La noticia de la decisión de los Uffizi de reabrir el Corredor de Vasari con una entrada de 45 euros está generando un debate considerable, y no sólo entre los iniciados. Hay que decir que, desde hace años, las políticas de venta de entradas de los museos en Italia no son nuevas en este tipo de debates, incluso acalorados, en los que a menudo encontramos posturas polarizadas y enfrentadas, divididas entre quienes invocan los principios de libre acceso para nuestras instituciones (según el modelo británico) y quienes, en cambio, defienden una venta de entradas generalmente acorde con los parámetros europeos. Por tanto, que hay trabajo por hacer en la materia es un hecho notorio, sobre todo dada la actual falta de homogeneidad en la oferta de acceso que encontramos propuesta por nuestro Sistema Nacional de Museos, una extraordinaria perspectiva que, de realizarse más allá de las intenciones, podría homogeneizar también esta diversidad territorial y entre institutos, pero que aún está lejos de completarse.
Volviendo al museo florentino, la cuestión de las entradas debería leerse quizás desde algunas premisas diferentes: en primer lugar, hay que recordar que el debate ha eclipsado otro proyecto del museo toscano: los Uffizi Diffusi, a través de los cuales se ha abierto también en nuestro país una nueva idea de "movilidad cultural “, dirigida a difundir contenidos más allá del contenedor, ”contaminando“ otros lugares. Se trata de hacer más accesibles y utilizables, esos contenidos, potenciándolos por tanto, y me refiero en función de una ”valorización" de todos los valores que portan, no sólo económicos, precisamente por el hecho de hacerlos más accesibles, por tanto más manifiestos y conocidos, multiplicando su poder comunicativo y atractivo al diferenciar la oferta cultural (y en cascada también la oferta turística). Hablamos de un proyecto que pretende ofrecer un sinfín de nuevos vínculos narrativos y sacar el museo fuera del museo para reconstruir los hilos rotos de la participación ciudadana. En este sentido, el importante potencial positivo está ahí: un proyecto así combina la capacidad natural de “contar historias” de la producción cultural y la de “acoger” y “acompañar” de acuerdo con una movilidad de visitantes (y turistas) más sostenible. Y “quien” ha puesto en práctica este cambio de paradigma es el mismo museo al que hoy se acusa de elitista y discriminatorio en el tema del “Corredor”.
Entonces tal vez haya algo más, tal vez todo el asunto deba interpretarse desde otro punto de vista: a saber, que la mayor barrera de acceso en el sector cultural no es (sólo) el coste de la entrada, sino que era (y sigue siendo) ser percibido como “merecedor del tiempo” invertido en ello. Por lo tanto, al hablar de la nueva accesibilidad a los recintos culturales, conviene hacer un par de consideraciones previas: en primer lugar, los visitantes no son consumidores; en segundo lugar, todavía se tiende con demasiada frecuencia a simplificar la experiencia cultural según una ecuación lineal de “entrar, detenerse ante las obras, salir”. Una experiencia que se connota por el coste equivalente de una entrada. Un modelo interpretativo, éste, que no considera el “valor de atracción”, que es lo que realmente puede marcar la diferencia a la hora de elegir o no entrar en un museo o disfrutar de una experiencia cultural: la suma objetiva y subjetiva que surge del equilibrio entre el “tiempo” (interés) y el “coste” de esa experiencia y que se convierte en “valor de interés”. Una ecuación más compleja y polifacética.
Así pues, la cuestión ya no es sólo la entrada en sí, sea cara o no, sino la referencia a la accesibilidad del público que se encuentra aguas arriba de esa estrategia, dentro de la cual se inserta la entrada, y, por tanto, a la gestión de las relaciones con los distintos flujos de visitantes a los que se dirige esa política de admisión y a los que quiere favorecer: si se quiere tomar y valorar sólo el coste unitario de la entrada al “Corredor”, leyéndolo como un fin en sí mismo, como un mero instrumento de explotación turística, entonces pueden prevalecer con razón las posiciones que lo quieren excesivo (45 euros no es poco). Sin embargo, considerando el contexto general del instituto que promueve esta actividad (los Uffizi), y situándola en el marco adecuado de aplicación, orientado a favorecer políticas de fidelización estabilizadas en el tiempo, con descuentos, tarjetas y abonos, en lugar de incentivar la masificación turística puntual, es decir, con vistas a remodelar los programas de acceso y, en consecuencia, también la percepción del valor de nuestro patrimonio, bien podrían prevalecer las posiciones contrarias. Y es hacia esta segunda posición hacia la que, creo, mira el Director Schmidt con sus opciones.
