Roberto Longhi -en un ensayo escrito entre 1925 y 1926, pero publicado póstumamente- supo resumir la historia crítica de Lazzaro Bastiani, documentado como depentor de 1456 a 1512, cuando en la lista de cofrades de la Scuola Grande di San Marco se lee: “mori ser lazaro bastian pintor a san rafael”. A pesar de que colaboró en varias ocasiones con las personalidades artísticas más importantes de la época, como Vivarini y Bellini, desempeñando un papel en absoluto secundario, Bastiani ha sido descuidado por la crítica contemporánea, debido a un lenguaje juzgado arcaico, “reaccionario”. En palabras de Licia Collobi Ragghianti, no era ciertamente un artista “sostenido por una ferviente inspiración fantástica; sino uno que quizá sea más exacto llamar ’abstraccionista’, de absoluta coherencia con un preciso deseo de orden, dentro de los límites, fijados casi a priori, de un lenguaje formal dado”. Si en 1916 Bernard Berenson le había degradado al rango de “criatura dependiente”, de “artista tan insignificante”, posteriormente eminentes estudiosos, en primer lugar Roberto Longhi, han intentado redimirle, emprendiendo la tarea de enriquecer el exiguo corpus de obras firmadas y fechadas o cuya autografía está atestiguada por fuentes. Las nuevas atribuciones han arrojado luz sobre el primer periodo, durante el cual Bastiani, sin desdeñar reelaborar motivos y soluciones de los artistas más conocidos de la ciudad, se abrió camino en busca de un lenguaje personal. Ante la imposibilidad de abordar aquí el tema -para lo que nos remitimos a las profundas investigaciones de Stefano G. Casu(Lazzaro Bastiani: la produzione giovanile e della prima maturità, en “Paragone”, terza serie, XLVII, 8-9-10, 1996, pp. 60-89) y por Gianmarco Russo(Lazzaro Bastiani before 1480, en “Paragone”, tercera serie, LXIX, 142(825), 2018, pp. 3-18)- intentaremos recorrer la historia, o más bien las historias, de algunos de sus cuadros más emblemáticos, ejecutados por el pintor entre la octava y la novena década del siglo XV, en el apogeo de su carrera.
Como veremos, aunque es evidente la habilidad de Bastiani para utilizar la perspectiva como herramienta científica para la distribución de volúmenes, ello no implica necesariamente la búsqueda de una representación naturalista de los temas, tendiendo más bien a reiterar, con algunas ligeras variaciones, formas y módulos compositivos derivados a su vez de fórmulas más antiguas, del siglo XIV, cuando no bizantinas. El modus operandi de Bastiani se aproxima, por tanto, al modelo que Alexander Nagel y Christopher S. Wood(Rinascimento anacronico, ed., Chiodi, Macerata, Milán. Chiodi, Macerata, Quodlibet, 2024) definen como “sustitutivo”, según el cual es posible detectar la “ley de continuidad” entre sus obras y las anteriores, es decir, el carácter anacrónico de su poética, ya que repite, vacila y recuerda el pasado, estableciendo un nuevo presente. Como ha intuido Longhi, este lenguaje, claramente esquemático y geométrico, le permite utilizar “los medios formales del Renacimiento con una finalidad extrafigurativa”, no sólo religiosa, sino sobre todo promocional y conmemorativa. Sólo gracias a una minuciosa investigación filológica y archivística fue posible descifrar la refinada elaboración simbólica de la voluntad de los mecenas, restituyendo el sentido oculto de los temas representados.
