Hace unos meses, el congoleño Mwazulu Diyabanza intentó robar una obra de arte africano del Museo del Quai Branly junto con algunos activistas. Lo hacía para expresar su disconformidad política contra la explotación colonial de su país de origen que llenaba las salas de varios museos de Europa. Ya en 2017, el presidente Macron anunció ante las cámaras de televisión que Francia devolvería el patrimonio cultural saqueado a los países del África subsahariana durante los últimos siglos, aunque hasta ahora solo muy pocos artefactos han sido realmente devueltos a sus legítimos propietarios. A raíz de los recientes disturbios provocados por el movimiento Black Lives Matter, incluso se ha retirado del Museo Británico el busto del fundador Hans Sloane, médico y naturalista vinculado a la esclavitud.
¿Se está produciendo una especie de revisionismo histórico que está cambiando el paradigma de lectura de nuestras colecciones museísticas? Desde hace años, activistas de todo color político o ideología se manifiestan en los museos y sitios culturales más importantes por las razones más diversas. Desde los derechos de los nativos hasta los derechos de los animales en peligro de extinción, pasando por el cambio climático o el movimiento feminista, no es la primera vez que los museos se convierten en instrumentos involuntarios de contestación o difusión de ideas y movimientos. Sin embargo, las protestas no siempre se han producido de forma pacífica y respetuosa. Hace unos días, en Berlín, decenas de obras de arte fueron objeto de actos vandálicos en la llamada “Isla de los Museos” para protestar contra el supuesto origen satánico de algunos de los monumentos allí guardados. El vandalismo fue probablemente organizado por un conocido negacionista antisemita próximo a movimientos de extrema derecha, que ya había sido expulsado varias veces por la policía por sus protestas frente al Museo de Pérgamo contra el “Trono de Satán”, un artefacto al que se refiere San Juan en el Apocalipsis, asociado al famoso altar del siglo II a.C. dedicado a Zeus y Atenea. De repente, parece que hemos vuelto a la época medieval, cuando los monjes cristianos tachaban las estatuas clásicas de obras del diablo. Más recientemente, se recuerdan las terribles imágenes de los gigantescos y antiguos budas de Bamiyán, volados por los talibanes por motivos religiosos.
Protesta proindígena en la National Gallery de Londres el pasado agosto |
Protesta feminista en el Museo de Orsay el pasado septiembre |
Protesta ecologista contra Total en el Louvre en marzo de 2018 |
Ciertamente, no podemos equiparar todas las protestas distinguiendo entre las que se producen con respeto a las obras y a la legalidad o, por el contrario, las que destruyen irreparablemente piezas de valor incalculable. Sin embargo, hay que reconocer que los museos o los yacimientos arqueológicos ya no son contenedores de un pasado frío y mudo. Las obras del pasado siguen hablando y evocando sombras sobre el presente. Nuestro patrimonio cultural es una realidad cambiante a los ojos de los contemporáneos que sigue siendo reinterpretada por nuestra sociedad en función de la información o desinformación que recibimos del exterior. Aunque el primer paso comienza en las escuelas, también es tarea de los conservadores de museos y de los estudiosos comunicar de forma correcta, en este caso incluso posicionándose, con valentía científica, sobre las posibles o eventuales controversias ideológicas que puedan surgir en torno a las grandes colecciones museísticas. Hoy en día, ya no basta con ser un experto en una obra de arte, sino que hay que ser capaz de contextualizarla en la época y el lugar en que se expone. Hay que saber hacerla dialogar con los numerosos públicos y también con los llamados “no públicos”, es decir, todas esas categorías de usuarios potenciales que aparentemente no tienen ningún interés en visitar un museo o una colección. Por ello, los conservadores deben ser conscientes de la realidad que les rodea y atenerse a ella, escuchando las voces discrepantes mientras exista la posibilidad de un diálogo razonable.
Probemos con una provocación: ¿y si junto a las esculturas de Benín y a todas las robadas durante el periodo colonial se añadiera una nota explicativa que indicara que la adquisición del museo fue en realidad el resultado de una violenta represión hace unos doscientos años? Tal vez ya no sería necesario retirarlas. O se podría organizar una conferencia en línea para explicar al público que las supuestas referencias bíblicas del altar de Pérgamo citadas por el personaje mencionado para justificar sus acciones se basan en realidad en falsificaciones históricas e ideológicas. El diálogo científico con todos los públicos (incluso con los más difíciles) no será la solución a todos los males, pero podría ser una base para establecer la confianza con todos los públicos.
Los museos contemporáneos ya no pueden permitirse ser sujetos superpartes que se limitan a valorar y conservar sus exposiciones. Deben ante todo ser capaces de educar e inspirar a las próximas generaciones, convirtiéndose en lugares de educación, confrontación e inclusión social. Por eso es más necesario que nunca invertir cultural, política y no menos económicamente en estas instituciones, porque los museos de hoy son un punto de partida para leer nuestro presente e imaginar un nuevo futuro.
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