Hablando de obras de arte, cabe preguntarse si es válida la trillada pregunta: "Si un árbol cae en el bosque y nadie lo oye, ¿ha hecho ruido? ¿Es completa una pintura, una escultura o un producto creativo cuya visión ha quedado en manos del autor y de unos pocos más? ¿Es posible aplicarles el estatuto de obras de arte a pesar de que nadie las conozca? Para el sociólogo Howard Becker, autor del esclarecedor texto Los mundos del arte, aunque no se detiene en los aspectos estéticos, la respuesta es afirmativa. En su libro, de hecho, señala que el arte es una actividad social y, por tanto, “una vez creada la obra, alguien debe entrar en relación con ella, reaccionar ante ella emocional o intelectualmente”: el artista y la obra que no se encuentren con la sociedad no serán reconocidos como tales. Esta opinión, ciertamente no carente de sentido lógico, que favorece un enfoque funcionalista tiene la limitación de anteponer el mero momento de la representación a las características formales y poéticas de la obra. Después de todo, ¿se puede negar que los cientos de escritos que yacían, inéditos y ni siquiera mostrados, en la habitación de Emily Dickinson, ordenados en una carpeta y encontrados allí por su hermana, eran obras maestras de la poesía? ¿Y no ocurre lo mismo con las ahora famosas fotografías de Vivian Maier, cuyo arte reconoció el clarividente John Maloof una vez que entró en posesión de los negativos al comprar un lote de objetos de una caja? Parece, pues, que podemos responder afirmativamente al viejo enigma del árbol, entre otras cosas porque siempre hay algún oído atento en el bosque, como afirmaba el escritor inglés Terry Pratchett.
Afortunadamente, personalidades cuya vida entera no bastó para destacar, y por tanto condenadas al anonimato, son redescubiertas de vez en cuando, gracias en parte al coraje y la obstinación de quienes han recogido su legado. Entre ellos se encuentra una figura artística muy respetable, que sin duda merece ser dada a conocer a un público que le fue negado en vida: el pintor RemoBrizzi, a cuya memoria, con dedicación, se está dedicando su hermano Emilio, que se obstina en no dejar que su nombre y su arte caigan en el olvido, y que por este motivo ha creado elArchivo Remo Brizzi.
Los detalles y algunos datos biográficos son la única información que tenemos sobre este artista. Todo lo demás tenemos que deducirlo de sus obras, porque Brizzi fue bastante reacio durante toda su vida a hablar de su arte: “A menudo hablaba de querer ensayar, nunca de trabajar de forma constante, dura y continua en una sola dirección. Tampoco se molestaba en escribir, en explicarse, tanto como en justificarse”, afirma su hermano en unas memorias dedicadas al artista. No era superficialidad, creo, sino una modestia completa y total, profunda, así como una tendencia a desacralizar a cualquiera [...] incluido él mismo".
Nacido en Ancona en 1958, donde su padre trabajaba como neurocirujano, pasó la mayor parte de su vida en Emilia Romaña, donde murió prematuramente en Bentivoglio en 2017. Brizzi fue un creativo polifacético: desde muy pequeño mostró inclinación por la pintura, quizá emulando a su padre, que se aficionó a los pinceles, y a los 13 años pintó del natural un paisaje nocturno. Este hecho ya parece poner de manifiesto varios aspectos desarrollados posteriormente en su pintura de madurez: el interés por el género del paisaje, la predilección por las escenas teñidas de oscuridad, la pincelada y el color cediendo el paso al dibujo, y la visión de la realidad distorsionada en favor de la búsqueda de efectos emotivos y dramáticos, por citar sólo algunos.
Y aunque el dibujo y la pintura siguieron siendo sus compañeros constantes, hasta el punto de que a principios de los ochenta asistió al taller de Folli, un pintor local, en Parma, por alguna razón tomó otra dirección; Se graduó en el DAMS de Bolonia con una tesis sobre la Bauhaus en América, y tras diversas experiencias laborales, se dedicó al diseño, trasladándose a Milán, diseñando mobiliario y otros objetos de líneas sinuosas, entre ellos la lámpara Planta, que también encontró cierto protagonismo en revistas especializadas como Domus o Casa Vogue. Algunas obras que conocemos datan de esta época, como la hermosa Vista de Toledo, pintada hacia 1982. La ciudad que El Greco eligió como su hogar es pintada por Brizzi con una cierta propensión a la síntesis y una confianza en los valores tonales jugados sobre tonos terrosos, mostrando tangencias con la pintura de Ottone Rosai, aunque con una preferencia por una visión mucho más amplia y aérea.
Pero a finales de los años noventa, tras algunas dificultades encontradas en su trabajo, decide regresar a Bolonia, cerca de Porta Lame, plaza o más bien rotonda, lugar emblemático por haber sido escenario de una de las batallas más importantes de Italia entre partisanos y nazi-fascistas. Aquí, pero sólo por pura casualidad, en un piso grande pero espartano, dio vida a su propia resistencia personal, la de querer ser pintor sin aceptar demasiados compromisos, sin molestarse demasiado en toda esa secuencia, quizá insoportable también porque quita tiempo al arte pero sin duda necesaria, de prácticas encaminadas a vender, exponer y ser reconocido como profesional. Lo intenta esporádicamente, algunos contactos con algunas galerías, la participación en un puñado de exposiciones colectivas y exposiciones-mercado, raros encargos, pero colecciona poco o nada, y nunca se produce el encuentro con su Félix Fénéon o su Clement Greenberg.
