La Virgen de Simone dei Crocifissi y un vuelo de fantasía entre las páginas de Marco Santagata


¿Qué rostro podría tener la condesa de Cinìn, protagonista de la novela "El maestro de los santos pálidos" de Marco Santagata? Con mucha imaginación se podría imaginar algo muy parecido a la Madonna de Simone dei Crocifissi (Simone di Filippo Benvenuti; Bolonia, c. 1330 - 1399) conservada en la Galleria Estense de Módena.

Los frescos en torno a los cuales gira toda la historia de la novela que le valió a Marco Santagata el Premio Campiello en 2003, Il maestro dei santi pallidi, existen realmente. Decoran dos pequeñas iglesias de montaña en los Apeninos, cerca de Módena: las figuras del oratorio de los santos Fabiano y Sebastiano, en el pueblo de Riva, son, en la ficción, las primeras que el pequeño Cinìn ve en su vida y que, desde el primer encuentro, le inflaman de amor por la pintura. Los frescos de la pequeña iglesia de Monteforte, en cambio, son los que Cinìn pintará hacia el final de la historia, tras haber vivido una serie de circunstancias fortuitas que transformarán al pobre guardián de vacas en un maestro reconocido y apasionado. Son modestos ciclos de manos desconocidas, obras de dos pintores distintos que trabajaron a mediados del siglo XV, utilizando un lenguaje marcadamente vernáculo, de pintores montañeses todavía atados a modos arcaicos, sustancialmente excluidos de lo que ocurría en la misma época en las ciudades de la llanura, o a lo sumo sólo capaces de percibir un eco tenue y apagado. Desconocemos los nombres del maestro de La Riva y del maestro de Monteforte: es Marco Santagata quien les ha inventado una historia, esbozando las personalidades de Giberto della Porretta y de su alumno, el pobre Cinìn, que se convertiría en el apreciado maestro Gennaro y que, tras unauna larga serie de peripecias dignas de una novela picaresca, encontrará la primera ocasión importante de su carrera en la decoración al fresco del pequeño oratorio de Monteforte, por encargo de la condesa de Renno.

Pero antes de entrar en el taller del maestro Giberto, el joven Cinìn se había unido a la servidumbre de la condesa. Y se había enamorado de ella: y para él, que mientras tanto había retomado la práctica del dibujo, copiando las figuras de la iglesia de Renno en todas partes, con carboncillo, sobre cualquier piedra que se pusiera a su alcance, la condesa se había convertido en una especie de fijación monomaníaca. “Dejó de copiar santos y animales, y en cualquier superficie que encontraba empezó a dibujar con furia obsesiva la imagen de la Virgen: la cara ovalada, los ojos grandes, la nariz recta y un punto negro en medio de la frente”. Durante buena parte de la novela, el único dibujo que Cinìn traza sobre las piedras es el rostro de la Madonna, que adopta la forma del noble y delicado perfil de la rubia condesa.

Si se quiere dar rienda suelta a la fantasía, se podría pensar en dar a la condesa rasgos reales, encontrando su contrapartida en alguna Madonna de la época de Cinìn. Y son varias las que podrían emprender este vuelo: se podría elegir, por ejemplo, una de las muchas pintadas por Simone dei Crocifissi. Como la espléndida y elegante que se conserva en la Galleria Estense de Módena: la que sostiene entre sus manos a un travieso niño Jesús, que mira a su madre con mirada cómplice mientras toca el rostro de uno de los ángeles.

Simone dei Crocifissi, Virgen con el Niño entronizado entre ángeles (c. 1390-1399; temple sobre tabla, 96 x 59; Módena, Galleria Estense)
Simone dei Crocifissi, Virgen con el Niño entronizado entre ángeles (c. 1390-1399; temple sobre tabla, 96 x 59; Módena, Galleria Estense)

Es cierto: se trata de una obra anterior en unos 50 años a la historia contada por Santagata, y Simone, a diferencia de Cinìn, es un pintor de ciudad, por lo que vive en un mundo totalmente distinto al del protagonista de la novela. Pero Simone dei Crocifissi tiene algo en común con Cinìn “de los santos pálidos”: sus orígenes, que fueron de todo menos elevados (para Francesco Arcangeli, Simone era “el rústico hijo del zapatero Filippo”), su prolificidad, su curiosidad, su acercamiento al costumbrismo de los pintores toscanos contemporáneos, e incluso su clientela, ya que el Cinìn di Santagata trabajaba tanto para las pequeñas iglesias del campo como para los caballeros que se bañaban en verano en las termas de Porretta. Además, el “maestro de los santos pálidos” tenía su oficio en Bolonia: por eso nos gusta pensar que, de camino a la ciudad, podría haber visto algo de Simone.

