De la erosión al colapso: los peligros de la cultura libre


El sinfín de contenidos gratuitos durante la pandemia podría ser el canto del cisne para un sector que sobrevivió a duras penas a la crisis de 2008.

Artículo publicado originalmente en El País, traducido y publicado por Finestre Sull’Arte con amable permiso del autor.

Si alguien que nunca ha oído hablar de la pandemia hubiera echado un vistazo a mi perfil de Twitter estos días, probablemente habría llegado a la conclusión de que “coronavirus” es el nombre de alguna corriente artística caracterizada por la bulimia cultural. De hecho, incluso antes de que se decretara la obligación de quedarse en casa, circulaba una ingente cantidad de sugerencias, listas y enlaces con todo tipo de novelas, cómics, películas, vídeos de conciertos, recursos educativos y exposiciones virtuales. Pero seguramente se trata de una burbuja minoritaria. Lo cierto es que muchas personas, empezando por las que tienen familiares a su cargo, disponen ahora de mucho menos tiempo libre que antes de las medidas restrictivas. Pero, en cualquier caso, editoriales, museos, centros de arte, profesores, revistas, discográficas y los propios artistas se han sumado a esta orgía cultural lanzando todo tipo de contenidos gratuitos.

Algunas voces se han mostrado muy críticas con este voluntarismo. En primer lugar, porque se convierte en una especie de fiesta del sopor, una situación dramática para ancianos solitarios, para personas con trastornos psiquiátricos, para familias con niños pequeños encerradas en pisos minúsculos. En segundo lugar, porque es bastante excluyente: la buena voluntad es para quienes pueden permitírsela. Mientras algunas grandes editoriales ponían gratis sus best sellers, una amiga que trabaja en una cadena de librerías me dijo que estaba a punto de entrar en el ERTE. Y también hay quien ve, en el libre acceso a los contenidos, una operación de marketing, una especie de “lavado de virus”. Personalmente, creo que esta última crítica peca de cinismo. No me cabe duda de que hay buitres financieros que ya están haciendo cálculos para convertir esta masacre en una oportunidad de negocio, pero también estoy convencido de que la mayoría de las personas, empresas e instituciones que han facilitado el acceso gratuito a sus contenidos han querido contribuir, de buena fe, a ayudar en una situación crítica.

El Salone dei Cinquecento en el Palazzo Vecchio de Florencia. Foto Créditos Miguel Hermoso Cuesta
El Salone dei Cinquecento en el Palazzo Vecchio de Florencia. Foto Crédito Miguel Hermoso Cuesta

Por otro lado, es probable que este cañonazo de generosidad sea el canto del cisne de un sector que sobrevivió a duras penas a la crisis de 2008. La pandemia está funcionando como una especie de lupa que actúa sobre nuestra realidad social. Nos está obligando a ver, minuto a minuto, las consecuencias, normalmente dilatadas en el tiempo, de los recortes en sanidad; a observar, de golpe, el horror cotidiano de las residencias de ancianos privatizadas; a descubrir que antes llamábamos “hogar” a un lugar inhóspito donde nos hundíamos entre jornada y jornada. Y lo mismo ocurre con la cultura. En las últimas décadas, el sector cultural ha sido descrito a menudo como un “motor económico” de primer orden, una fuente de innovación y aprendizaje que nos ayudaría a descubrir nuevas fuentes de creación de valor en la sociedad del conocimiento. Siento cierta admiración por quienes ahora consiguen vendernos semejante disparate sin que se les escape una carcajada. Sin duda, la digitalización, la concentración monopolística y los recortes en el gasto público han destruido progresivamente una parte muy importante de los medios de vida tradicionales del sector cultural, y no ha habido sustitutos. Toda la retórica sobre la difusión gratuita de la cultura, los nuevos medios de distribución y la accesibilidad digital han ocultado siempre una pregunta embarazosa: ¿cómo se vive de la cultura gratuita? Hay dos respuestas: o eres dueño de Spotify, o trabajas de camarero. “Industrias culturales” es un nombre pomposo que esconde una realidad mucho más oscura: la inmensa mayoría de las empresas dedicadas a la mediación y producción cultural son pequeñas iniciativas de autoempleo muy precario. Como ha ocurrido en la sanidad, la pandemia ha convertido la erosión en colapso incontrolado.

Podemos estar a las puertas de otra gran recesión económica con consecuencias todavía devastadoras para el mundo de la cultura. Es probable que se produzca una intervención masiva del Estado, al menos en algunos de los sectores económicos clave. El paradigma del libre mercado era un muerto viviente desde 2008, el coronavirus lo incineró. La cuestión ahora no es si habrá intervención estatal, sino qué características políticas tendrá. El futuro de la producción cultural profesional también depende de este dilema. Si la intervención pública, como ocurrió en 2008, acaba persiguiendo acontecimientos tratando de ganar tiempo para apuntalar un sistema que se desmorona, la cultura formará parte del lastre que se considerará aceptable arrojar para salvar a los bancos y a las grandes empresas. Si, por el contrario, tenemos la audacia de explorar otras posibilidades, si intentamos salir de esta catástrofe iniciando un proceso igualitario de rápida demarcación y democracia económica, las cosas podrían ser diferentes. Así, tal vez podríamos imaginar alternativas públicas que desafíen el poder monopolístico de las plataformas de distribución de contenidos, que busquen mecanismos de remuneración justos y razonables para autores y mediadores y vinculados a la utilidad pública de su trabajo, que nacionalicen las organizaciones de derechos de autor para que sirvan al interés público, que promuevan el cooperativismo cultural y protejan las prácticas culturales no profesionales.


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