Existe un problema relacionado con el turismo, también de naturaleza puramente cultural, a saber, la insistencia en los lugares de cultura. Y poco importa que esos lugares sean conjuntos monumentales, museos, parques naturales: como patrimonio cultural, forman parte de ese patrimonio cuya protección y disfrute sanciona explícitamente nuestra Constitución, en el ’top ten’ de sus artículos, el número nueve.
Puede ser la “etiqueta” de la muralla de Herculano, los daños causados por el fútbol a la “Barcaccia” de Bernini en la Escalinata Española, el incendio provocado en el Parque de Portofino, en Liguria. Cuando ocurre una de estas cosas, el tam-tam en los periódicos, en la televisión, en las redes sociales es inmediato, la condena bipartidista, la evocación de castigos draconianos infalible. Y sin embargo, utilizando una simple metáfora médica, bastaría con pararse a pensar un momento para comprender que todos estos acontecimientos no son más que síntomas, originados por una enfermedad que no sabemos combatir, o mejor dicho, que no queremos combatir, pero que nos contentamos con mantener ahí, latente, al son de la taquipirina. Para salir del paso. Ni siquiera tengo que precisar cómo acaba la metáfora: a la centésima taquipirina, la enfermedad -bajo la piel- ha crecido desmesuradamente, y nada puede detenerla: en ese momento, los síntomas ya no se aliviarán y será necesaria la hospitalización, si es que aún estamos a tiempo de salvarnos.
Saliéndonos de la metáfora, los daños que tanto nos escandalizan son evidentemente el síntoma de una enfermedad como es la incapacidad para gestionar los flujos turísticos, la inconsciencia y la falta de preparación de nuestros territorios y de nuestras administraciones (desde los ministerios hasta los municipios) para construir una usabilidad que sea sostenible sin llegar al consumo de los propios bienes. Los castigos draconianos, las entradas al Panteón, Venecia, o los gravámenes episódicos (billetes que suben o bajan de precio como la fruta de temporada, costes de tren duplicados en trayectos de alto interés, etc.) son, en cambio, taquipirina. “¿Has visto qué actuación en el fútbol sala esta noche? ¡Piensa que ayer estaba en la cama con 102 de fiebre!podría ser la traducción metafórica de, por desgracia, comunicados mucho más concretos emitidos por nuestros lugares de cultura, como ”Entradas para el Panteón como remedio al turismo excesivo: en tres meses un millón para restauración’, en los que parece -precisamente- que los fenómenos turísticos desbocados se “gestionan” gracias a una entrada o que los daños causados pueden “remediarse” con la recaudación de la misma.
No hay nada más ilusorio. El daño que -repito- hace saltar a todo el mundo de la silla, indigna y enfada a todo el mundo, escandaliza a todo el campo (incluso a los políticos, insensibles a casi cualquier tipo de tragedia) no se detendrá. Al contrario. Las previsiones, no las mías sino las de quienes se ocupan de predecir los flujos a nivel mundial, dicen que dentro de 10 años el tráfico turístico en suelo italiano será tres veces superior al actual. Y si -por supuesto- la satisfacción derivada del potencial desarrollo económico no puede sino empujarnos a pensar en términos de negocio, al mismo tiempo tenemos que darnos cuenta de que si -ya hoy- la situación es totalmente inmanejable, dentro de diez años puede que tengamos que recurrir al CIERRE del patrimonio artístico para PRESERVARLO.
Se trata de una predicción extrema, y cualquiera que conozca el trabajo que este escritor lleva realizando en Génova desde hace unos quince años sabe que los cierres y las restricciones son lo último que uno querría invocar, sobre todo por parte de quienes invocan el patrimonio artístico y cultural como instrumento de ciudadanía. Pero entonces, ¿qué se puede hacer? La respuesta, me temo, es que tenemos que darnos cuenta del problema (esa enfermedad que fingimos no ver), dejar de utilizar medidas inútiles para pretender gestionarla (los consabidos antipiréticos), e idear -pero sobre todo IMPLEMENTAR- estrategias de gestión a largo plazo (la terapia realmente eficaz).
