La cuestión del cierre de sitios culturales a causa de Covid-19 es muy complicada. En primer lugar, hay razones “externas” al mundo de la cultura y que estremecen, pero que deberían empujar al ciudadano medio a hacer autocrítica: parece que la “filosofía” que ha dictado, en los dos últimos gobiernos, las medidas para contener el virus, no ha estado tan ligada a la peligrosidad real de la actividad, como a la indisciplina y falta de sentido cívico de los italianos. En resumen: Conte primero y Draghi ahora parecen querer limitar no tanto las actividades “peligrosas”, sino aquellas que podrían justificar comportamientos poco precavidos en los ciudadanos. Al fin y al cabo, la demostración está en el cierre de las tiendas de ropa (normalmente desiertas salvo durante las rebajas de fin de temporada) que permanecen cerradas, frente a los bares que pueden permanecer abiertos pero sólo con comida para llevar (así que todo el mundo fuera tomando café de pie sin mascarilla a cincuenta centímetros de distancia). Sobre la base de esta primera observación, los museos y teatros, a los ojos del gobierno, no deben ser necesariamente “peligrosos”, pero pueden constituir una justificación para los movimientos en el territorio que son en cambio peligrosos.
Otra consideración está relacionada con la afirmación de un conocido “intelectual y sociólogo” que decía que “con la cultura no se come”. Pero como las opiniones se pulverizan ante las matemáticas, sumando dos y dos, parece que Italia llora por la falta de turismo y cultura. De aquel cierto esnobismo que vomitaba improperios sobre el turismo de masas (pero que se regodeaba en él) sólo quedan algunos ecos apagados. Detrás de la polémica del cese de las actividades culturales, de hecho, el grueso de la “flacidez” no es tanto la supuesta necesidad de cultura como una necesidad real de trabajo: en ese mundo hay un ejército de asalariados que se mueren literalmente de hambre en la indiferencia relativa (cuando no total). Esto abre también el doloroso paréntesis del trabajo precario, no declarado, en negro, que envuelve al sector y que, inevitablemente, no gozará de ningún tipo de alivio... pero esa es otra historia.
Distanciamiento en el Teatro Duse de Bolonia (octubre de 2020) |
Otra consideración me lleva a reflexionar sobre quién quiere realmente reabrir los espacios culturales. Empecemos por las “empresas culturales”: muchas de ellas, sin el turismo de masas, entrarían en pérdidas. Con el cierre, entre fondos especiales de despido, cotizaciones y reducción de gastos, podrían limitar enormemente sus pérdidas y tener una esperanza real de supervivencia. Trabajar al 15% o al 20% de la facturación manteniendo el mismo nivel de servicios significaría la muerte matemática.
¿Y los empleados? ¿Se ha preguntado alguna vez cuántos trabajadores de los servicios culturales están dispuestos a trabajar y en qué condiciones? Pues bien, por experiencia propia, puedo decirle que los museos no sólo están a salvo, sino que han puesto en marcha protocolos extremadamente costosos ante la drástica reducción de ingresos. Existe una presión muy fuerte sobre los sindicatos debido al miedo (legítimo) a trabajar en los servicios públicos durante una pandemia.
Una última reflexión quisiera dedicar a las “comparaciones” entre realidades diferentes. Permítanme decir que esta última consideración surge, fundamentalmente, de la invitación (que quiero compartir) a dejar de producir odio hacia los ’otros’, especialmente en estos tiempos. También aquí el discurso puede ser muy amplio, pero limitaré mis reflexiones a un tema muy popular en las redes sociales: ¿por qué iglesias abiertas y cines cerrados? Empezaría diciendo que quizá la propia apertura de las iglesias podría servir para demostrar, datos en mano, que los cines, teatros, salas de conciertos, podrían permanecer abiertos. Por supuesto, la asistencia a las iglesias es mucho menor y es más fácil higienizar un banco de madera que una butaca de terciopelo (¡hasta el punto de que algunas asociaciones comerciales han dicho que nunca abrirían en estas condiciones!), pero quizá se pueda hacer algo. También creo en una discordia sustancial entre artistas y técnicos en el mundo de las artes escénicas y los empresarios (y, con la debida distinción, en el mundo paralelo de los museos y las bibliotecas): la necesidad de expresarse artísticamente, la necesidad de trabajar o la necesidad de llegar a fin de mes no pueden funcionar en las mismas condiciones.
Tiro la toalla: no tengo solución, ni idea de solución. Pero no veo grandes riesgos en los “lugares culturales” y creo que podemos y debemos volver a empezar: con un poco de valentía por parte de algunos, con un poco de atención por parte de otros, y con un alto sentido del deber cívico por parte de todos nosotros.
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