La descolonización cultural es un proceso que no sólo concierne a los objetos y artefactos y, por tanto, a las elecciones específicas de los museos e institutos culturales, sino que se refiere a un cambio de perspectiva política que cuestiona las jerarquías entre culturas, de ahí la colonialidad cultural, según la categoría elaborada por el estudioso Aníbal Quijano.
Es esta mirada a cambiar radicalmente en la que me gustaría centrarme aquí. En este sentido, la descolonización cultural supone actuar en dos frentes fundamentales. Por un lado, requiere reconocer la parcialidad de las producciones de conocimiento, en particular en los ámbitos sociopolítico y filosófico, y criticar las pretensiones de universalidad autodefinidas. En otras palabras, por ejemplo, no existe la filosofía y luego la filosofía indígena o la sociología y luego la sociología de los países en vías de desarrollo, sino las diferentes proposiciones filosóficas o sociológicas que contribuyen a un mundo del conocimiento necesariamente plural. Por otro lado, es una acción orientada a cuestionar las relaciones de poder que, a lo largo de la modernidad, han separado las formas culturales dignas de reconocimiento y, por tanto, de valor intrínseco de las formas culturales carentes de valor y, por tanto, borrables incluso por la fuerza y la violencia. Esta separación se ha construido, en particular, a través de las conquistas militares y, en consecuencia, económicas, y de los procesos de colonización conexos.
El reconocimiento práctico de este imperialismo cultural, que ha ido de la mano del imperialismo económico-militar, puede facilitar la construcción de alianzas entre los actores que alimentan los procesos de descolonización en las antiguas o actuales colonias y los que trabajan para sostener la crítica de la colonización en los antiguos o todavía dominantes territorios, actuando en favor de una ruptura con las relaciones e ideologías imperialistas y supremacistas.
El reto es grande, somete a crítica todo el ámbito ideológico de la modernidad, pero es necesario si se quiere contribuir no sólo a reparar la violencia -incluida la epistémica- de la larga historia colonial, sino también a construir un mundo libre de tendencias neoimperialistas. Estas tendencias se han visto reforzadas en los últimos años, tanto por la invasión rusa de Ucrania como por la intensificación de la ocupación israelí en los territorios palestinos: dos impulsos político-militares que van más allá de los territorios concretos afectados, pero que tienen consecuencias globales. Sin embargo, estas tendencias han encontrado a su paso alternativas afirmativas, que también actúan en el plano de la definición de la memoria colectiva, como demuestran, por ejemplo, las movilizaciones que, en distintas partes del mundo, pretenden derribar las estatuas de los antiguos colonizadores, reivindicando la necesidad de dejar de glorificar sus acciones y la violencia sistémica a la que contribuyeron.
El proceso de descolonización cultural es un campo de tensión política aún en movimiento, cuya dirección es, sin embargo, muy clara. Registra el hecho de que, como explica Achille Mbembe en su libro “Crítica de la razón negra”, “Europa ya no es el centro de gravedad del mundo” y, en consecuencia, las jerarquías culturales construidas en el seno de la colonización y el imperialismo ya no son coherentes con el nuevo sistema-mundo en construcción. Así pues, los actores implicados en este proceso conflictivo ya están avanzando hacia el futuro, contribuyendo a construir una alternativa que no sólo proponga una reparación de las brutalidades coloniales, sino que también defina un destino común basado en la pluralidad de las formas culturales.
Esta contribución se publicó originalmente en el número 23 de nuestra revista impresa Finestre sull’Arte sobre papel. Haga clic aquí para suscribirse.
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