Que Remo Brizzi era intolerante con tales concesiones lo demuestra también el hecho de que dedicaba poco tiempo a hablar de su arte, sin dejar nunca títulos ni fechas a sus obras, que incluso firmaba raramente, como escribe su hermano: “Alguien le sugirió que firmara sus obras, y lo hizo utilizando un sello de firma -quizá para ser polémico”, pero “el delicado equilibrio de las imágenes no toleraba ni siquiera esa mínima marca, y se vio obligado a retocar y borrar bastantes de ellas”.
Su indolencia ante la autopromoción no equivale a una falta de profesionalidad o diligencia ante el arte: preparaba cuidadosamente sus soportes, lienzos o tableros oscuros y rugosos sobre los que extendía su imprimación, normalmente tiza blanca sobre fondo negro, y lo mismo hacía con los marcos, que coloreaba a juego con el aliento del cuadro. Como un ermitaño, vivía en su piso, en el que montaba numerosos talleres de pintura, grabado, dibujo técnico y carpintería, cultivando su arte como un asunto personal, encontrando en el paisaje lo que Giorgio Morandi, a pocos kilómetros del piso de Brizzi, encontraba en las naturalezas muertas (pero también en los propios paisajes): el género elegido en el que basar, probar y desarrollar su propia dirección pictórica. Y con el célebre pintor boloñés volverían también otros puntos en común, como pronto veremos.
Toda la parábola artística de Remo Brizzi parece estar constantemente en busca de sus valores pictóricos, siguiendo, sin embargo, una actitud minuciosa que parece querer volver a empezar desde lo más básico. De otro modo, no se explicaría su empeño en ciertos dibujos y pinturas sanguinas de gran virtuosismo y atención académica que tienen como tema la Batalla de los Centauros de Miguel Ángel, obras de Giambologna y otros grandes de la antigüedad, que poco tienen que ver con sus elecciones artísticas posteriores.
El paisaje, como decíamos, se convirtió enseguida en su obsesión figurativa, hasta el punto de constituir la inmensa mayoría de su corpus; con él parece encontrar una comunión ideal más que física, de hecho, con excepción de la realidad que se limitaba a espiar más allá de la ventana de su piso, y en esto nos recuerda todavía a Morandi con las vistas de Via Fondazza, se encontraba más a menudo experimentándolo a través de fotografías, a menudo tomadas por su hermano, punto de partida de su personal exploración compositiva. Sin embargo, poco queda de la instantánea fotográfica, ya que Brizzi la dilata, la racionaliza, la transfigura a través de su propia elaboración reflexiva, primero en su mente y sólo después sobre el lienzo. Con esta producción, impulsa su estudio analítico y meditativo de los elementos formales de la pintura, oscilando entre géneros y enfoques artísticos, persiguiendo una investigación que parece querer finalizar un compromiso y una síntesis entre estructura compositiva y contenido expresivo o poético.
Encontrándonos ante obras sin fecha segura, que solo pueden reconstruirse parcialmente a través de los recuerdos de su hermano, sería fácil creer que podemos reconocer un itinerario coherente, que conduce desde una figuración más sólida y descriptiva hacia un paisaje cada vez más transcrito con medios mínimos y una mayor tensión hacia la abstracción lírica, en un camino no muy distinto al de muchos artistas. Esta evolución, aunque en cierto modo probada, también se ve cuestionada por obras posteriores en las que la representación resurge con mayor fuerza. Puedo afirmar entonces que Remo Brizzi partió ciertamente de imágenes más modeladas, llegando entonces a un enrarecimiento de la representación, pero una vez que adquirió conciencia de sus herramientas, utilizó esta confianza para elegir de vez en cuando el registro que mejor se adaptaba al paisaje que debía plasmar en el lienzo, transmitiendo ambiciones expresivas de lo más diversas.
Existe un pequeño núcleo de obras más antiguas, en las que el pintor toma como tema vistas de ciudades captadas con una gran profundidad de campo. Los temas son paisajes urbanos monumentales, caracterizados por la presencia de torres, agujas góticas, iglesias y puentes, como en los cuadros París y Amberes. Estos paisajes sombríos, caracterizados por un cierto alarde descriptivo y una paleta basada casi exclusivamente en tonos marrones y pardos, a excepción de pequeñas manchas de suave azul celeste, ven surgir la arquitectura de fondos negros brumosos, que se van haciendo cada vez más sólidos.
