En el Manifiesto surrealista de 1924, André Breton, fundador del surrealismo, resumió la práctica formal del movimiento en un capítulo con un título muy indicativo: Secrets de l’art magique surréaliste, o “Secretos del arte mágico surrealista”. Breton, poeta y crítico de arte, estableció unas directrices para los escritores surrealistas, pero el discurso también puede extenderse a las artes plásticas: “Hágase traer algo para escribir, después de haberse instalado en un lugar lo más favorable posible a la concentración de su mente sobre sí misma. Ponte en el estado más pasivo o receptivo que puedas. Ignora tu genio, tu talento y el de los demás. Dígase a sí mismo que la literatura es uno de los caminos más tristes hacia cualquier cosa. Escribe rápido, sin un argumento preconcebido, lo suficientemente rápido como para no detenerte y no caer en la tentación de releer. La primera frase vendrá sola, porque es cierto que cada segundo hay una frase ajena pidiendo ser exteriorizada [...] Continúe cuanto quiera. Confíe en el carácter inagotable del murmullo”. Breton definió el surrealismo como un “automatismo psíquico puro” a través del cual “se propone expresar, ya sea verbalmente, por escrito o por otros medios, el funcionamiento real del pensamiento. Dictado por el pensamiento, en ausencia de todo control ejercido por la razón, al margen de toda preocupación estética o moral”. Se puede entender, por tanto, por qué para Breton el surrealismo (y en particular la práctica surrealista) tenía un carácter mágico, y la presencia de la magia y laalquimia, además de estar presentes con frecuencia en el arte de los surrealistas, tenían una importancia decisiva para el propio concepto de “surrealismo”: por un lado, la magia contribuía a dar forma a las ideas que estaban en la base del movimiento, y por otro constituía un repertorio fundamental y también dirigía ciertos desarrollos del surrealismo.
El tema de la relación entre surrealismo y magia se abordó ampliamente por primera vez en Europa en la exposición Surrealismo y magia. Enchanted Modernity (Venecia, Peggy Guggenheim Collection, del 9 de abril al 26 de septiembre de 2022), comisariada por Gražina Subelytė, y organizada en colaboración con el Museo Barberini de Potsdam (sede de la segunda fase de la exposición, del 22 de octubre de 2022 al 29 de enero de 2023). El nacimiento del Surrealismo, como se ha anticipado, se formaliza con el primer manifiesto de 1924: en aquella época, la ciudad de París, lugar de nacimiento del Surrealismo, experimentaba (y esto al menos desde finales del siglo XIX) un fuerte interés porel esoterismo y elocultismo (el momento histórico fue efectivamente documentado en 2018 por la exposición Arte y Magia celebrada en Rovigo) en respuesta al desarrollo de la industrialización, el positivismo y el dominio de la tecnología. Fue, en cierto modo, un legado enraizado en el Romanticismo y en lo que Francesco Parisi ha llamado el “mito de la protesta contra el orden social y el poder racionalista-industrial”. El esoterismo como contracultura, pues: y los surrealistas son identificados por Subelytė como los últimos herederos de esta corriente “que propone”, escribe el académico, “una crítica del materialismo estéril de la modernidad racionalizadora sin recurrir a la religión institucionalizada”.
Para hacerse una idea de cómo se veía a sí misma una parte del movimiento surrealista, puede ser interesante fijarse en una famosa obra del pintor rumano Victor Brauner (Piatra Neamț, 1903 - París, 1966), a pesar de que fue realizada más de veinte años después del manifiesto de Breton y cuando el movimiento había empezado a perder fuelle: se trata de El surrealista de la Peggy Guggenheim Collection, en la que el artista se presenta como un mago, un alquimista capaz de dominar los cuatro elementos, según una imaginería que Brauner extrajo de las cartas del tarot y, en particular, de la figura del malabarista, que se convirtió en símbolo de la creatividad surrealista. La magia interesa a los surrealistas porque éstos se alejan del pensamiento racional y la magia ofrece, por tanto, una especie de método, una forma de comprender y transformar la realidad sin recurrir a la razón.
Hay otras razones que avalan el interés del movimiento surrealista por la magia. El surrealismo, escribe Daniel Zamani, creía en las “posibilidades de un cambio total en la conciencia individual y colectiva y, por extensión, en la sociedad” tras la tragedia de la Primera Guerra Mundial. Para llevar a cabo este cambio, subrayaba Breton, sería necesaria una revolución de la mentalidad, pasando por lo imaginativo y lo irracional. En este sentido, prosigue Zamani, “la exploración de la magia y el ocultismo por parte de los surrealistas es un corolario de su ambición de reconfigurar la sociedad occidental, así como un ingrediente fundamental de su esperada nueva utopía”. Para los surrealistas, por tanto, el interés por la magia, lo oculto y el esoterismo no tiene nada que ver con cuestiones sobrenaturales, sino que está fuertemente anclado en la realidad y en el deseo de cambiarla. Liberar la realidad de las trabas impuestas por la razón: se podría decir que éste es el primer punto del programa surrealista.