Uno de los ejemplos más elocuentes es el Retablo de San Agustín, hoy en una colección privada de Montevideo, encargado a Bastiani a finales de la década de 1470 por los canónigos regulares agustinos de la iglesia de San Salvador de Venecia, uno de los lugares de culto más antiguos y prestigiosos de la ciudad. La obra adoptó la forma de un políptico de cinco compartimentos, con una Piedad destinada al cimacio y una predela formada por tres paneles, uno de los cuales representaba, según Ridolfi, “al Pontífice en medio de los cardenales” entregando el hábito episcopal al santo. Los frailes agustinos habían pedido a Bastiani que narrara dos momentos precisos de la historia de la congregación de San Salvador: la institución sancionada por el Papa Gregorio XII en 1407 y la asignación del complejo veneciano a los canónigos regulares agustinos de Bolonia por el Papa Eugenio IV, nacido Gabriele Condulmer, en 1442. En el cuadro, los volúmenes que San Agustín entrega a los hermanos, con el escapulario y el rochetto blanco, muestran elincipit de la regla agustiniana y remiten a estos dos importantes acontecimientos de la historia institucional de la congregación, a los que se añade en la predela el episodio de la investidura episcopal del santo. Bastiani estableció así un fructífero diálogo con los canónigos para restaurar la memoria del lugar, favoreciendo una narración figurativa, elegante y alusiva.
Lo mismo puede decirse del panel con la Natividad, realizado para decorar el altar que se encontraba junto a la tumba de Eustachio Balbi, podestà de Brescia, en la iglesia de Sant’Elena, situada en el extremo oriental de la ciudad. Este último, en el testamento redactado de su puño y letra en 1478, había ordenado que, “in termine de mexi 6” de su muerte, se realizara un retablo con “el presepio, tanto bello, et honorevol quanto se po”. Nombró comisarios a sus hermanos Filippo, Giacomo y Benedetto y a sus hijos Andrea, Zaccaria, Cristina y Chiara. Por la inscripción de la lápida sabemos que Eustachio murió en abril de 1480, por lo que es de suponer que a finales de ese año Bastiani despidió el cuadro. La disposición simétrica y la compostura de las figuras revelan de inmediato la “intención simbólica” de la imagen: los hermanos del difunto, en calidad de albaceas, no desaprovecharon la oportunidad de disponer a sus santos epónimos, además del del difunto, por supuesto, en torno a la escena sagrada. Vemos, desde la izquierda, a Eustaquio, con armadura y un estandarte con su nombre en mayúsculas, Santiago, Felipe y Benito, con capa y túnica blanca de mangas anchas, es decir, el hábito de los benedictinos reformados de la iglesia olivetana de Santa Elena.
Aún más intrigante es la lectura del luneto con la Virgen y el Niño entronizados, los santos Juan Bautista y Donato y el donante Giovanni degli Angeli, firmado y fechado en 1484, conservado en la Basílica de Santi Maria e Donato de Murano. Gracias al descubrimiento del testamento del mecenas, Lucia Sartor(Lazzaro Bastiani y sus mecenas, en “Arte Veneta”, 50, 1997, pp. 38-53) no sólo pudo reconstruir la ubicación original de la pintura -en la contrafachada del edificio, donde aún puede verse un nicho ligeramente más grande-, sino que también pudo descifrar el sutil juego de adivinanzas ideado por Bastiani, según las instrucciones del párroco. San Juan Bautista acompaña a dos ángeles en presencia de la Virgen, mientras que San Donato, patrón de la basílica, presenta al donante y, como en un rebus, es posible deducir su nombre y el cargo que ocupaba. El papagayo, bajo el muro en la parte inferior derecha, símbolo de la elocuencia redentora, alude a la esperanza de la vida eterna, al igual que la curiosa hoja detrás de San Donato, que recuerda un bello pasaje del Libro del Eclesiástico (14, 18-19): “como las hojas verdes de un árbol frondoso, unas caen y otras brotan, así son las generaciones humanas: una muere y otra nace”.
Bastiani emplea un lenguaje severo, lineal e icónico que renuncia a una impresión de realidad para transformar los detalles, a veces estandarizados, en poderosos significantes. Abandonar una visión de perdedores y vencedores, de grandes poetas y simples deudores, nos ayudará a devolver la justa dimensión a un artista más que conocido en la Venecia de la segunda mitad del siglo XV y erróneamente condenado al olvido por una historia demasiado a menudo obstaculizada por triviales cuestiones de gusto y estilo.
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