Que la de Franceschini fue una reforma perfectible es bien sabido: ’una reforma a medias’, diría yo. Que no es muy querida, también, hay que decirlo; que para bien o para mal, pues, ha sacudido el sistema, y que ha tenido intuiciones positivas, pocos lo han notado, y aún menos lo han admitido (más que nada por mezquino parroquialismo).
Seguramente su mayor mérito es que, a lo largo del tiempo, y en la larga temporada que caracterizó la pasada gestión del MIC, primero MiBACT, luego MiBAC, etc., se ha mantenido siempre pivotando sobre una perspectiva: querer hacer del sistema nacional de museos ante todo un sistema contemporáneo y logrado, realmente sostenible. Y en parte lo consiguió: si hoy podemos considerar el futuro del sistema museístico de forma positiva, también se debe a esa reforma.
Sin embargo, las buenas intenciones han carecido a veces de una aplicación lúcida: como por ejemplo con los “domingos gratis en el museo” que, si por un lado crearon (pretendían crear) una oportunidad favorable a la accesibilidad para revitalizar el consumo cultural, hoy se interpretan demasiado a menudo tout court como LA solución a un problema más radical de atracción del público, y no se entienden como parte de una estrategia (por ejemplo, combinada con una desregulación de los horarios de apertura, o una remodelación de la venta de entradas aplicada por un sistema de “tarjeta/suscripciones”), terminando así por promover y enfatizar únicamente una fuerte rivalidad entre institutos culturales basada en el número y la cantidad, en detrimento de la fruición de la calidad, ampliando las condiciones para que el público -especialmente el italiano- de museos y parques arqueológicos se convierta en tal (casi) únicamente los días gratuitos, dejando poco (o ningún) espacio para los demás días del mes. Encuentro en esto algo profundamente distorsionado.
En cualquier caso, se han dado algunos pasos acertados y hay que concederlos. Empezando por el reconocimiento del principio propio de la valorización y su relación propedéutica (y necesaria) entre la protección del patrimonio y su gestión, hasta la idea de la autonomía de algunos institutos museísticos particularmente representativos, separados de las superintendencias, implementada con la idea de modernizar nuestros grandes museos nacionales haciendo su perfil más europeo. Una intuición que todavía hoy, in nuce, se basa en principios tan buenos como: facilitando la subsidiariedad de la gestión del patrimonio y de las colecciones que custodian, desburocratizando su organización, implementando y racionalizando su capacidad propositiva y decisoria sobre las intervenciones de comunicación y marketing, pero también sobre las intervenciones educativas, científicas y de investigación, tocando las exposiciones, los préstamos, las restauraciones, las adquisiciones, etc.... situando las especificidades de cada instituto en el centro de sus políticas de gestión (frente a una centralización estatal generalista), frenando así, de hecho, la pérdida de competitividad del “sistema cultural” italiano en el mundo.
En este sentido, con el tiempo, la autonomía ha cambiado objetivamente una cierta idea del museo, y ha creado oportunidades para algunos institutos que en diez años han crecido mucho y bien, estableciéndose como lugares importantes en la escena europea (pensemos en Pompeya o en los Uffizi, sobre todo). Por desgracia, el crecimiento que se ha mirado cada vez más en estos diez años ha sido básicamente el de la eficiencia económica de los institutos, y su capacidad de generar ingresos dada por el número de admisiones. Pero, ¿es esto realmente todo lo que se necesita para identificar el “éxito” (o no) de un museo y de toda una reforma? ¿No hubiera sido mejor (y mucho) que a partir de esas cifras “positivas” se hubiera empezado a redefinir nuevas métricas, adecuadas y compartidas para evaluar también los impactos extraeconómicos que pueden generar los museos (en gran medida intangibles y subjetivos) que los convierten en actores económicos y activadores de diferentes cadenas de suministro, por ejemplo? Pero en este punto ha fallado la reforma, que sigue sin entender la cultura como una infraestructura compleja con impactos que van más allá de la apreciación, por lo que nuestro sistema cultural aún no es realmente un “sistema” maduro.
Así pues, la reforma tiene varios “inconvenientes”: como ya se ha dicho, es una reforma a medias. La cual, de nuevo, a pesar de decir que da libertad a los institutos, nunca ha conseguido realmente intervenir de forma sustancial sobre cuestiones complejas y más aún sobre las urgencias y distorsiones (algunas atávicas) de todo el sistema museístico. Como, por ejemplo, obviar la necesidad de nuevo personal, por ejemplo no modificando los métodos de contratación, que siguen atados a dictados ministeriales que siguen respondiendo inmutables a las mismas perspectivas del siglo pasado, con, por un lado, unos maxi-concursos rígidamente estandarizados, en una única solución, con miles de nuevas contrataciones pero en funciones generales, a menudo de bajo perfil, y en cualquier caso insuficientes para cubrir las carencias de personal; y, por otra parte, con pocas (poquísimas) vacantes técnicas que en cualquier caso miran a profesiones históricamente establecidas y aceptadas, a menudo forzadas en el todo vale, ignorando que la evolución del sector ha sido tanta (incluso sólo en los últimos cinco años) como para crear a diario nuevas oportunidades y necesidades profesionales, a las que hay que responder con prontitud.
Además, con el paso del tiempo, gracias a (o a estas alturas, a causa de) la autonomía de los grandes museos nacionales, se han amplificado las diferencias y contrastes geográficos en el país, exacerbando una ya grave polarización de las inversiones, recursos (incluso del escaso personal) e intervenciones en unas pocas áreas que definiríamos como main stream, con las consiguientes fracturas en el tejido cultural local. Una tendencia arriesgada que hoy no parece haber encontrado solución, al contrario: hoy los museos autónomos pasarán de 20 a 60, cada uno con su propio logotipo y marca. Y es aquí donde el modelo de autonomías museísticas buscado por Franceschini encuentra muchos de sus límites: el principio de autonomía basado en la “excepcionalidad” funciona si se considera extra-ordinario. En cambio, hoy precisamente esa excepcionalidad está siendo desvirtuada hacia la ordinariez administrativa generalizada, diluyendo su alcance hasta convertirla en sistémica, por tanto sin excepcionalidad propia: aunque ecuménicamente todos los institutos serán progresivamente “autónomos”, objetivamente ninguno lo será según sus prerrogativas de origen, sino simplemente para delegar responsabilidades de gestión, creando muchas “mónadas” que operan cada vez más en el trabajo, según una “valorización a toda costa”, por lo tanto sin una aplicación orgánica y regulada por una visión “de país”, inclinándose cada vez más hacia un ejercicio de mera comercialización, sin estrategia, o peor aún con una estrategia sólo competitiva, efímeramente parroquial.
Esta contribución se publicó originalmente en el nº 21 de nuestra revista Finestre sull’Arte en papel. Haga clic aquí para suscribirse.
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