Vittorio Sereni estaba convencido de que la pasión por el deporte era una especie de gran alegoría de la vida. Y que la “alegría de la liga de fútbol”, como la llamaba él, ávido seguidor del Inter, encontraba su raíz en la superposición entre el temperamento del aficionado y la “figura” que el equipo adquiere ante sus ojos. Por analogía, “pero también por contraste”, decía Sereni, “o simplemente por complementariedad con la imagen que uno tiene de sí mismo”. Estas son todas las razones por las que nos iluminamos ante un acontecimiento deportivo. El jugador, el equipo se convierten en “una metáfora de tu existencia”. La suerte del favorito casi un “diagrama de tu destino”. Por eso el deporte es un fenómeno tan transversal. Por eso puede decirse, sin temor a aventurar conjeturas descabelladas, que el deporte, nos guste o no, marca nuestras existencias. Es así para muchos, quizás para casi todos. Cada uno de nosotros guarda, más o menos, un recuerdo ligado al deporte. Estoy convencido de que los de mi generación recuerdan bien dónde estaban, y con quién, cuando Fabio Grosso metió el balón a la izquierda de Fabien Barthez y dio a Italia la Copa del Mundo de 2006. O conservan algún vestigio de los domingos de verano en los que veían por televisión los duelos entre Schumacher y Häkkinen en los circuitos de Fórmula Uno. De los inviernos aún fríos en los que Hermann Maier se lanzaba a las pistas de esquí y devoraba los circuitos, dejando a sus adversarios que lucharan por el puesto de honor en el mejor de los casos.
Cada cual tiene su propio imaginario deportivo. Tiene sus propios recuerdos ligados a la hazaña de algún campeón. Tiene su propio panteón de nombres grandes o menos conocidos. El imaginario de Simone Tribuiani, pintor de Cesenatico que, desde hace algún tiempo, plasma con sus colores recuerdos de hazañas deportivas recientes o lejanas, está poblado de héroes del fútbol, del tenis y del baloncesto. En Bolonia, en la edición del 50 aniversario de Arte Fiera, en el stand de Studio d’Arte Raffaelli, la galería que junto con Cellar Contemporary le representa, me muestra algunos de sus últimos cuadros. Ahí está el Inter ganando la Copa de la UEFA de 1994. Ahí está la Juve con Roberto Baggio, flamante ganador del Balón de Oro, mostrando sonriente el trofeo que acaba de ganar antes de un partido contra el Foggia. Hay una serie de retratos de esquiadores en blanco y negro, reconozco a Ingemar Stenmark, el más grande de la historia. Hay algunos jugadores de baloncesto, que no consigo distinguir, al ser deportes con los que nunca he estado muy familiarizado: sólo leo el nombre de Los Ángeles Lakers en una camiseta. Y luego está Jannik Sinner. El nuevo apóstol del deporte italiano.
Tribuiani plasmó en sus tabletas algunos momentos de sus partidos más recientes. Un partido en Viena contra su compatriota Lorenzo Sonego. El choque con Novak Djokovic en Málaga en la semifinal de la Copa Davis, el último obstáculo antes de la victoriosa final contra Australia, con Italia devolviendo bajo los Alpes ese trofeo que faltaba desde hacía más de cuarenta años, desde los tiempos de Panatta, Bertolucci y Barazzutti. Y el desafío final con Daniil Medvedev en Melbourne, el primer Open de Australia ganado por un italiano. Tribuiani sintió que aquel partido estaba destinado a pasar a la historia. Y fijó los momentos más destacados en la pizarra. Una de las imágenes de la serie rebobina los instantes previos al punto del campeonato, como nos informa el título: el violento derechazo largo de Sinner, lanzado a más de 160 kilómetros por hora, al que Medvedev se queda parado, incapaz de oponerse en modo alguno. Cerca de allí, en el ATP de Melbourne que ganó Sinner, Tribuiani sugiere la imagen que quizás más que ninguna otra ha quedado grabada en la memoria de los italianos, un poco como la carrera de Tardelli o la de Grosso, como el abrazo entre Tamberi y Barshim en los Juegos Olímpicos de Tokio, como Pantani deteniéndose para ponerse la capa en el Galibier: la de Jannik Sinner tendido en el suelo, excitado, jadeante, con los brazos abiertos, destrozado por el cansancio, y