El elemento que más dificulta ser artista, o trabajar en el arte, hoy en día es la fragmentación. De hecho, con los albores del nuevo milenio, la idea de corriente o movimiento ha desaparecido definitivamente, moviéndose los artistas de forma sustancialmente autónoma, libres de oscilar entre (y continuamente) técnicas y temas expresivos. Un aspecto en sí mismo nada negativo, síntoma de una conciencia profesional cada vez más marcada por parte de la categoría.
Y, sin embargo, esta fluidez, en referencia al tan manido como acertado concepto desarrollado por Zygmunt Baumann, choca con la casi total falta de voluntad y recursos por parte de los grandes museos e instituciones para dar confianza y oportunidades a los artistas a mitad de carrera, es decir, precisamente a aquellos que entran dentro de nuestro campo de investigación. El resultado es un panorama amplio pero desarticulado, en el que las iniciativas locales y extemporáneas no sirven de plataforma de lanzamiento para los nuevos talentos, pero, en cambio, representan su principal oportunidad de expresión. Es como si el artista de hoy tuviera la oportunidad de caminar solo, pero le faltara el suelo bajo los pies. Si bien esto devuelve un sistema extremadamente heterogéneo, también hace tortuoso el proceso de legitimación que cada autor persigue. Y sin embargo, aunque parcelado, este proceso continúa y nos permite identificar un núcleo de artistas que se han distinguido en los últimos años y que esperamos que sigan haciéndolo.
Empezando por el que puede considerarse el padre putativo de todos ellos, a saber, Maurizio Cattelan (Padua, 1960). Quizás el artista italiano vivo más importante, sin duda el último que ha conseguido una exposición individual en el Guggenheim de Nueva York. Figura de enlace entre las décadas de 1990 y 2000, capaz de allanar el camino a gran parte de la producción que vino después de él. Aunque sólo fuera como elemento de transición desde un planteamiento escultórico-instalativo de matriz pobre, centrado por tanto en los procesos y la materia, hacia una inclinación mucho más dispuesta a encontrarse con la realidad e interpretarla(La rivoluzione siamo noi, 2000). Si su objetivo era el sarcasmo y la provocación, los artistas posteriores han filtrado el elemento irónico sin dejar de estar ligados a la dimensión tridimensional del arte. A lo que se añade la otra gran influencia artística del siglo pasado,el arte relacional.
La definición, elaborada por Nicolas Bourriaud en la publicación homónima de 1998, ve antecedentes significativos en artistas como Michelangelo Pistoletto y, sobre todo, Maria Lai, que en 1981 ató -ideal y concretamente- las casas de Ulassai, en Cerdeña, con una cinta azul. La obra(Atarse a la montaña) englobaba todos los preceptos del Arte Relacional, es decir, una forma de expresión que identifica como elemento clave la coparticipación de artista y usuario de la obra de arte. Evidente es, por tanto, el concepto subyacente, fundado en la colectividad y en la necesidad agregativa del hombre. Un camino que artistas como Piero Almeoni, Maurizio Donzelli, Emilio Fantin, Eva Marisaldi, Luca Quartana, Massimo Silvano Galli y Michele Stasi seguirían a lo largo de la década de 1990 y principios de la de 2000. Y, como ya se ha mencionado, en cierta medida también el mucho más conocido Maurizio Cattelan.
En la década de 2000, aunque variando en modalidades y soluciones estéticas (elhappening perdió su centralidad, al igual que la participación directa con el público), los artistas conservaron no obstante un dictado fundamental del Arte Relacional: el hombre es un ser incrustado en el universo de las relaciones y el contexto social en el que tienen lugar. Una imagen ramificada y conectada de la existencia que encuentra cada vez más adherencia con la realidad gracias a la constante y galopante globalización, que ha ampliado fronteras y mezclado culturas, empujando a los artistas a compararse con sus colegas del extranjero, o incluso a alejarse de su propio país para encontrar su propia dimensión. En este contexto, surgen ciertos contenidos comunes a los artistas que trabajaban a principios del tercer milenio y que pueden identificarse hoy en día: la relación entre los objetos y la realidad cotidiana, la dimensión experiencial del arte, la relación entre la obra y el espacio arquitectónico, la relación entre la individualidad y el contexto en el que se mueve. Siempre y en todo caso con vistas a indagar, en última instancia, en la propia identidad puesta en crisis por las contingencias modernas.
