mundo, socialidad, economía, religión, política y lo que haga falta.1
Roberto Longhi

Una de las críticas más frecuentes en nuestra página de Facebook es la siguiente: “sólo deberíais hablar de arte”. Es una crítica que se nos suele hacer cuando nos alejamos del arte y entramos en temas de actualidad que no siempre están estrictamente relacionados con la protección o conservación del patrimonio histórico-artístico. Afortunadamente, no son muchos los que nos critican de este modo, o al menos son más los que piensan de otro modo.



Desgraciadamente, está ganando terreno una tendencia muy cuestionable, que pretende identificar el arte y la historia del arte como evasión, como pasatiempo, como desentendimiento. Esa tendencia podría resumirse en una frase pronunciada a menudo por quienes ven el arte como escapismo:"el arte es belleza“, y en consecuencia no debe ”ensuciarse" con la actualidad. Y, por cierto, la suposición de que toda forma de arte es belleza también es bastante cuestionable. Basta con observar, a modo de ejemplo, cualquier obra de Gioacchino Assereto para experimentar sensaciones muy alejadas del arrebato extático que suscita la belleza, característica que está completamente ausente en la obra de tantos artistas: el ejemplo de Gioacchino Assereto es uno de los primeros que saltan a la mente de cualquiera que se interese por el arte genovés del siglo XVII, pero la lista es larga.

La razón principal de esta desvinculación hay que buscarla dentro de la propia disciplina. Cuando la gestión del patrimonio empezó a desplazarse de lo público a lo privado (tema al que habría que dedicar puestos por derecho propio y sobre el que volveremos), el sector privado se dio cuenta del potencial económico de las exposiciones con gran impacto en el público, aquellas que muestran las obras maestras de los artistas con mayor atractivo. Así pues, hemos asistido a una proliferación de exposiciones sobre Miguel Ángel, Caravaggio, van Gogh, los impresionistas, etc.: la cuestión es que las exposiciones de investigación, o con un proyecto serio de difusión detrás, no pueden producirse en serie, a razón de más de una al año. Por lo tanto, es más fácil montar exposiciones que consistan en desfiles de obras de arte sin que éstas tengan razones especialmente válidas para ser mostradas en una exposición. Por lo tanto, si una obra de arte no tiene ninguna razón válida para hablar al espectador, si no hay un contexto expositivo que justifique la presencia de la obra de arte, la consecuencia es que la obra corre el riesgo de volverse incapaz de transmitir su mensaje. Consideremos, a modo de ejemplo, la exposición que se celebra actualmente en el Palazzo Vecchio de Florencia, la dedicada a Miguel Ángel y Jackson Pollock. ¿Qué tienen que decirse estos dos artistas? ¿Por qué montar una exposición con las obras de estos dos artistas utilizando como pretexto el hecho de que Pollock estudió los dibujos de Miguel Ángel (cosa que hacen la inmensa mayoría de los estudiantes de las Academias de Bellas Artes de todo el mundo)? Si, por tanto, las obras no tienen nada que decir al espectador, sólo servirán para la satisfacción estética: cualquiera que haya asistido a una de estas exposiciones (no hablemos, por ejemplo, de las “exposiciones impresionistas” que se “montan” a un ritmo impresionante) sabrá que gran parte del público saldrá igual que entró, es decir, sin saber nada más de lo que ha visto, porque la intención de estas exposiciones no es enriquecer, sino entretener. Ejemplar de tales tendencias es la ya famosa frase de Marco Goldin, que ha construido su carrera a base de exposiciones bajo la bandera del desenganche: “Creo en las emociones, no en el conocimiento para unos pocos entendidos”. Y oponer las emociones al conocimiento es lo peor que puede hacer un comisario de exposiciones de arte, porque no son dos conceptos antitéticos.

En resumen, se da al público la ilusión de haber participado en un acontecimiento cultural, cuando en realidad tiene poco de cultural. La presencia de las obras maestras de los grandes maestros no justifica la pretensión cultural de un acontecimiento. Sería como hacer participar a un actor ganador de un Oscar en una tira de película: no es la presencia del actor lo que eleva la calidad de la película, que viene dada por toda una serie de componentes (tema, guión, dirección, fotografía, actores secundarios, etc.). Lo mismo ocurre con las exposiciones. Salvo que en el caso de las exposiciones la distinción, como hemos visto, es más sutil, debido a que el público a menudo no tiene la capacidad de distinguir una operación cultural de una operación puramente de entretenimiento: pero esto no es culpa del público, sino de quienes no permiten que el público disponga de las herramientas adecuadas para hacer las distinciones oportunas. Así, se “educa” al público en la retórica de la belleza, en la retórica de las grandes obras maestras (sin que nadie, o casi nadie, haga todo lo posible por dejar claro por qué esas “obras maestras” son tan “grandes”), en la retórica de las emociones en lugar de en la del conocimiento. Una retórica que desvincula porque tiende a distanciar al público de la obra de arte, al distanciar la obra de arte de su contexto. La obra de arte ya no es vista como un contenedor de mensajes, valores e ideales, sino que es vista como algo que sólo produce complacencia estética, como algo que sirve para hacernos escapar de la realidad, cuando en realidad debería ser exactamente lo contrario, es decir, la obra de arte debería hacernos reflexionar sobre la realidad. No es que la obra no deba despertar emociones en el observador: ni mucho menos. Pero vaciada de sus símbolos y valores, es como si estuviera cortada por la mitad.