Hay muchas referencias a las prácticas del ocultismo y la magia en los textos y declaraciones programáticas de los surrealistas. Entre las páginas de Breton se encuentran muchas de ellas, empezando por las del alquimista francés del siglo XIV Nicolas Flamel, vinculadas a la búsqueda de la piedra filosofal (“las búsquedas de los alquimistas para producir oro”, señala Zamani, son “ante todo una metáfora de purificación física” y ofrecen “un paralelismo simbólico con el deseo de los surrealistas de sondear las profundidades más recónditas de la imaginación humana”), para mencionar después a Paracelso, la Cábala, Albertus Magnus, Éliphas Lévi, Cornelius Agrippa y muchos otros. Cabe señalar que, en los años treinta, Breton frecuentaba a menudo al artista suizo Kurt Seligmann (Basilea, 1900 - Middletown, 1962), a quien la exposición de la Peggy Guggenheim Collection ha dedicado una sección entera: Coleccionista de textos herméticos que se unió al movimiento surrealista en 1934, Seligmann desempeñó un papel importante “en el fomento del vínculo entre las actividades del grupo surrealista y el ocultismo, especialmente durante el periodo de exilio en la década de 1940, cuando la magia y el mito se convirtieron en dos de los intereses más acuciantes del movimiento”, escribe Subelytė.
Las ideas de Seligmann son fundamentales para comprender cómo el Surrealismo contemplaba la magia, especialmente en los años anteriores y posteriores a la Segunda Guerra Mundial: para el artista suizo, la magia era una fuerza capaz de emancipar a los seres humanos como alternativa a la razón, que no había logrado evitar los trágicos trastornos de las guerras mundiales. Así, varios de sus cuadros se inspiraron en la literatura ocultista y los temas esotéricos: ejemplos de ello son obras como La hechicera, de 1950, o Melusina y las grandes transparencias, de 1943, o El diablo y el loco, de 1940-1943. Si la referencia a las cartas del tarot es particularmente evidente en esta última obra (puede verse como una alegoría del choque entre la realidad sombría de aquellos años, simbolizada por el diablo, y la inconsciencia, la irracionalidad y el espíritu de aventura encarnados en cambio por el loco: “para adquirir sabiduría y experiencia, el loco, y por extensión el hombre, debe emprender su propio viaje espiritual por la vida”, explica Subelytė quien añade que en las obras de Seligmann “la iconografía aparentemente fantástica implica un profundo mensaje moral y político”), Melusina y las grandes transparencias se inspira en cambio en el mito del hada Melusina, particularmente apreciado por los surrealistas (la protagonista de Nadja de Breton sentía una fuerte afinidad con Melusina), y alude aquí a la importancia del poder femenino de regeneración. Las “grandes transparencias”, por su parte, son seres sobrenaturales imaginados por los propios surrealistas (el primero en hablar de ellos fue Breton en 1942), invisibles, capaces de influir en el pensamiento y la vida de los humanos.
También ocupa un lugar central en el arte de muchos surrealistas laalquimia, el conjunto de prácticas de origen medieval que pretendían transformar la materia (Brauner, en 1940, llegó a dedicar uno de sus cuadros a la piedra filosofal, el objeto que los arquimistas creían que podía transformar los metales comunes en oro). Las referencias aparecen ya en el Segundo Manifiesto del Surrealismo, donde Breton escribió que “las investigaciones surrealistas presentan, en cuanto a su objetivo, una notable analogía con las investigaciones alquímicas”: la alquimia, para los surrealistas, es también un símbolo de regeneración que indica, escribe Will Atkin, “el cambio y la trascendencia psíquicos, no materiales”. A los surrealistas "les fascina no sólo la correlación de la alquimia con la metamorfosis y la renovación, sino también sus implicaciones eróticas y de género, en particular la descripción metafórica de la fusión elemental que origina la piedra filosofal como la unión sexual/androgínica del hombre y la mujer, el rey y la reina, el sol y la luna. La multiforme unión alquímica que se encuentra en muchos textos literarios herméticos y en las ilustraciones que los acompañan hace que estas metáforas resulten aún más atractivas para el imaginario colectivo de los surrealistas. Entre los surrealistas más fascinados por la imaginería alquímica se encuentra Max Ernst (Brühl, 1891 - París, 1976), que puso de manifiesto esta propensión con El vestido de la novia, una metáfora de la “preparación de reactivos para una boda química”, explica Atkin: “el matrimonio del novio y la novia se sugiere a través de la unión de la túnica roja del rey y el cuerpo femenino desnudo de la reina blanca”. La boda alquímica, o boda química, es un símbolo de unión y transformación, ya que la unión del Rey y la Reina alquímicos, que representan opuestos y se convierten en protagonistas de varias obras surrealistas (El Rey juega con la Reina de Max Ernst, Los Amantes de Victor Brauner, La Boda de Wifredo Lam) es una alegoría de la metamorfosis, de la transformación.