El decálogo, que intento explicar en puntos, podría ser este:
El derecho de acceso al patrimonio cultural no puede regularse sólo por el precio, porque ahora se ha engendrado la idea de que quien paga puede reclamar “derechos” sobre lo que compra. La accesibilidad de los bienes, para la que ciertamente no es delito pedir aportaciones económicas, debe subordinarse no al concepto “pagas ergo ves”, sino al concepto educativo de compartir un espacio cultural compartido que -para sostenerse dada también la variada naturaleza de sus propiedades- necesita de una aportación económica. Además, sería muy oportuno que -especialmente los Museos Estatales y los Museos Cívicos- estudiaran bandas de gratuidad o topes adecuados para que los Museos y las instituciones culturales en general estén libres no sólo de barreras arquitectónicas sino también -especialmente en estos días- de barreras económicas.
El patrimonio no puede transmitirse a los ciudadanos sólo a través de actividades de "promoción“. La promoción, que tiene su propio papel, si se utiliza como único vehículo de comunicación transforma la cultura en un ”producto" sujeto a las reglas del mercado (oferta y demanda) que provocan una profunda transformación: de un derecho inalienable y fundamental para la constitución del ciudadano, a un bien de consumo. En su lugar, es importante volver a la idea de educación patrimonial: enseñar que este patrimonio es propiedad de todos, pero que junto con los derechos a disfrutarlo, también tenemos deberes, desde el estudio a la protección, pasando por el simple respeto.
La cultura no es un entretenimiento. No es un pasatiempo para llenar las tardes de verano o de invierno, ni un mero conductor de rutas turísticas, diseñado únicamente para atraer a alguien. La cultura (de todo tipo) debe prescindir del “entretenimiento” y del “consenso”, tratando con todas las herramientas a su alcance de encontrar los canales de comunicación de contenidos con la mayor audiencia posible, pero sin faltar a su naturaleza de equidad, claridad y exhaustividad. En resumen: lo que hace falta es una formación activa en Divulgación Científica.
El número de visitantes es sólo UNO de los muchos indicadores posibles a tener en cuenta a la hora de evaluar la oferta cultural de un museo o instituto. Pocos minutos antes del anuncio del grafito de Herculano, el Parque Arqueológico de Pompeya pregonaba por las ondas otro “récord” de visitantes en un día: la monstruosa e inhumana cifra de 30.000 entradas. En un solo día, en un solo yacimiento arqueológico. Pero los récords, por su propia naturaleza, están hechos para romperse: si se sigue con esta retórica siempre habrá más gente, con la inevitable (se lo juro, no quiero hacer de Casandra, pero realmente es INEVITABLE) consecuencia del consumo y el deterioro cada vez más acelerados del patrimonio. ¿Importan las cifras de admisión? Sí. ¿Días hiperpoblados con decenas de miles de personas y entradas no reguladas (véase Domingos gratis en el museo)? NO.
Del mismo modo, no se puede valorar la bondad de una propuesta cultural sólo en relación a cuánto dinero recauda. No se trata de vender algo, y aunque se quisiera hacer, las reglas deben ser muy claras y debe explicitarse qué se puede vender y qué no. De lo contrario, pronto podríamos recibir alguna oferta multimillonaria para arreglar el balance de manera que -por ejemplo- un encantador pueblo costero o una antigua aldea fortificada pasen a ser propiedad exclusiva de algún papelón. El dinero es útil, ¿eh? Pero recordemos que quienes quieren gastar para tener esos bienes en exclusiva lo hacen porque son únicos en el mundo, son un extraordinario lenguaje vivo de nuestro país y tenemos el deber de preservar su “sonido” y su vista para todos, no para unos pocos.
No se puede sacrificar la calidad por la cantidad. Esto me parece muy claro, pero intentaré explicarlo. Calidad es construir vías de comunicación y de implicación del público basadas en los resultados de la investigación científica, los consolidados y no los “trouvailles” de los que a menudo hacen alarde los periódicos y que pronuncia el primer waffler que cree haber descubierto a Leonardo o a Rafael. Calidad es invertir en la formación de los jóvenes y en su empleo RÁPIDO. Calidad es pensar que utilizar un lenguaje comprensible para todos y dirigirse a un público amplio no significa rebajar el nivel de conocimientos y contenidos. Calidad es dar a todos la oportunidad de disfrutar del acercamiento al patrimonio cultural al ritmo adecuado. Calidad es garantizar a todos el acceso al patrimonio (económico, físico, intelectual, lingüístico) siendo conscientes de que hay límites y de que esos límites deben respetarse. Por todos.