La cita inicial de Roberto Longhi explica claramente cómo una obra de arte nace siempre en relación con un contexto, y analizar una obra de arte significa no sólo observarla en relación con otras obras de arte, sino también en relación con el contexto social, económico, histórico y político en el que se produjo. Por supuesto, a lo largo de la historia del arte (y de la cultura en general) ha habido intentos de proponer un arte aparentemente desvinculado de la época que lo produjo, como la famosa teoría delarte por el arte del decadentismo, pero incluso teorías radicales como ésta surgieron como reacción a otras formas de pensamiento. Por lo tanto, las obras siempre surgen porque hay un contexto histórico que da lugar a una determinada forma de pensamiento que en literatura da lugar a las obras de poetas y escritores, en arte da lugar a la obra de arte. Por lo tanto, pensar que el arte vive bajo una especie de campana de cristal impermeable a todos los estímulos del “mundo exterior”, no sólo indica una mala comprensión del propio arte, sino que también es una forma de despreciarlo y de no respetarlo.

Significa no respetarlo, porque quienes se ocupan de la historia del arte tienen el deber de preocuparse por lo que ocurre a su alrededor. Y de decir, educadamente, lo que piensa. El ejemplo de la política es el más adecuado: las decisiones relativas a la gestión del patrimonio cultural dependen de decisiones políticas, y un historiador del arte (o un amante de la historia del arte) que no se preocupa por la política (donde “preocuparse por la política” también puede significar simplemente tener la propia visión del mundo, y quizá hacer que se perciba), es un historiador del arte que delega en otros la gestión del patrimonio. Y el espectro podría extenderse a todos los ámbitos de nuestra vida: por eso, no querer ocuparse de política equivale a no querer ocuparse de uno mismo. Varios historiadores del arte se han ocupado de política, algunos de ellos incluso participando en primera persona en los acontecimientos políticos de su época: Giulio Carlo Argan, Carlo Ludovico Ragghianti, Cesare Brandi, el propio Roberto Longhi. Decir que el arte y la política deben permanecer en dos vías paralelas significa también no entender nada de estas importantes figuras que hicieron la historia de la crítica de arte italiana. Y despreciar su compromiso activo. “Si hay una disciplina que, por su naturaleza intrínsecamente crítica, está llamada a no abstraerse del mundo sino, por el contrario, a tomar posiciones claras, ésa es la Historia del Arte”, escribía hace unos días nuestro amigo Mario Cobuzzi en su página Kunst, resumiendo en dos líneas por qué seguiremos ocupándonos de la Historia del Arte y, al mismo tiempo, seguiremos hablando de lo que ocurre a nuestro alrededor.

En su A cosa serve Michelangelo?, Tomaso Montanari, uno de los pocos historiadores del arte contemporáneo que demuestra un notable compromiso cívico, que a veces puede parecer demasiado radical, pero a pesar de lo cual hay que reconocer el mérito de su trabajo, dice que "el arte figurativo nunca ha sido un asunto privado, ni ha sido nunca una escapatoria hacia la neutralidad moral de la estética"2. Las obras de arte, sobre todo en el pasado, nacieron (y siguen naciendo) en virtud del hecho de que transmitían un valor o un ideal. Anular este valor en virtud de una mera referencia a la “neutralidad moral de la estética” es degradar las obras de arte. Y esta es la razón por la que quienes se dedican a la historia del arte tienen el deber de proporcionar herramientas para tratar de interpretar lo que ocurre a nuestro alrededor. Porque si no lo hiciera, estaría haciendo algo muy contrario a su amor por el arte: amar el arte también significa tomar posiciones. Amar el arte significa evitar los modelos impuestos, significa actuar en contra de los prejuicios y, sobre todo, significa pensar por uno mismo: eso es lo que pensamos que significa amar el arte. Quienes, pensando con la cabeza compartimentada, dicen que quienes se ocupan del arte no deben hablar de otra cosa, es que han entendido muy poco de arte. Tal vez sea porque los que nos ocupamos de la historia del arte no somos lo bastante buenos para hacer entender a la gente que “arte” también significa ocuparse del mundo. Pero intentaremos mejorar y siempre nos esforzaremos por hacer lo que esté en nuestra mano.


Notas

1. Roberto Longhi, Proposte per una critica d’ arte en “Paragone”, I, 1950, p. 4 .

2. Tomaso Montanari, A che cosa serve Michelangelo, Einaudi, 2011, p. VII .


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