En este sentido, los abonos y los precios integrados ya se utilizan ampliamente para incentivar un nuevo modelo de fruición: por ejemplo, en Brera las políticas de venta de entradas “atípicas” no son nuevas: hemos pasado de la entrada a la tarjeta, y del “visitante” al “socio”, y esto representa una transformación profunda (y profundamente acertada) del concepto del museo y su accesibilidad, una oportunidad para acercarlo a su comunidad, para ofrecerlo al corazón de la ciudad. Porque los visitantes “invitados” tienen una voz, por supuesto, pero los “miembros”, los que viven una relación cotidiana con el arte, pero también con los servicios (físicos y en línea) y con los espacios museísticos, sin limitarse a una sola visita, sino viviéndolos día a día, tienen otra, más consciente. Y es ahí donde debemos mirar hoy, y a intuiciones como esta de Brera, a través de las cuales podemos (debemos) repensar la idea de accesibilidad cultural y responsabilidad turística, para configurar un flujo de acceso y hacerlo inclusivo y sostenible, que asimile turistas a ciudadanos sin excluir ni a unos ni a otros, pero sobre todo que garantice la mayor libertad y participación posibles en la fruición. Porque la identidad de un museo (y su modelo económico) debe basarse en todo lo que hace para valorizar sus colecciones, no sólo en el número de visitantes como medida de su éxito.
O, como en el Museo de Arte Moderno de Weserburg, en Bremen (Alemania), donde experimentaron con la venta “flexible” de entradas según el modelo de pago por uso. El principio era sencillo: el museo alemán probó un sistema de acceso de pago por uso basado en franjas horarias de 10 minutos. Con un itinerario de visita, que en su totalidad se calculaba en unos 90 minutos, ofrecía tanto la posibilidad de pagar la entrada completa al museo (aplicada a partir del minuto 91) como una entrada fraccionada, aunque sólo fuera por 10 minutos, pagando 1/9 de la entrada completa por una visita corta de unos minutos, quizá para ver sólo una sala, o una obra, pero también sólo para ocupar una pausa de café en lugar de estar en el parque.
Esta idea puso al museo en situación de atender a un público con menos tiempo o interesado sólo en aspectos particulares de la experiencia museística, sin menoscabo de las necesidades de otros visitantes: considerando el esquema más fácil de usar que proporcionaba el control de precios, los visitantes se acercaron al museo con un enfoque más desenfadado y les gustó, lo que provocó un aumento de las visitas (que compensó la disminución del coste medio de la entrada pagada).
Un modelo de pago por uso, éste con la única “limitación” de depender de la concienciación y emancipación del cliente-público: en otras palabras, sólo funciona cuando el público ya tiene una relación muy personal con la institución (lo que en ciertos contextos podría incentivar un modelo de visita “de golpe y porrazo”). Pero, con la debida cautela, ¿por qué no probar también con las entradas “inversamente proporcionales” a la franja horaria? ¿Según el principio “cuanto más tiempo permanezco en el museo, menos pago”, actuando precisamente sobre la “percepción de valor” intrínseca de nuestras instituciones?
El esquema podría ser:
Mínimo: estancia de 1 minuto a 59 minutos, precio máximo cobrado a la salida.
Media: de 1h a 2h 59min, 2/3 del precio.
Máximo: 3 horas o más, 50% de descuento en el precio de la entrada.
Obviamente, las bandas y los costes dependerán del tipo de institución.
Volviendo a los Uffizi, hablando de accesibilidad innovadora y de nuevos atractivos, hay que ser prudentes y sobre todo tener en cuenta que la estrategia de precios de una organización responde ante todo a su estrategia de compromiso (y, por lo general, un mismo tamaño de acceso no sirve para todos). Por lo tanto, más allá de la bondad o no de la operación “Corredor” que aún está en ciernes, de la que todavía no conocemos los entresijos reales, no se puede ni se debe ceder a la seducción de los números, ni en un sentido ni en otro: el acceso facilitado con descuentos o gratuidades o, por el contrario, las entradas excesivamente caras, si se aplican sin una verdadera estrategia de acceso coherente, que tenga en cuenta el “valor esencial” personal inherente al disfrute de una experiencia cultural, marcan un punto de impacto en esa misma percepción, y en todo caso negativo, generador de modestos retornos, incluso económicos, y de perjuicios para el consumo cultural incluso a largo plazo (y con el que ya estamos lidiando hoy).
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