Sabemos muy poco de Girolamo Mirola, y una de las pocas certezas sobre él es su gran proximidad a ese gran pintor que fue una especie de alter ego suyo, el parmesano Jacopo Zanguidi, conocido como Bertoja: En la historiografía artística reciente ha existido, y en parte sigue existiendo, un verdadero “problema Mirola-Bertoja”, como lo definió Augusta Ghidiglia Quintavalle, poniendo de relieve la cuestión de la naturaleza de la relación entre ambos, que también trabajaron juntos en Parma y sus alrededores. Un reciente trabajo crítico, que se ha nutrido de los estudios de personalidades como Maria Cristina Chiusa, Dominique Cordellier, Diane De Grazia, David Ekserdjian, Augusta Ghidiglia Quintavalle, Vittoria Romani, Pierre Rosenberg y otros, y que culminó en la fina exposición de primavera del culminó en la fina exposición de primavera de 2019 en el Labirinto della Masone de Fontanellato, buscaba distinguir entre sus personalidades para deshacer el nudo que a menudo ha llevado a los historiadores del arte a clasificar las obras atribuibles a su manera en una fórmula genérica “Bertoja-Mirola”.
Dos artistas afectados por una cierta desgracia crítica, mencionados a lo sumo como epígonos de Parmigianino, y sin embargo artistas con identidades distintas, autores de obras valiosísimas, protagonistas de una temporada, capaces de hablar un lenguaje internacional, florecientes en una época marcada por intercambios prolíficos, cambiantes y numerosos entre el norte y el centro de Italia y entre Italia y el resto del mundo.Italia y entre Italia y Francia, especialmente tras la llamada de Primaticcio a Fontainebleau en 1532, acontecimiento que atrajo a París a multitud de artistas boloñeses, capaces de hacer circular ideas con dibujos y grabados o de regresar a Italia fortalecidos en nuevas experiencias y capaces así de contribuir a la difusión, principalmente en Emilia y Roma, del gusto bellifontain. Tanto Bertoja como Mirola estaban fascinados por la elegancia anticlásica y coruscante de Parmigianino, así como por la pintura algida y de cuento de Niccolò dell’Abate, y ambos trabajaban en una Bolonia influida por las sugerencias introducidas por los émiliens de Fontainebleau: Bertoja, por ejemplo, había colaborado con Prospero Fontana en la capilla Pepoli de San Domenico. Mirola, por su parte, trabajó junto a un artista que, a diferencia de Fontana, nunca había estado en Francia, es decir, Pellegrino Tibaldi, pero que había estado activo en las obras romanas en la época en que el cardenal Giovanni Ricci di Montepulciano recaló en su residencia, elactual Palazzo Ricci-Sacchetti, artistas como Marc Duval y Ponce Jacquiot, y otro prelado, Girolamo Capodiferro, hizo venir de Francia un equipo de yeseros para decorar su residencia romana (el actual Palazzo Spada, hoy sede del Consejo de Estado) con el fin de realizar lo que Federico Zeri llamaría más tarde el “Fontainebleau a tamaño reducido”.
Las historias de Bertoja y Mirola son, en definitiva, bastante similares. “Los difusos límites entre el repertorio de ambos maestros”, escribió Maria Cristina Chiusa, “han acrecentado un aura de misterio en torno a la pareja”, y las “inciertas oscilaciones atribucionales de uno a otro, como en una novela policíaca sin resolver, debido a la complejidad de los temas culturales y estilísticos implicados, no han encontrado hasta la fecha una solución exhaustiva”. Ante tales incertidumbres, no es de extrañar que la obra maestra de Girolamo Mirola, el Rapto de las Sabinas de los Museos Cívicos de Bolonia, haya sido atribuida en el pasado a Bertoja. Es normal, en un contexto de similitudes tan fuertes y de sustancial desinterés por las vicisitudes de los dos artistas emilianenses, ignorados incluso por sus contemporáneos: sus menciones en la literatura del siglo XVI se pueden contar con los dedos de una mano (por no hablar de Vasari, que en sus Vidas sólo hablaba de Mirola: “hay hoy en Parma, cerca del duque Ottavio Farnesio, un pintor llamado Miruolo, creo que de la nación de Romaña, el cual, además de algunas obras hechas en Roma, ha pintado muchas historias al fresco en un palacete que el dicho duque mandó hacer en el castillo de Parma”). El olvido comenzó precisamente tras la muerte de Ottavio Farnese, segundo duque de Parma y Piacenza, el mayor mecenas de Bertoja y Mirola, a quienes empleó juntos en esa maravillosa obra que es el Palazzo del Giardino de Parma. Y hoy los dos artistas están también poco representados en los museos, pero ese poco está entre los productos más altos y admirables de todo el siglo XVI en Emilia.