Posteriormente, este amplio enfoque de las vistas acabará en un segundo plano, en dirección a representaciones más estrechas, donde la porción de lugares representados se reduce a unas pocas estructuras y muestran participaciones pictóricas muy diferentes. No obstante, los paisajes con vistas amplias reaparecen incluso más tarde, como el cuadro Malta, con sus colores aclarados, jugados en la relación entre verdes, amarillos y grises, representando un paisaje urbano simplificado y casi privado de su volumetría, como una masa compacta, en un diálogo entre sólidos y vacíos. También son emblemáticos dos paisajes bastante tardíos con vistas de Bolonia, entre ellos Le torri di Bologna (Las torres de Bolonia ), donde la pincelada anecdótica y caligráfica de las primeras obras es sustituida por otra más rápida y gestual, que, sin embargo, no renuncia a describir y perfilar la línea del horizonte.
También son muy interesantes, en mi opinión, un gran número de obras en las que es la naturaleza y ya no la obra del hombre el tema privilegiado, como El río Amstel hacia Oudekerk, El lago Massaciuccoli y Las dunas de la isla de Texel. Son piezas en las que la definición del espacio es mucho más matizada, a menudo son vistas de ríos o lagos el tema, en las que Brizzi también parece poner interés en el dato meteorológico, pero quizás con el único fin de expresar cualidades invisibles de la naturaleza. Son vistas nubladas o caliginosas, en óleo fino y pintura casi incruenta, que evocan atmósferas de temperamento romántico, recordando en cierta medida ciertas obras de Turner.
Fruto de este impresionismo dramático son lugares mudos y profundos, impregnados de un silencio ensordecedor, aquí la fuerza reside en un sentido de aparente lejanía y desapego que expresan una contemplación emotiva de la realidad. Entre ellos, nos gusta mencionar el cuadro Le Apuane viste dalla Versilia, cuadro del que conocemos la fotografía original de la que está tomado. Ésta muestra un doble registro, el perfil de las montañas que se elevan sobre un complejo industrial, pero el pincel de Brizzi se limita a plasmar la intrincada orografía evocada a través de manchas de color dramáticas, deshilachadas y extrañas.
A continuación, quisiera detenerme en un grupo de obras diametralmente opuestas, enmarcadas en torno a unos pocos elementos, Casas rurales de Autan, Bologna vista da casa, Canal Grande y Fattoria a Parma. Estos cuadros se caracterizan por un interés casi total por las visiones antrópicas, y los caminos, los edificios y las masías se convierten en protagonistas; son estructuras compositivas de trazados imponentes, esenciales en sus volúmenes y masas serenas. En estas obras en las que la policromía se convierte en un mero recuerdo, grandes porciones del soporte rugoso quedan vacías, mientras que unos pocos trazos calibrados se encargan de la figuración de horizontes simplificados. En ocasiones, cuerpos autónomos y concluidos convergen en perfiles insinuados, en una metodología constructiva basada en la economía de signos y en una síntesis casi extrema. Se generan así escenas que retienen el recuerdo de lugares, a la vez lejanos y muy próximos en el tiempo, países de duración infinita, de alta intensidad meditativa, depurados aquí de toda emoción, pero tendentes también a la búsqueda de un perfecto equilibrio pictórico y compositivo.
Por último, analicemos lo que para mí constituye la cima de la producción de Brizzi, la cima que tal vez incluso habría sido superada si la enfermedad no hubiera acabado con su vida. Se trata de obras construidas como una melodía, mediante piezas entrelazadas de colores claros y brillantes, unas veces más matéricas y otras más licuadas, con las que da cuerpo a edificios desprovistos de toda morfología y colocados sobre una superficie plana. Este intento de establecer un contacto visible a través del poder evocador de los medios abstractos, la concatenación estudiada de figuras básicas casi como una partitura musical, teniendo en cuenta el peso desigual de cada color, como se ve en el cuadro Dallo studio (Barrio cojo), tiende a una cercanía, aunque más comedida en el cromatismo, con las texturas que salían del pincel de Nicolas De Staël. Esta búsqueda parece encontrar un punto de encuentro con la producción exenta presentada anteriormente en la obra Paisaje (Gaione). Fondos sin forma pero calibrados tonalmente irrumpen en el lienzo. Representa el paisaje que ha llegado al límite de su propia forma, en una fisonomía cada vez más hacia dentro, tanto que se convierte en un hecho visceral.
Este tratamiento, ciertamente no breve pero inagotable, de la obra de Remo Brizzi tiene ciertamente sus defectos: por un lado, la arbitrariedad con la que se ha intentado, pero sobre todo con fines narrativos y explicativos, encontrar núcleos estilísticos en un artista tan hábil para combinar instancias tan diferentes sin avergonzarse. por otro, la desafortunada omisión de cualquier referencia a otros experimentos del pintor en el campo de la naturaleza muerta y el retrato, en los que también obtuvo resultados notables, como atestiguan algunos de los poderosos autorretratos que nos ha legado.
Esta elección se debe a que me pareció ver en sus investigaciones encaminadas a declinar la identidad del paisaje en la pintura un feliz encuentro entre la meditación sobre el pasado y los problemas del arte contemporáneo. Por esta y otras muchas razones, que no tenemos más tiempo ni espacio para abordar aquí, creo firmemente que la experiencia artística de Remo Brizzi debe ser necesariamente recuperada.
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