No era difícil prever que el pabellón lituano se ganaría el aprecio casi unánime del público de la Bienal de Venecia, así como de muchos iniciados, aunque quizá no fuera tan obvio imaginar que la performance comisariada por Lucia Petroiusti y puesta en escena por los tres artistas Rugilė Barzdžiukaitė, Vaiva Grainytė y Lina Lapelytė sería considerada tan convincente como para merecer el León de Oro. Así pues, ahora es fácil imaginar que el público hará cola para abarrotar el almacén cercano al Arsenale donde los tres artistas lituanos han recreado un simulacro de playa lleno de figuras tomando el sol en sus toallas de playa, leyendo libros y hojeando revistas, haciendo castillos de arena, paseando perros, todo ello entonando arias de opereta en las que expresan sus preocupaciones, desde las más triviales (qué crema solar usar, cómo evitar que te moleste el perrito del vecino) hasta las más acuciantes y globales, sobre todo el cambio climático, verdadero protagonista de esta especie de belén viviente en un escenario veraniego (y la comparación, ojo, no pretende ser irónica). Los comentarios de los iniciados en el preestreno de la Bienal se centraron sobre todo en el componente emocional de Sun & Sea (Marina) (éste es el título de la performance, aunque tanto el sol como el mar faltan en la obra): no era raro cruzarse con colegas que encontraban emocionante, cautivador, extático el espectáculo ofrecido por Barzdžiukaitė, Grainytė y Lapelytė.
Y es innegable elatractivo de esta playa aparentemente despreocupada, de este colorido contexto vacacional reproducido por los artistas lituanos en un espacio de la Marina, de este trozo de humanidad que simboliza el fin del mundo tal y como lo imaginan sus autores, según los cuales son la apatía, la resignación y el individualismo de los seres humanos los que nos conducirán hacia una destrucción que no será causada por trastornos repentinos, sino simplemente por la constancia de nuestra pereza. Así pues, es fácil comprender, por un lado, las razones de la fascinación que esta obra ejerce en el público y, por otro, las motivaciones que llevaron al jurado internacional (también íntegramente femenino) a premiar el pabellón lituano: Sun & Sea (Marina ) trata un tema de máxima actualidad con extrema ligereza, se dirige al público con guiños de desenfado, utiliza el lenguaje del musical y, por tanto, se presenta en tonos totalmente familiares, que consiguen acercar al arte escénico incluso a las porciones más reacias del público.
El Pabellón de Lituania en la Bienal de Venecia 2019. Foto. Crédito Andrea Avezzù. Cortesía de La Biennale di Venezia |
El pabellón de Lituania. Ph. Créditos Andrea Avezzù. Cortesía de la Bienal de Venecia |
Si por lo tanto está claro por qué se premió el pabellón, es más difícil entender por qué se premió: evaluar la victoria de Lituania en la quincuagésimo octava Bienal de Venecia podría ser, por ejemplo, un buen ejercicio para cuestionar la extensión de los límites del arte de la performance y los elementos que lo separan del teatro. Al menos si se sigue a Marina Abramović cuando afirmó, en una entrevista con The Guardian en 2010, que para ser performer hay que odiar el teatro, ya que el teatro es ficción mientras que la performance es exactamente lo contrario: y el pabellón lituano aparece como el dominio de la ficción, es un gran tableau vivant que el público observa desde arriba sin ninguna implicación activa, de maneras no tan lejanas a las de ciertas formas de entretenimiento en la Inglaterra victoriana (y que, además, ni siquiera tenían grandes pretensiones artísticas).
