Crisis de la crítica. Por qué la crítica (no sólo de arte) está en crisis


La crisis de la crítica, que afecta indistintamente a todas las disciplinas, es producto de diferentes causas, que van desde la estructura del sistema de información hasta la enmarañada complejidad del sistema cultural. Un análisis.

Por lo general, el objetivo del crítico es diseccionar las razones que subyacen a una obra genial, evaluar su valor, sus supuestos o argumentar su insignificancia. La crítica es una forma de cuidado de los intereses colectivos que surgió en el siglo XIX y maduró durante el siglo XX con el desarrollo de la figura del intelectual marxista, cuya acción se dirige no sólo a la comprensión profunda de los fenómenos, sino también a la búsqueda de una verdad que no siempre es manifiesta: de este modo, la crítica cumple la función de centinela de la actualidad e, idealmente, de la historia. La crisis de la crítica, que afecta indistintamente a todas las disciplinas, es producto de diferentes causas, que van desde la estructura del sistema de información hasta la enmarañada complejidad del sistema cultural, desde el cambiante papel del intelectual hasta las transformaciones sociales y antropológicas de los últimos cuarenta años.

En el ámbito del periodismo cultural, y en particular en el de las artes visuales, el progresivo declive de la crítica tiene entre sus causas (A) la precarización del trabajo, que tiende inevitablemente a desvalorizar las instancias de problematización que toda crítica implica: ¿qué trabajador no permanente quiere correr los riesgos de crear problemas para una publicación que a menudo tiene entre sus anunciantes a las mismas personas que produjeron el acontecimiento? Si la interdependencia económica entre los que escriben y los que producen (B) es en sí misma un problema, también hay que considerar la falta de especialización típicamente italiana de los que escriben sobre artes visuales (C). Antes de trabajar como comisario, empecé a ocuparme profesionalmente del arte como periodista, hace unos 20 años, y he visto a colegas, incluso en revistas o grandes periódicos, escribir con indiferencia sobre exposiciones, cine, viajes o enogastronomía, a menudo con resultados poco incisivos. Así, los artículos no son más que una edición textual de materiales preparados por los gabinetes de prensa, enriquecidos con citas de los protagonistas. Además, existe una tendencia a convertir la cultura en narración crónica (D), en la que se privilegia una lectura previa (realizada, por tanto, sin haber experimentado los contenidos) o una lectura de entretenimiento dirigida a la historia de los protagonistas. Este aspecto alcanza su apogeo en las revistas de estilo de vida o de glamour, en las que artistas, comisarios, escritores son celebrados como personalidades -véase, por ejemplo, el caso del pabellón italiano en 2019-, a menudo en detrimento de los contenidos que ellos mismos proponen. Por otra parte, ¿no vivimos en una sociedad del espectáculo?



A estas causas internas del mundo editorial se añaden otras que son imputables esencialmente a los iniciados. De hecho, a menudo se produce un solapamiento sustancial entre los que producen exposiciones, o libros, y los que escriben (E), tanto en revistas especializadas como en inserciones culturales en profundidad, al contrario de lo que ocurre en disciplinas como la arquitectura o el cine. Se trata de una pequeña comunidad, en la que las funciones no están estrictamente divididas, en la que las personas se encuentran, a corto plazo, asumiendo papeles en flagrante conflicto de intereses (en el mundo de la cultura, los conflictos reconocidos son a menudo los de los demás). Este fenómeno nos remite a la lógica familista del sistema cultural de nuestro país (F), que, en mi opinión, alcanza niveles casi incestuosos en el ámbito del arte y la literatura, como también se ha denunciado en los últimos años. Por ejemplo, un historiador del arte o un crítico nunca llegarán al extremo de machacar una exposición o una publicación de uno de sus “maestros” o de un coetáneo “discípulo”: a lo sumo podrían atacar a las ovejas de otro rebaño, a sabiendas, sin embargo, de que están abriendo una enemistad que es cualquier cosa menos bucólica. Del mismo modo, es difícil que un erudito, ensayista o editor ataque enérgicamente a un autor que publica para su propia editorial o para otra con la que podría colaborar más adelante: cui prodest? E y F conducen irremediablemente a reseñas benévolas, en las que la lógica conservadora de los miembros del sistema prevalece sobre la del interés general.

Gabriel de Saint-Aubin, Vista del Salón del Louvre en 1779 (1779; óleo sobre papel pegado sobre lienzo, 19,5 x 44 cm; París, Louvre)
Gabriel de Saint-Aubin, Vue du Salon du Louvre en 1779 (1779; óleo sobre papel pegado sobre lienzo, 19,5 x 44 cm; París, Louvre)

La disolución de la crítica también forma parte de la crisis más amplia del papel del intelectual (G), que, en el mundo occidental líquido, ya no goza del prestigioso estatus que tenía hace unas décadas: su función de referencia para las masas, tanto para comprender la sociedad como para ser un vigilante activo, ha desaparecido. El mundo capitalista ha rebajado su autoridad y su importancia, convirtiéndolo primero en una mercancía codiciable y creando después sucedáneos baratos y mucho más manejables. En las democracias en las que vivimos, maduras pero ya acostumbradas a la lógica del mercado, los que convencen con respuestas fáciles parecen prevalecer sobre los que aportan herramientas crítico-analíticas problemáticas (H).

Pero otro fenómeno antropológico, observable mucho antes de las redes sociales aunque acrecentado por ellas, ha conducido progresivamente al desarrollo de un contexto reacio a la crítica: la dificultad de llevar a cabo una confrontación seria e intelectualmente articulada (I), que es uno de sus prerrequisitos, ha dado paso a una adhesión simplista o, a veces, al rechazo de la confrontación. Cada vez estamos menos educados para expresar nuestro desacuerdo y para argumentarlo (J), porque en la familia, en la escuela o en otras actividades sociales, con demasiada frecuencia se nos pide que nos adaptemos y nos adhiramos a un sistema preestablecido, a pesar del alarde retórico de libertad y de atención a la diversidad. Frente a una vida programada por objetivos, para acortar los procesos y acelerar el aprendizaje y nuestras acciones, plantear problemas es con demasiada frecuencia una pérdida de tiempo (así, por ejemplo, si una exposición o un libro son flojos, en lugar de machacarlos, acabamos por no hablar de ellos, lo que además tiene la ventaja de ser menos arriesgado).

Todas estas razones, en mi opinión, llevan a la conclusión de que la crítica de arte no está muerta como disciplina per se, ni mucho menos, sino que las razones sociológicas que aumentaron su importancia en el pasado y la hicieron popular han desaparecido de alguna manera. No quiero ser apocalíptico, pero es probable que, compatible con la evolución de los medios de comunicación, sobreviva hasta cierto punto en un nicho, como producto destinado a élites (culturales, académicas, etc.) dispuestas a emprender un verdadero estudio en profundidad, oneroso en términos de tiempo y quizá de recursos. Aunque conservo íntimamente la esperanza de que puedan reavivarse las brasas que duermen bajo las cenizas, la razón me lleva al pesimismo.

Esta contribución se publicó originalmente en el nº 13 de nuestra revista impresa Finestre sull’Arte Magazine. Pulse aquí para suscribirse.


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