La reorganización del Ministerio de Patrimonio y Actividades Culturales y Turismo llevada a cabo entre 2014 y 2016 constituye un punto de inflexión en la historia del sistema de protección del patrimonio cultural del país: la “reforma Franceschini”, de hecho, a diferencia de las que se sucedieron en las décadas anteriores, afectó directamente a las estructuras periféricas de la Administración, incidiendo profundamente en su articulación y competencias.
Uno de los aspectos más directamente afectados por la reorganización es el de las oficinas territoriales de protección, cuya estructura no había sido cuestionada desde hacía aproximadamente un siglo. Como es bien sabido, las superintendencias son muy anteriores al Ministerio: el sistema de protección del patrimonio histórico-artístico hunde sus raíces en las superintendencias creadas por los estados preunitarios, luego estructuradas progresivamente tras la unificación de Italia tras la creación de organismos centrales a nivel nacional, en el seno del Ministerio de Instrucción Pública. La primera ordenación orgánica del sector (1906-1909) preveía una articulación por territorios y por funciones en las tres áreas de “Monumentos”, “Excavaciones” y “Galerías”: comenzaba así la sectorialización de competencias que, salvo raras excepciones, ha caracterizado la estructura de las superintendencias hasta nuestros días. Una reorganización posterior (1923) incluyó algunas estructuras mixtas “a las Antigüedades y al Arte Medieval y Moderno”, mientras que la reforma de 1939 marcó el regreso a la tripartición de las superintendencias: este sistema, que pasó a ser competencia del nuevo “Ministerio de Patrimonio Cultural y Medio Ambiente” creado en 1974, permaneció inalterado hasta 2014.
La reforma llevada a cabo a partir de 2014 intervino de forma incisiva en la estructura de las funciones del Ministerio, con la unificación de las competencias en materia de protección y la distinción de las de valorización: ello supuso la creación de superintendencias “únicas” de arqueología, bellas artes y paisaje y la transferencia de la gestión de los museos estatales a estructuras especiales de coordinación de ámbito regional o con especial autonomía.
En relación con el primer aspecto, hay que destacar que la sectorialización de competencias había provocado disfunciones evidentes -con solapamiento de competencias y grandes zonas grises- no sólo en lo que se refiere a la investigación (por ejemplo, debido a la injerencia de varias superintendencias en las excavaciones post-antiguas), sino también en lo que se refiere a las actividades de protección: en el caso de las autorizaciones de proyectos y obras, se dio no pocas veces la paradoja de que distintos órganos de la misma administración estatal expresaran prescripciones contradictorias y a veces incompatibles: el hecho de que el ministerio hable con una sola voz sobre el territorio responde a una lógica de uniformidad en el cuidado de un interés público y, al mismo tiempo, dota a las estructuras periféricas de mayor autoridad e incisividad. La proximidad física y la colaboración directa entre los funcionarios y todo el personal de los distintos sectores han estimulado sin duda la integración de competencias, que va más allá de la simple yuxtaposición o conciliación de prescripciones, facilitando una superación gradual de las diferentes prácticas operativas que se habían instalado en las distintas oficinas. La introducción de nuevo personal, aunque todavía del todo insuficiente para garantizar la plena operatividad de las superintendencias, ha favorecido el surgimiento de una forma común de trabajar, mediante el encuentro de profesionales que no habían experimentado el hábito anterior de trabajar y tomar decisiones en solitario.
Uno de los cambios cruciales que ha traído consigo la unificación de las funciones de protección es la pérdida de un responsable técnico para cada sector: éste ha sido sustituido por la figura del superintendente único, que no posee conocimientos especializados en todos los sectores en los que se dividen las estructuras, pero que está llamado a realizar evaluaciones que afectan al patrimonio en su conjunto, basándose en los resultados de las investigaciones técnicas encomendadas a los responsables de cada área funcional. Este cambio de ritmo, en consonancia con la caracterización gerencial y administrativa del gestor público, viene marcado, diez años después, por la contratación, mediante concurso-oposición, de un número significativo de gestores técnicos escalonados en función de las nuevas articulaciones sectoriales (archivos y bibliotecas, superintendencias de Arqueología, Bellas Artes y Paisaje, museos) y formados a través de un itinerario común. En cualquier caso, el mecanismo de toma de decisiones articulado entre gestores y responsables de área necesita una mejor especificación de las competencias y responsabilidades técnicas, así como un adecuado reconocimiento -también económico- de la profesionalidad técnica que ostentan los responsables de área.
En cuanto al segundo aspecto, es decir, la pérdida de la gestión de los museos y áreas arqueológicas por parte de las superintendencias, remitiéndonos a otros artículos de esta revista para la discusión de la reforma de los museos de titularidad estatal, se señala que la administración de la protección sobre el territorio y la gestión de un museo son actividades indudablemente distintas, que requieren competencias diferentes e implican el ejercicio de actividades y atribuciones de distinta naturaleza. El vínculo entre las superintendencias y los institutos culturales del territorio (cuya titularidad está fragmentada entre el Estado, responsable de menos del 10% de las estructuras, las regiones, las colectividades locales y otros sujetos diversos) en la conservación y valorización del patrimonio local -tema particularmente sentido en el ámbito arqueológico- permanece históricamente consolidado y no se cuestiona.
Sin duda, la aplicación de un sistema correcto en su planteamiento -tanto que ya no se cuestiona por las medidas de reorganización posteriores- ha provocado graves problemas en el funcionamiento de las oficinas, porque la delicada operación de reasignación de oficinas, edificios, personal y recursos habría requerido un calendario distinto del impuesto. Es necesario intervenir sobre la realización homogénea y racional de la estructura concreta de las estructuras y de la integración entre los sectores, que en las realidades individuales se gestionó y resolvió con resultados muy diferentes, proporcionales a la oportunidad e intensidad de las indicaciones de los órganos superiores, a la capacidad de los responsables investidos de las tareas de dirección y coordinación y, en definitiva, al grado de implicación o resistencia por parte de los aparatos. Dado que, más allá de los modelos organizativos, son las personas las que definen la calidad de la administración, se impone una inversión valiente en recursos humanos, no sólo en términos cuantitativos (para revitalizar estructuras muy mermadas por la falta de rotación), sino sobre todo en referencia a las competencias y, más aún, al sentido de pertenencia y al empoderamiento de todos los niveles del aparato.
Esta contribución se publicó originalmente en el nº 21 de nuestra revista impresa Finestre sull’Arte sobre papel. Haga clic aquí para suscribirse.
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