A diferencia de los años sesenta y setenta, no hay muchos artistas italianos conocidos y reconocidos internacionalmente. No se trata sólo de un fenómeno en las artes visuales, sino también, por ejemplo, en el cine. De hecho, la cinematografía italiana de aquella época estaba considerada la segunda del planeta. Ahora sólo un pequeño grupo de directores goza de consideración internacional, mientras que el resto de la producción italiana no aprovecha ni siquiera la explosión de las plataformas de streaming. No se trata, pues, de un déficit del arte contemporáneo, sino de todo el sistema cultural nacional.
En la entrevista del informe BBS Lombard (marzo de 2022), Carolyn Christov-Bakargiev afirmaba: “Por desgracia, en Italia hay muchos comisarios localistas que no favorecen la internacionalización del arte italiano, porque apoyan un arte italiano caracterizado por un gusto muy conservador. Apoyan a artistas ’antiguos’. En cambio, el arte contemporáneo no es tradicionalista. Hay una contradicción en la raíz del problema. Una especie de nudo psicoanalítico que hay que resolver”. Es una afirmación valiente y verdadera, aunque impopular. En otras palabras, hay comisarios que apoyan el arte antiguo porque tienen una concepción “antigua” del arte, que desgraciadamente sigue siendo la hegemónica en nuestro país. Lo mismo ocurre en la industria cinematográfica, donde en muchos casos se siguen financiando proyectos que querrían inspirarse en temas de actualidad pero que ya son “viejos” incluso antes de ponerse en producción. Incluso antes de la financiación, el problema nacional es, por tanto, el de una “teoría” del arte inadecuada y, en muchos sentidos, todavía decimonónica: el arte como comentario e interpretación de la realidad ordinaria. Según esta perspectiva, una obra o película es “bella” si parece “real”, aunque luego suene retórica, repetitiva y aburrida. Es como si los epígonos marchitos del realismo francés hubieran cruzado los Alpes para fundar una colonia destinada a resistir el paso del tiempo. De este modo, se aniquila la creatividad visionaria, históricamente característica de muchos artistas italianos. Les invito a ver una comparación entre alumnos de distintas academias europeas, como hicimos en Catania, para comprobar cómo el tradicionalismo italiano salta inmediatamente a la vista. Cuando un joven artista austriaco afirma “traducir en obras los conceptos filosóficos contemporáneos”, muchos italianos se asombran, olvidando que eso es precisamente lo que hizo Rafael, entre otros, con la Escuela de Atenas.
Los mejores artistas italianos no han olvidado la lección. La cita de Louis-Ferdinand Céline puesta al pie de La Grande Bellezza (Oscar 2014) de Paolo Sorrentino reza: “el viaje que se nos propone es completamente imaginario. Esa es su fuerza”. No en vano, a los artistas italianos reconocidos internacionalmente les une una fortísima carga visionaria. Trabajan en un presente que se encuentra entre el pasado y el futuro y se nutre de ambos. No temen tratar temas importantes y difíciles, como la muerte, porque lo hacen sin retórica. Maurizio Cattelan ha representado repetidamente su propio funeral, así como el del Papa alcanzado por un meteorito, o el de animales disecados “boca abajo”, o incluso el de niños ahorcados. Los cenotafios de Lara Favretto hablan por sí solos, al igual que La imitación de Cristo que Roberto Cuoghi creó para aquel Pabellón de Italia de 2017, comisariado por Cecilia Alemani, que con razón se llamó El mundo mágico. Y se podría decir lo mismo de Paola Pivi, más que de Francesco Vezzoli y (por desgracia) de algunos otros.
De poco sirven, por tanto, los nuevos concursos y las nuevas oportunidades de apoyo al arte si las personas del sector están impregnadas del neorrealismo social antes mencionado: los fondos y las estructuras se utilizarán para perpetuar un arte provinciano y atrasado. El problema italiano es, pues, de mentalidad ante el vil dinero. El tradicionalismo al que se refiere Christov-Bakargiev no es el de abordar un pasado que siempre hay que tener presente, sino el de interpretarlo a través de la retórica del siglo XIX. La figura misma del “artista” imaginado en Italia no es la del investigador, sino la del genio instintivo, idealmente autodidacta, que crea con las tripas y no con la cabeza y todo eso. Por eso también se mortifica la investigación tanto en los centros de enseñanza como en las exposiciones. Los artistas, en cambio, necesitan enfrentarse a sí mismos, experimentar, incluso equivocarse al límite, sin tener la molestia de tener que desarrollar una producción que encaje en el “sistema” o en la visión limitada que se tiene de él. En esta línea, ni siquiera es cierto que falten coleccionistas en la Península, de hecho hay muchos, es sólo que en muchos, demasiados casos, tienen la pólvora seca desde una concepción idealizada y anacrónica del arte. Siguen atados a un producto, y además “anticuado”, y no se sienten a gusto en el ámbito de las ideas artísticas contemporáneas, en la planificación verdaderamente innovadora que puede desarrollar un artista.
Muchos comisarios, retomando las palabras de Christov-Bakargiev, se alinean con esta mentalidad, cuando ni siquiera son su fruto predilecto. En lugar de expandir la imaginación, se dedican a seguir los gustos del público, cambiando éxitos de ventas a menudo efímeros por el valor artístico intrínseco de los artistas. Sin embargo, deberían abordarse en primer lugar. Una mentalidad artística renovada podría conducir a una redefinición de los valores, quizá incluso al redescubrimiento de artistas “olvidados” o más bien ajenos a la mentalidad hegemónica del siglo XIX y, por tanto, excluidos o autoexcluidos del juego. En cualquier caso, una mentalidad diferente, más visionaria y contemporánea, sólo puede hacer bien al crecimiento de los jóvenes artistas italianos y a su afirmación incluso más allá de las fronteras nacionales (¡¿pero todavía existen?!).
Esta contribución se publicó originalmente en el nº 16 de nuestra revista impresa Finestre sull’Arte Magazine. Haga clic aquí para suscribirse.
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