La tabla de Módena pertenece a la última fase de la producción de Simone, la más seriada y tal vez dada por descontada, pero también la más afortunada, ya que se había convertido en uno de los pintores más solicitados de Bolonia y había conseguido crear un taller que cocía obras continuamente: por este motivo, Simone fue, con toda probabilidad, el pintor más productivo de todo el siglo XIV en Bolonia. No obstante, supo expresar un estilo pictórico capaz de alcanzar resultados cualitativos superiores a la producción de la misma época, de la década de 1490: y este panel siempre ha sido reconocido como de una calidad y una finura superiores a las de las demás obras que producía en la misma época. También está firmado: en la base del trono se lee, en minúsculas letras góticas, “Simon fecit hoc opus”, fórmula que el pintor boloñés utilizó varias veces. Para Daniele Benati, el continuo recurso a la firma es síntoma de un"exceso de inteligencia autopromocional“ (como escribe en la introducción a la primera monografía sobre Simon, de Gianluca Del Monaco publicada en 2018), y el artista pone su nombre a obras de compromiso variable, pero siempre con el objetivo de ”subrayar su propia pretendida excelencia“. Para el estudioso, este frecuente nombramiento es también la base de su apodo ”de los Crucifijos“, que le fue ”puesto“ (así el propio Benati) en la época de la Contrarreforma, y que aún hoy le distingue. Incluso Simone, cuenta Del Monaco, llegó a firmar obras de taller con un resultado poco feliz, con el objetivo de ”satisfacer las exigencias del mercado".

En el panel de la Galleria Estense, Simone no escatima en oro: evidentemente, la obra estaba destinada a un cliente que podía permitirse no preocuparse por los gastos. El oro abunda también en las vestiduras de la Virgen: en la túnica ultramarina, en el manto blanco elegantemente forrado de rojo que, a pesar de la ruina de la superficie pintada, sigue transmitiendo la habilidad de las transiciones de luz y sombra, y de nuevo en las finas cenefas, en el drapeado que los ángeles levantan para cubrir el respaldo del trono. La figura de la Virgen sentada alcanza cimas de monumentalidad también típicas del último Simone. Pero es un Simone que, a pesar de ser capaz de regalarnos una Virgen de perfil aristocrático y casi austero, sin duda una de las Madonnas más nobles de su pintura, no abandona su viva expresividad, el síntoma más claro de su formación boloñesa cerca de Vitale degli Equi. Y su Niño mirando a su madre, como satisfecho de su travesura con el ángel, que, por otra parte, no hace ni pío, arrancará una sonrisa a cualquiera que admire este panel. Un detalle que confiere al ambiente una sensación de intimidad familiar que no debió desagradar al comitente, probablemente un burgués acomodado de Bolonia, que mediante los dos ángeles tocando una viella y una pequeña guitarra seguramente quiso celebrar la felicidad de su existencia también a través de la música.

Simone, sin embargo, se diferencia de Vitale por el sentido plástico más pronunciado y evidente que caracteriza sus figuras, incluida la Madonna rubia de la Galleria Estense, con su rostro ovalado, sus grandes ojos almendrados, su nariz recta y su figura imponente. Del mismo modo que el Cinìn de Santagata, a mediados del siglo XV, no se mostró insensible a Masaccio y a la Trinidad de Santa Maria Novella que encontró durante un viaje a Florencia, Simone no permaneció impermeable a la lección de Giotto, recibida a través de otros artistas de la ciudad de Bolonia, aunque modulada según su gusto conservador. Un gusto que le llevó a poblar sus tablas de madonas que supieron ser tan dulces y señoriales como la de Módena. En aquella época, no había corte en Bolonia: y, sin embargo, tal vez el refinamiento y la afabilidad de ciertas tablas boloñesas, como la de Simone, pudieran sugerirnos y hacer correr nuestra imaginación hacia esas historias de ganaderos que se convierten en pintores, de disputas feudales entre señores de las montañas, de condesas que aparecen en los rostros de las Vírgenes, de figuras que fascinan a los fieles en oratorios campestres, en dos palabras, hacia ese mundo de maravillas casi de cuento de hadas que evocan las páginas de la novela de Santagata.

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