con la superposición de Eurosport mirando el marcador final, 3-6 3-6 6-4 6-3. "Son como imágenes fijas, como capturas de pantalla", me dice Tribuiani, pronunciando cada sílaba con su marcado acento romañolo. Su pintura, cursiva, delicada, evocadora, de pincelada fina e incierta, recuerda a las miniaturas de Francis Alÿs: como el belga, Tribuiani también trabaja una especie de transfiguración de lo que ve, convirtiendo un fotograma de un acontecimiento deportivo en un sueño nebuloso, una imagen parpadeante, el fantasma de un partido. Colores tenues, multitudes indistintas, rostros sin connotaciones. “Pinto deporte”, continúa Tribuiani, “porque llevo conmigo las pasiones de mi infancia. Y lo asocio a mi vida cotidiana, también porque estas obras están realizadas sobre trozos de madera procedentes de desguaces de astilleros recuperados. Eran los juguetes de mi infancia. Y sigo reproponiéndolos de forma artística. En resumen, he combinado mis pasiones”. Precios muy razonables para llevarse a casa el recuerdo deportivo favorito, dado que las pasiones que Tribuiani cultivó de niño pueden coincidir fácilmente con las de gran parte del público: oscilan entre algo menos de 500 euros para los cuadros más pequeños hasta algo más de 1.000 para las obras más grandes, IVA incluido.
Por un lado están las personalidades que han marcado la historia del deporte. En una pared, por ejemplo, está el Nápoles ganador del Scudetto 2023. Están todos los partidos recientes de Jannik Sinner, los más épicos, porque uno no puede sino convenir en que el pelirrojo del Tirol del Sur, a pesar de sus veintidós años, ya ha escrito páginas fundamentales de su deporte. Y por otro lado, están los deportistas que han dejado algo en Tribuiani: “Creo que he hecho todos los deportes, aunque... era un perdedor en todas partes. He jugado al tenis, al fútbol, al baloncesto, incluso al béisbol. Ahora ha vuelto mi pasión por el ciclismo, que ya tenía de niño: por cierto, hace poco me enteré de que cuando yo iba en bici en los juniors de mi zona, Marco Pantani corría, aunque entre los chicos un poco mayores’. En sus cuadros aparecen los campeones de cuando él era niño o muchacho, por ejemplo Paolo Maldini junto a su padre Cesare, el tío Bergomi en el Mundial de España de 1982, un retrato de Zico que ”es como una estampita contemporánea“, observa el artista. Después de todo, Pierre de Coubertin ya había dicho que el deporte es ”una religión con su propia Iglesia, sus propios dogmas y culto, pero sobre todo con su propio sentimiento religioso“. Para entrar en más detalles estaría Pasolini: ”El fútbol es la última representación sagrada de nuestro tiempo. Es ritual en el fondo, aunque sea evasión. Mientras que otras representaciones sagradas, incluso la masa, están en declive, el fútbol es la única que queda. El fútbol es el espectáculo que ha sustituido al teatro. El cine no podría sustituirlo, el fútbol sí, porque el teatro es una relación entre un público de carne y hueso y unos personajes de carne y hueso que actúan en escena. Mientras que el cine es una relación entre un público de carne y hueso y una pantalla, sombras. Mientras que el fútbol es de nuevo un espectáculo en el que un mundo real, de carne y hueso, el de las gradas del estadio, se mide con protagonistas reales, los atletas sobre el terreno de juego, que se mueven y se comportan según un ritual preciso. Por eso considero que el fútbol es el único gran ritual que nos queda".
A veces, este sentido religioso invade lo sagrado y lo profano al mismo tiempo: por ejemplo, me señala Tribuiani, el año pasado el Nápoles ganó el Scudetto en Semana Santa, y no lo conseguía desde hacía unos treinta años. La imagen que busco -dice el artista- tiene que transmitirme algo. Algunos jugadores están casi revestidos de un aura religiosa. Otros, en cambio, tienen rostros que hablan de su tierra". Me señala un retrato de René Higuita, portero funambulista colombiano de los años 90, otra leyenda de mi generación. Una búsqueda del ’momento y el personaje que mueve mi interés y, yo diría, el común, porque todos son personajes que han dejado huella’.