Las figuras altamente profesionales que se ocupan del patrimonio cultural, al más alto nivel, deben ser valoradas en su justa medida. ¿Cómo es posible que se recurra a historiadores del arte, arquitectos, etc., cuando hay que dar una opinión o resolver un litigio y luego -cuando se eligen gestores, ministros, directores- se desprecie sistemáticamente a estas figuras técnicas de alto nivel? Debería ser IMPERATIVO que -junto a figuras de corte más administrativo-gerencial- para gobernar los institutos culturales italianos, las consejerías en las administraciones cívicas, para desempeñar el papel de ejecutivos en el Ministerio y las figuras de los propios Ministros fueran Profesionales en este campo. En cambio, esta necesidad se niega sistemáticamente, creando un enorme daño a todo el campo de la cultura y llevando a la paradoja de Ministerios incapaces de valorizar uno de los capitales más importantes de Italia: el capital humano, de competencias.
Somos un país a la cola, en el área de la OCDE, en inversión en investigación, formación, educación. Es un problema muy grave. Porque sin esta formación -que yo llamaría primaria- no puede desarrollarse la formación secundaria (tecnológica, cultural, terciaria, manufacturera). Y menos aún en el área humanística, donde la investigación es la vertiente que permite perfeccionar, desarrollar, enriquecer y hacer fructificar todos los activos, desde los formativos, hasta los comunicativos, pasando por los que tienen empleo y derivación económica. El gasto en formación es siempre una inversión a largo plazo, elemento que debería hacer reflexionar sobre la estrategia zigzagueante de este país, incapaz de planificar no sólo a 30 años, sino ni siquiera a 3, a juzgar por las reformas y “tapullos” propuestos de ministro en ministro. Además -por citar al menos un hecho positivo- las universidades italianas han asumido por fin oficialmente la Divulgación Científica como “Tercera Misión” de las universidades. Se trata de un logro fundamental para las ciencias humanas: se convierte en mandato de los institutos encontrar la manera de llevar a cabo lo que podríamos llamar la “transferencia tecnológica” de las ciencias humanas: dar a cada uno las herramientas mínimas para orientarse en su propio territorio, en el lenguaje del arte y del paisaje. Nota dolorosa: no existen -salvo en casos dispersos y pioneros, a menudo opuestos- enseñanzas o cursos de estudio que, ocupándose de las humanidades, trabajen sobre la Divulgación del Conocimiento. Igual que no está regulada la figura del Divulgador Científico, que ciertos trogloditas siguen confundiendo con la figura del Guía Turístico (que hace cosas TOTALMENTE distintas y -por fin- reguladas de nuevo).
La cultura (especialmente la vinculada a la dimensión inmanente del patrimonio histórico, artístico y arquitectónico que, nos guste o no, caracteriza a nuestro país) debe volver a ver reconocido su papel como elemento fundante de la ciudadanía. Debe ser, incluso siguiendo el famoso artículo 9 de la Constitución, parte indispensable de la vida y de la conciencia de todo ciudadano de este país. Una lengua viva, como decía el visionario Roberto Longhi en una conmovedora carta escrita bajo las bombas en 1944 a Giuliano Briganti. El intento de reducirlo a lujo, a superfluo, a entretenimiento (véase más arriba), y a excedente pretende despotenciar su fuerza constructiva capaz de orientar las conciencias, la ética, y sobre todo de aglutinar -de forma compacta- el sentimiento de unidad de la nación, que, aunque fracturado, ante la protección del patrimonio artístico tiene -a menudo- una sacudida de dignidad.
Dar dignidad a los jóvenes. Y también podría evitar explicar ésta, pero sería mejor precisar: salarios justos, puestos de trabajo, evaluación de los itinerarios de formación. En Italia parece que tener un doctorado es un delito, por poco que se evalúe: esto puede y debe cambiar.
En conclusión, la única forma sensata que veo -en un futuro próximo- de abordar las cuestiones relacionadas con el turismo “cultural” es que la palabra cultura vuelva a tener un significado independiente de su aplicación al fenómeno turístico. Debe ser la perspectiva cultural (aderezada con los ingredientes antes mencionados) la que dicte las normas: educar en el respeto, educar en el conocimiento, educar en las normas, pero también devolver el sentido a ver, a implicarse, a recorrer territorios. Ya no un ir y venir, sino una mirada más lenta y consciente, quizás renunciando hoy a récords, pero pudiendo obtener -mañana- muchos y mayores beneficios. También económicos.
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