Girolamo Mirola, El rapto de las Sabinas (óleo sobre lienzo, 153,5 x 210 cm; Bolonia, Musei Civici d’Arte Antica, Collezioni Comunali d’Arte, inv. 1245) |
El Rapto de las Sabinas de Girolamo Mirola data de la época en que ambos estaban comprometidos en la corte de Octavio. Aquí, el artista resuelve el tema con una composición que se desarrolla de manera agitada en un espacio arremolinado, con una progresión que casi se asemeja a la de un vórtice. Los protagonistas son los romanos que luchan por abalanzarse sobre las sabinas: en primer plano, el último momento de la historia, con las desdichadas mujeres intentando con sus hijos ya nacidos implorar a los caballeros que detengan las hostilidades. Al fondo, la violencia llega a su clímax, con los soldados romanos ya agarrando, agarrando, arrastrando, tirando, tirando al suelo y llevándose a sus presas casi hasta la playa en la distancia, a veces enarbolándolas como trofeos, en un furioso enfrentamiento que ni siquiera perdona a los caballos, atrapados como están en morderse unos a otros, brutal e inquietante. Al fondo, otro momento de la historia, el de la matanza de Tarpea con los romanos abalanzándose sobre ella con sus escudos, y luego ruinas antiguas, una ciudad que domina el mar, las llamas de un incendio ardiendo a lo lejos.
En esta lucha de todos contra todos, perdura el recuerdo de los tormentos romanos de Miguel Ángel, pero esta especie de fina ferocidad, estetizada con acentos melodiosos y antinaturales, se refleja también en las decoraciones del palacio de Ottavio Farnesio. No percibimos, pues, la brutalidad de una contienda brutal y animal: la de Mirola adquiere, más bien, las connotaciones de una enmarañada fantasía creada por el genio de un pintor culto, elegante y excéntrico, interesado en sublimar el episodio más que en relatarlo. No sin algunos acentos grotescos: obsérvese la expresividad de ciertos personajes. También las obras de Jacopo Zanguidi se mueven ciertamente al ritmo de la danza, pero Mirola se distingue por una materia más dilatada, por cuerpos que tienden a ser más grandes y por una cierta tendencia a la estereometría: “cubismo programático”, había dicho Ferdinando Bologna refiriéndose a la manera en que Mirola casi inscribía sus cuerpos dentro de sólidos.
Precisamente con motivo de la exposición Fontanellato, Maria Cristina Chiusa, al tiempo que recuerda cómo el cuadro ha llevado en el pasado a los estudiosos a adoptar las más diversas posturas sobre su autoría (entre los que lo han atribuido a Bertoja, los que a Mirola, y los que lo han considerado obra de ambas manos), ha captado las características de fluidez y refinamiento que dictan su ritmo: en esta lucha que se asemeja más a una danza, “las figuras dinámicas, con sus poses inclinadas, a veces inverosímiles, recuerdan los rasgos y las actitudes de los protagonistas que conocemos del universo de Mirola, muchos de los cuales están presentes en las salas del Giardino de Parma”. A favor de una atribución a Mirola están también los dibujos, aunque, recordó David Ekserdjian, sólo existen tres hojas indudablemente preparatorias de sus obras: el estudioso inglés emparejó el Rapto de las Sabinas con una hoja del Art Institute de Chicago, también en la exposición del Laberinto, reconociendo sin embargo que “el estilo de Mirola es muy difícil de reconocer con absoluta certeza sin el apoyo de alguna similitud específica”. Vittoria Romani, por su parte, constató que el dibujo de un Rapto de las Sabinas conservado en Upsala y hasta 2016 entregado a Battista Franco resultó ser una hoja preparatoria del cuadro boloñés.
Bertoja y Mirola murieron jóvenes, trabajando sobre todo en talleres privados, abanderados de una cultura figurativa que en aquellos años, en la segunda mitad del siglo XVI, estaba ya en su ocaso, y expresaron un arte en el que se percibía (“hasta la emoción”, escribió Claudio Strinati) que su mundo se desmoronaba y que su cultura estaba a punto de convertirse en historia. Se marcharon demasiado pronto para darse cuenta de ello. Y quizá sea también por estas razones por lo que sus obras resultan tan fascinantes.
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