No es casualidad, pues, que este intento de reconstrucción, precario y fragmentario, adopte a menudo el carácter multiforme delassemblage. Como en las creaciones de Luca Trevisani (Verona, 1979), que combina elementos ligeros como cañas de pescar, papel, nailon y madera para crear estructuras de equilibrio sensible, tensadas hasta el límite, al borde de la desintegración(Gravare, levare, 2005). La improvisación parece ser su única estrategia de supervivencia, adaptándose de vez en cuando al contexto. Exactamente igual que el artista, que se desplaza progresivamente hacia el vídeo y el grafismo, aumentando el número de soportes implicados(A chain of chains, 2008). Anclada en la escultura, en cambio, está Alice Cattaneo (Milán, 1976), que ha hecho de la ligereza y la fragilidad la fuerza expresiva de su poética. Sus obras son calibradas pero incisivas operaciones de alineación, composiciones suspendidas donde todo promete (¿o amenaza?) con cambiar de un momento a otro. Como en el caso de Trevisani, las obras de Cattaneo requieren la copresentación para ser plenamente comprendidas. Si hablamos de materiales, es inevitable redescubrir el elemento físico como central. Famosa es la obra Sin título I, II y III con la que participó en la exposición Terre Vulnerabili en el Hangar Bicocca de Milán en 2010. Esbeltas estructuras metálicas dejadas para dialogar, interactuar, unirse con el aire oscuro del museo, hasta mutar dentro de él, adoptando diferentes formas de perspectiva.
Aún más evidente es la matriz relacional en la práctica de Chiara Camoni (Piacenza, 1974), que en sus dibujos e instalaciones renuncia totalmente a reivindicar la autoría, prefiriendo confiar al diseño o al filtro del observador la pieza que completa una narrativa que ella sólo insinúa. Puede tratarse de un objeto encontrado y elevado a obra de arte, o de un viaje vivencial que adquiere valor artístico en su producción. Como Grande Madre, 2002, en la que realiza 365 dibujos con su abuela, 1 al día durante un año. La procesualidad también tiene un amplio espacio en Diego Perrone (Asti, 1970), que pasa de la fotografía al vídeo, del dibujo a la pintura, de la instalación a la escultura para recrear situaciones alienantes, a veces grotescas, en otros casos impregnadas de historia y conceptualismo(La fusione della campana, 2007). Este tipo de obras funcionan como esponjas, abiertas a absorber cualquier sugerencia. Son cráteres creativos donde precipitan elementos simples que, sin embargo, puestos en relación, adquieren implicaciones complejas.
Un ejemplo de ello son los sofisticados ensamblajes de David Casini (Montevarchi, 1973), cada uno de los cuales representa una especie de Wunderkammer renacentista. Un ejemplo es Krystallos, de 2008, en la que el artista colocó una escultura de hielo dentro de una mesilla de noche vintage, que mantenía la obra intacta mediante un sistema de refrigeración. Como ya se ha visto, la red de significados que se busca aquí no es clara, sino que la nebulosidad sirve no sólo para que la interpretación sea potencialmente más abierta, sino también para estimular la intimidad del observador puesto en contacto directo con la del artista. Las esculturas e instalaciones de Patrick Tuttofuoco (Milán, 1974) también dejan un resquicio abierto, aunque sólo sea ligeramente, al eludir su propio yo enlazando con referencias literarias y artísticas. Enganches que hacen accesibles sus creaciones, también porque a menudo son guiños a la dimensión teatral (máscaras, guantes, pelucas) que sugieren contextos agregativos y lúdicos(Cameron, 2009). Pero, por otro lado, también potencialmente incomprensibles, posiblemente siniestros, tal vez incluso inquietantes. La elección, perceptivamente, recae en el observador.
Como veremos con más detalle en los próximos artículos de la serie, podemos identificar un cierto camino que lleva gradualmente a los artistas italianos de principios de la década de 2000 a pasar de un análisis puramente íntimo del yo a una reflexión que amplía el discurso no sólo al espacio y al contexto arquitectónico, sino también a la dimensión social y pública dentro de la cual se ha construido su personalidad. Sin perder el filtro de la subjetividad, los artistas interceptan cada vez más el imaginario colectivo, adoptando o distorsionando narrativas, interpretando o trayendo a la memoria recuerdos y experiencias compartidas.
Advertencia: la traducción al español del artículo original en italiano se ha realizado mediante herramientas automáticas. Nos comprometemos a revisar todos los artículos, pero no garantizamos la ausencia total de imprecisiones en la traducción debidas al programa. Puede encontrar el original haciendo clic en el botón ITA. Si encuentra algún error, por favor contáctenos.