Cabe preguntarse entonces cuánto hay de nuevo, de original, de experimental en Sun & Sea, que parece una versión azucarada, edulcorada, infantil, meliflua y educada de las actuaciones de Tino Sehgal o Tania Bruguera. Obras que, además de estar dotadas de una profundidad mucho mayor (el pabellón lituano se desmaterializa inexorablemente cuando se compara con obras de Tino Sehgal como This is so contemporary, que por otra parte se presentó en otra edición de la Bienal, o These Associations, o con una performance como Tatlin’s Whisper de Tania Bruguera, que a primera vista parecerían constituir los precedentes más inmediatos de la obra de Barzdžiukaitė, Grainytė y Lapelytė), y que sin duda resultaron más fuertes e incisivos que el pequeño teatro montado en el espacio cercano al Arsenale, estaban más estrechamente vinculados a ese elemento de presencia que muchos críticos han identificado como el fundamento del arte de la performance. Leone d’Oro, por tanto, a una experiencia que, para ser generosos, podría definirse como una reedición manida, perezosa y colorista de las situaciones construidas y del arte de conducta de los artistas antes mencionados. No solo eso: hay quien en Lituania, en las redes sociales, ha señalado la extrema similitud entre la obra de las tres mujeres artistas premiadas en la Bienal y una obra de 2013 de un fotógrafo también lituano, Tadao Cern: Titulada Comfort Zone, se trataba de una serie de fotografías que captaban, desde arriba, a desprevenidos bañistas en la playa, reinterpretada como un lugar en el que la humanidad vive en la más absoluta ausencia de preocupaciones (precisamente una zona de confort en la que nadie, una vez que se ha quitado la ropa, se preocupa por el juicio de los demás o, como mínimo, lleva una máscara que oculta defectos, vicios, imperfecciones).
Tino Sehgal, Estas asociaciones (2012) |
Tania Bruguera, Tatlin’s Whisper #5 (2008, la foto muestra la performance en la Tate Modern en 2016) |
Tadao Cern, Zona de confort (2013) |
Por último, cabe preguntarse si el León de Oro para Lituania en esta edición de la Bienal de Venecia podría verse como un intento de acortar la (innegable) distancia entre el arte contemporáneo y el gran público. Un intento que, en su caso, sería ciertamente torpe, por irrefutable que sea el hecho de que, para una cierta idea del arte particularmente extendida hoy en día (y según la cual el arte debe ser costumbrista y, en cierto modo, tranquilizador), válida tanto para el arte antiguo como para el contemporáneo, el pabellón lituano representaba, en este sentido, la obra más lograda de toda la Bienal (y, también desde este punto de vista, no parece haber mucha distancia entre Sol y Mar y, por ejemplo, la enésima exposición taquillera sobre Frida Kahlo o los impresionistas, o las visitas a museos convertidas en “paseos de belleza”, como decía Gramellini). Pero en este caso quizá haya otro aspecto sobre el que intentar reflexionar.
En uno de sus recientes ensayos sobre la representación de las diferencias en el arte contemporáneo (que el público italiano puede encontrar fácilmente en el libro Che cos’è dunque l’altro?, publicado este año), Marc Augé reiteraba, entre otras cosas, que el principal objetivo del arte, más que subvertir, es mostrar, y que para conseguir ver y mostrar “es necesario encontrar perspectivas, experimentar y desplazar los límites permitidos, dejar caer la observación en el tiempo y en el espacio”, añadiendo que, por ejemplo, en el campo del cine, las producciones más interesantes son las que suprimen las fronteras entre ficción y documental. En el caso de Sun & Sea, el problema no es tanto el hecho de que la obra se asemeje más a una abstracción pura (y poco incisiva) que a un contexto, ni tampoco la falta de experimentación con nuevas formas de ofrecer al público una representación de la realidad (no hay nada malo en que una obra no sea original, ni cabe esperar que la Bienal premie la originalidad a toda costa): el problema, si acaso, es que esta obra parece perseguir los lenguajes de otras formas de expresión creativa, en lugar de unirlos para producir un resultado elevado y coherente (como hizo brillantemente Laure Prouvost en el pabellón francés, por poner un ejemplo que se mantiene dentro de los límites de la Bienal de este año), y es ocioso recordar que, en el arte como en cualquier otro campo (empezando por la política), la persecución y la imitación no pueden hacer nada frente al original.
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