Y al igual que en la Antigüedad la devoción privada se profesaba ante pequeños paneles o pequeños polípticos que los pintores pintaban para los momentos de recogimiento doméstico, hoy Tribuiani ofrece a los fieles deportivos sus imágenes sagradas. Se dirá, sin embargo, que hoy en día existen fotografías y carteles para ofrecer a los aficionados un apoyo visual a su pasión: ¿de qué servirá nunca un pintor para reproducir la alineación del Inter de 1994 o el momento en que Jannik Sinner triunfó en el Open de Australia? ¿De qué va a servir un pintor cuando basta con abrir cualquier página web, cualquier perfil de Instagram, para ver, reproducida cientos de miles de veces, la misma imagen del tenista de San Cándido tumbado sobre la superficie sintética de la Rod Laver Arena? Uno podría contentarse con una respuesta cómoda, recordando que una fotografía o un póster nos retrotraen a una dimensión infantil, a los dormitorios donde colgábamos fotos de nuestros campeones favoritos, y un cuadro da una sensación de autoridad más acusada. O, de forma más mordaz, se podría decir que la pintura es cosa de nostálgicos, de gente que aún no se ha dado cuenta de que hace tiempo que hemos traspasado las fronteras del tercer milenio y que, por tanto, un trozo de madera pintado es, en el mejor de los casos, un bello objeto vintage con un encanto diferente al de una fotografía. En realidad, el asunto es más serio.
Se podría contestar, por ejemplo, con la misma respuesta que daría Francis Alÿs, ya que le hemos mencionado: una imagen pintada consigue transmitir la complejidad del mundo mucho mejor de lo que lo hace un post en Instagram. También es cierto para el deporte: la fotografía es la captura de un momento, es la detención de un instante preciso de un juego atrapado en medio de su desarrollo. La fotografía es presencia. La pintura es, si se quiere, su contrario: es la reelaboración, más o menos consciente, de ese acontecimiento. La pintura es ausencia. O mejor dicho: es ausencia que, sin embargo, sugiere la visión de un lugar, de un momento. Sirve para construir o reconstruir mundos, es un impulso eléctrico que despierta nuestra imaginación. Esto lo sabían muy bien los pintores que pintaban imágenes devotas en el siglo XVI, teniendo en cuenta la enseñanza de los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola: “la composición consistirá en ver con la vista de la imaginación el lugar material donde está la cosa que quiero contemplar”. La imagen pintada suscita una visión. Y la imagen pintada por Tribuiani, velada por la bruma de la distancia temporal, suscita la visión de una hazaña deportiva, que puede haber formado parte de nuestras vidas: los jugadores en el campo no son reconocibles, las líneas del terreno de juego son borrosas, las letras de las retransmisiones televisivas apenas se distinguen, los números de los marcadores son difíciles de leer, porque cuanto mayor es la distancia del acontecimiento, más difícil es recordarlo. Las imágenes de Tribuiani son reminiscencias pintadas, se nos aparecen de la misma forma que aparecen los recuerdos en nuestra mente. Imágenes vagas, brumosas, confusas como el humo, pero tan presentes, tan vivas, tan capaces de encender sensaciones dormidas, cubiertas por la bruma de los años. El aficionado menos exagerado del Inter no recordará de memoria la alineación del equipo que ganó la Copa de la UEFA, apenas recordará los nombres de Zenga, Bergkamp y algunos más. El aficionado del Juventus no recordará todos los nombres de los compañeros de equipo de Roberto Baggio. El aficionado al esquí no recordará quién quedó por detrás de Ingemar Stenmark en los Juegos Olímpicos de Lake Placid. Hoy en día, casi todo el mundo puede repetir de memoria el resultado del partido entre Sinner y Medvedev. Pero dentro de unos años, casi todos nosotros olvidaremos, quizás incluso olvidemos el nombre del oponente de Sinner. Recordaremos, sin embargo, cómo toda Italia, durante unos días, quedó maravillada ante aquel chico flaco y pelirrojo que escribió un nuevo capítulo en la historia del tenis. Y recordaremos dónde estábamos en ese momento, con quién lo compartíamos, qué estábamos haciendo. Recordar, sin embargo, no es necesariamente sinónimo de nostalgia. El recuerdo es un momento de suspensión de la realidad en el que entra el infinito. O en el que, a lo sumo, se produce una emoción. Y es en este terreno donde las imágenes deportivas de Tribuiani abren su destello.
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