Habla de la fusión, en este caso entre el ser humano y las plantas, en un cuadro de André Masson (Balagny-sur-Thérain, 1896 - París, 1987) titulado Goethe y la metamorfosis de las plantas, alusión al tema teorizado por Goethe en su ensayo de 1790 titulado, precisamente, Metamorfosis de las plantas, en el que planteaba la hipótesis de diferentes estadios evolutivos de las plantas, todas nacidas de una única planta original, la Urpflanze. En el cuadro de Masson, es el propio Goethe quien se transforma en planta: el teórico logra así una superposición total con el objeto de su estudio. Ni siquiera Salvador Dalí (Figueres, 1904 - 1989) permaneció insensible a la fascinación de los temas alquímicos: una obra temprana como Osificación matinal del ciprés, de hacia 1934, es prueba de ello, obra que postula la transformación del ciprés en piedra, mientras que el caballo que emerge del ciprés podría adquirir un carácter alusivo suplementario (el caballo como símbolo de la fuerza que se libera de las cadenas de la materia). Más difícil de entender, sin embargo, es el significado de las pipas que aparecen junto al caballo.
Otra figura fuertemente fascinada por la alquimia fue Leonora Carrington (Clayton Green, 1917 - Ciudad de México, 2011), autora de un Retrato de Max Ernst en el que su compañero aparece representado, escribe Victoria Ferentinou, “bajo la apariencia de un ermitaño/alquimista cubierto de plumas y sosteniendo una linterna en forma de huevo, en la que se guarda un caballo blanco en miniatura, símbolo de la diosa celta Epona, que Carrington utiliza a menudo como una especie de alter ego artístico”. En muchas otras obras, el huevo está en el centro de rituales mágicos de transformación supervisados por entidades femeninas supremas o en los procesos alquímicos/paganos de la boda sagrada entre el principio masculino y el femenino, ambientados en interiores impregnados de una atmósfera sagrada". Aún más explícitas son las referencias en Il negromante (El nigromante), obra en la que todo está destinado a simbolizar la unión de los opuestos (la figura del propio artista-mago está vestida de blanco y negro), en un decorado que se asemeja mucho al taller de un alquimista.
La pasión de Breton por la magia se prolongaría durante mucho tiempo: la culminación, en efecto, llegaría en 1957 con la publicación del libro L’art magique, que sigue siendo quizá aquel en el que la relación entre arte y magia se desarrolla de manera más exhaustiva. La idea, más de treinta años después de la formulación del primer manifiesto surrealista, no había cambiado: la magia, el esoterismo y el ocultismo hacen de la imaginación un terreno fértil para la creatividad de los artistas, sustrayéndola al dominio de la razón. Para Breton, la magia es fundamental: es la expresión de una voluntad fuerte, rechaza la resignación y la sumisión, implica “protesta, si no revuelta, así como orgullo”. Y es precisamente por este importante valor por lo que la relación entre magia y surrealismo ha sido objeto de profundas investigaciones por parte de diversos estudiosos, empezando por Michel Carrouges que abordó el tema, incluso cuando los surrealistas aún estaban en pleno apogeo, con su estudio de 1950 André Breton et les données fondamentales du surréalisme, y culminando en 2014-2015 con la exposición Surrealismo y magia, la primera sobre el tema, celebrada en el Museo Herbert F. Johnson de la Universidad de Cornell y posteriormente en el Museo de Arte de Boca Ratón.
Para concluir, es interesante subrayar el especial protagonismo que tiene en L’art magique de Breton la imagen delAutorretrato de Leonora Carrington, hoy en el Metropolitan Museum de Nueva York. La artista inglesa había contribuido al libro de Breton respondiendo a un cuestionario sobre el valor de la magia en el mundo, enviado a unas setenta personas más, entre artistas, poetas, historiadores del arte, etnólogos y antropólogos (la historia, en el catálogo de la exposición Surrealismo y magia, es reconstruida por Susan Aberth): Leonora Carrington respondió afirmando que su intención era incitar al hombre contemporáneo a “precipitarse hacia la confusión primordial donde el león dorado mira con sus ojos redondos, en las profundidades del loto, al unicornio de grupa lechosa, bañado en las lágrimas reparadoras de la luna nueva”, con el objetivo de llegar a un “Retorno a la fuente de las cosas”, porque “sólo en el extraño océano de la magia puede el ser encontrar la salvación para sí mismo y para su planeta enfermo”.
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