Del contenedor al contenido. Más dudas sobre el "Netflix de la cultura


Netflix de la cultura: ¿se podría haber encontrado otro camino? Y, de todos modos, ¿cómo se establecerá la gestión? Una reflexión sobre el tema.

Las dudas se acumulan a medida que toma forma la propuesta del ministro Franceschini de crear un “Netflix de la cultura”. El rumoreado proyecto se convierte ahora en una mesa de debate entre el Estado, los inversores y los posibles socios. Uno de ellos es la plataforma local, pero por desgracia poco conocida, Chili, que imita al ya planetario Netflix, que en cambio cuenta con unos 180 millones de usuarios. En el currículo de la cenicienta Chili no hay por el momento ningún o casi ningún título cultural, y esto desde luego no es un buen comienzo. Aún hay más dudas sobre los intereses privados en juego, como ya señaló la asociación “Mi riconosci” en este artículo. Una alternativa viable podría ser la pública Raiplay, aunque su usabilidad y programación no es ni siquiera comparable a la de la empresa estadounidense. Además, ¿cómo rentabilizar una programación que ya es gratuita de por sí?

La plataforma Chili
La plataforma Chili


Al margen de las diversas propuestas, la principal perplejidad que me suscita la idea de un “Netflix de la cultura” es la siguiente: si se utiliza el nombre de una empresa para dar un término de comparación, se da por sentado que ésta es una entidad autorizada en la materia. Si realmente debemos perseguir esta quimera digital, ¿por qué no organizar la operación directamente en Netflix? Se podría explotar la monstruosa red de usuarios ya disponible y también su sistema de distribución de derechos para los autores. En resumen, ¿por qué inventar la rueda si ya existe? ¿Por qué invertir millones de euros si ya existe un contenedor adecuado y preparado? Por supuesto, siguen faltando los contenidos, pero para eso ya estarían los miles de profesionales de la cultura para crearlos y publicarlos (esperamos) sobre una base meritocrática. Incluso sin la engorrosa mediación de un garante “autorizado” como MiBACT. La última duda que queda en el aire es ésta. ¿Quién seleccionaría los contenidos? ¿Quién decidiría la programación? ¿Cómo se monetizarán las intervenciones y se pagarán derechos de autor a los artistas? Mientras esperamos a que se deshagan los últimos nudos, aguardamos confiados la reapertura de museos, teatros y cines, única alternativa real a los costosos y, de momento, poco creíbles divertimentos tecnológicos.


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