En diciembre de 2018, la explanada londinense de South Bank se transformó en una escena de descarnada belleza. Bloques de hielo, arrancados del corazón del Ártico, se materializaron entre los edificios y las luces de la ciudad gracias a la intervención artística de Olafur Eliasson, que quería concienciar sobre el dramático deshielo de los glaciares con su obra Ice Watch. El contraste era poderoso: los visitantes podían tocar una realidad de otro modo distante, sentir el frío cortante y observar el lento e inevitable deshielo. Sin embargo, más allá del impacto visual y conceptual, se perfilaba una pregunta más incómoda: ¿a qué coste medioambiental?
Transportar enormes bloques de hielo del Ártico a Londres no es una empresa sostenible. Los medios utilizados, los recursos empleados y la huella de carbono generada chocan con el mensaje ecológico de la propia obra. Esta tensión, entre el contenido del mensaje y los medios utilizados para transmitirlo, representa una contradicción cada vez más evidente en elarte contemporáneo que aborda cuestiones medioambientales. La obra de Eliasson es sólo un ejemplo que nos invita a reflexionar sobre el papel del arte ante la crisis climática: ¿es realmente posible concienciar sin contribuir en cierta medida al problema?
En la escena contemporánea, muchos artistas han abordado la cuestión de la sostenibilidad. Agnes Denes, pionera del arte medioambiental, creó en 1982 Wheatfield - A Confrontation, un campo de trigo en pleno Manhattan, rodeado de rascacielos. El proyecto fue un gesto poderoso: un acto de resistencia contra la urbanización desenfrenada, un recordatorio de la urgencia de restablecer el equilibrio entre naturaleza y cultura. Denes demostró cómo el arte puede convertirse en un terreno de diálogo, cuestionando nuestra relación con la tierra y la producción de recursos.
Pero mientras obras como la de Denes celebran la sostenibilidad, el propio sistema del arte suele ser cualquier cosa menos eso. Las grandes ferias internacionales como Art Basel o Frieze atraen a coleccionistas, galeristas y artistas de todo el mundo, pero ¿a qué precio? El transporte intercontinental de obras, la construcción de stands, el embalaje e incluso los viajes de los participantes suponen una importante huella ecológica. Y luego están los materiales: resinas, pinturas, metales y otros elementos que a menudo son difíciles de reciclar o eliminar. La propia noción de permanencia, tan apreciada por el mercado del arte, está reñida con los valores de transitoriedad y circularidad, fundamentales para un enfoque sostenible.
Esta contradicción no se limita a artistas famosos o grandes eventos: incluso en el contexto de galerías locales y proyectos independientes, el reto de la sostenibilidad se hace sentir. Las obras de arte suelen requerir recursos no sólo para su fabricación, sino también para su almacenamiento, protección y transporte. Un lienzo necesita ser montado, una instalación necesita energía y una escultura puede necesitar tratamientos específicos para resistir el desgaste del tiempo. Cada detalle, desde la elección de los materiales hasta la energía consumida en el estudio del artista, tiene un impacto medioambiental que no puede ignorarse.
El verdadero reto del arte contemporáneo parece ser éste: no sólo concienciar, sino demostrar coherencia con los valores que promueve. Si el arte quiere realmente abordar las cuestiones medioambientales, debe cuestionar sus propios modelos de producción. ¿Es posible imaginar un sistema artístico que reduzca su huella ecológica sin sacrificar el impacto emocional e intelectual de sus obras? Algunos artistas ya están intentando responder a esta pregunta. El dúo formado por Lucy y Jorge Orta, por ejemplo, crea obras que combinan activismo y prácticas sostenibles. Su serie OrtaWater explora la crisis mundial del agua, pero lo hace utilizando materiales reciclados y procesos de producción de bajo impacto. Del mismo modo, están surgiendo numerosas iniciativas para replantear la dinámica de las ferias y exposiciones: exposiciones virtuales, transporte por barco en lugar de por avión, o el uso de materiales locales y sostenibles para la construcción de los objetos expuestos.
Otro ejemplo significativo es el de las residencias artísticas centradas en la sostenibilidad . Éstas no sólo ofrecen a los artistas la oportunidad de trabajar en estrecho contacto con la zona, sino que también fomentan un enfoque que valora la producción local y la reducción de residuos. Estos modelos representan un intento de integrar el arte en el tejido de las comunidades en las que se desarrolla, minimizando al mismo tiempo el impacto medioambiental.
La crisis climática representa un parteaguas no sólo para la sociedad, sino también para el arte. No basta con que el arte hable de sostenibilidad: debe encarnarla. Esto significa no sólo crear obras que aborden cuestiones medioambientales, sino también redefinir el propio sistema que las produce y distribuye.
Quizá el arte contemporáneo podría inspirarse en la filosofía de “menos es más”. Podría adoptar la idea de que la eficacia de un mensaje no reside en la escala monumental de una obra o en su exhibición global, sino en su capacidad para transformar las perspectivas individuales y colectivas. En este sentido, incluso un gesto mínimo, una acción local, una elección consciente de materiales, una exposición de kilómetro cero, pueden tener un impacto profundo.
En definitiva, el arte siempre ha tenido el poder de anticipar el cambio social y cultural , y en el contexto de la crisis climática, este poder es más urgente que nunca. El arte no sólo está llamado a representar la crisis, sino a formar parte de la solución. ¿Será capaz de afrontar este reto sin traicionarse a sí mismo?
El diálogo está abierto y, como siempre, las respuestas vendrán de las obras, gestos y elecciones de quienes viven y crean el arte. Y mientras el debate continúa, surge una reflexión más amplia: el arte, con su capacidad de cuestionar y provocar, tal vez pueda enseñarnos a mirar más allá de la lógica del consumo y el despilfarro. Puede guiarnos hacia un enfoque más empático y consciente que no sólo reconozca los límites del planeta, sino que los asuma como parte esencial de nuestro futuro creativo.
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