Es otra Siena, la de Domenico Beccafumi. No es la Siena internacional y combativa del siglo XIV, la Siena elegante y florida de los pintores dorados a partir de Guido y Duccio, la Siena que alcanzó ese irrepetible y brevísimo “cuarto de hora de poder, riqueza y gloria”, como la llamó el excéntrico Robert Douglas en su Historia de la República de Siena. Si quisiéramos jugar a encontrar una contrapartida topográfica a los cuadros de Beccafumi, su Siena no sería la ajetreada y bulliciosa de la Piazza del Campo, los Banchi di Sopra e di Sotto. No es la Siena de las calles iluminadas por el sol, batida en verano por miles de turistas. La Siena de Domenico Beccafumi es algo totalmente distinto: es, mientras tanto, una realidad más provinciana, resignada, en franca decadencia, sin peso político, en crisis económica, destinada a perder su independencia. Es una ciudad que se obstina en mantener viva su escena cultural, y lo consigue (basta pensar en las maravillas de Sodoma), aunque los acontecimientos más grandes y notables tengan lugar ahora lejos de aquí. Es una ciudad en la que resuenan los ecos de las guerras italianas, y bajo Pandolfo Petrucci, entre finales del siglo XV y la primera parte del siglo siguiente, aún consigue vivir cierto esplendor. Quien quiera encontrar las atmósferas de Domenico Beccafumi en la ciudad debe ir a Siena en invierno y deslizarse por algún callejón sombrío y desolado, donde se refleje la luz incluso a mediodía, pasear por las calles solitarias de los barrios menos frecuentados, entrar en alguna iglesia sombría y desierta o en algún museo vacío de visitantes. Podríamos pensar que es aquí donde planea el carácter tímido, solitario, introvertido, humilde, desconfiado y campesino de Beccafumi, un artista alejado de todo y de todos, que permanece siempre en su ciudad y sólo en contadas ocasiones sale para realizar breves estancias en Florencia o Roma.
Es un carácter que aflora desde el principio, incluso en sus obras más tempranas: su carácter personalísimo brilla ya en el asombroso Tríptico de la Trinidad, que hasta hace unos años se consideraba la primera obra conocida de Domenico Beccafumi (las investigaciones recientes, sin embargo, han permitido descubrir obras que sin duda le preceden). Mecherino, hijo de campesinos de la llanura de Montaperti, tenía sólo veintisiete años cuando en 1513 recibió el encargo de pintar el tríptico de Battista d’Antonio da Ceva, secretario delOspedale di Santa Maria della Scala de Siena, mencionado en el pequeño pergamino bajo el compartimento central, colgado de los candelabros y frisos grotescos que bastarían por sí solos para revelar la personalidad original del artista. La creación del tríptico formaba parte, sin embargo, de una empresa mayor, cuando Domenico Beccafumi regresó de su estancia en Roma en 1510 o 1511 y el Ospedale di Santa Maria della Scala lo involucró en la decoración al fresco de la capilla Manto, donde se encontraba el tríptico que hoy se conserva en la Pinacoteca Nazionale de Siena.
En el centro se encuentra la representación de la Trinidad según una iconografía bastante habitual: Cristo en la cruz, el Padre Eterno detrás de él y la paloma del Espíritu Santo desplegando sus alas bajo el rostro de la divinidad. A los lados, los dos compartimentos con San Cosme y San Juan Bautista a la izquierda y San Juan Evangelista y San Damián a la derecha. El conjunto está montado en una carpintería cuadrada, con pilastras rematadas por capiteles corintios que sostienen un entablamento corrido con ménsula dorada. Es imposible no detenerse en el friso que decora la estructura, reflejo de lo que Beccafumi había observado en Roma: sin embargo, ha escrito Alessandro Angelini, “los personajes de estos carnosos grotescos, levantados con pinceladas [...] siguen siendo cada vez más caprichosos y personales, marcados por una inspiración y una bizarría que ya marcan la cultura de Domenico en Siena”.
El de Beccafumi es un tipo de manierismo que comenzó incluso antes de que comenzara realmente el manierismo: su tríptico precede en unos diez años a las Deposiciones de Pontormo y Rosso Fiorentino. Para Giuliano Briganti, Beccafumi era “un independiente de la manera”: el gran erudito lo había situado en una tríada de innovadores junto a Pontormo y Rosso Fiorentino. Y en cualquier caso, su respuesta al arte de Rafael y Miguel Ángel siempre iba a ser diferente de la de sus dos homólogos florentinos: no hay, en el arte de Mecherino, las alienaciones alucinadas de Pontormo, ni vislumbramos las obsesiones casi blasfemas de Rosso.
La inquietud de Domenico Beccafumi es de otro signo. Cuando el artista regresó a Siena tras su estancia en Roma, Miguel Ángel aún no había inaugurado los frescos de la Capilla Sixtina, mientras que Rafael se disponía a terminar la Loggia di Galatea y la Stanza della Segnatura. Por tanto, había pintado su Tríptico de la Trinidad sin haber visto las grandes obras maestras modernas de los dos mayores artistas en activo en Roma: Angelini sugiere que el joven sienés podría haberse sentido más impresionado por las obras de Bramantino y Pedro Fernández de Murcia que había podido ver en Roma, y que le habrían empujado hacia soluciones novedosas. Como las adoptadas para las figuras, empezando por los santos que destacan sobre el fondo oscuro, con sus proporciones alargadas que recuerdan casi el renacimiento gótico tardío, los tonos lívidos que oscurecen las figuras de los dos santos médicos, Cosme y Damián, y los paños finos y metálicos, los perfiles encorsetados, casi sombríos. Luego, en el centro, está la Trinidad, atravesando el cielo plomizo: pero no es una aparición que percibamos como serena, alegre. Es inquietante: Dios nos observa con una expresión casi amenazadora, sentado ante su hijo sin sangre, como una deidad hierática, sombría y distante. Los ángeles tienen expresiones casi diabólicas, e inquietantes rozando lo horripilante son los de las nubes que brotan detrás de las piernas de Dios, con los dos que lo sostienen bajo sus pies que parecen casi grotescamente agobiados por el peso que tienen que soportar con sus cabezas. Reconociendo, en el plano compositivo, similitudes con los modelos florentinos de Fra’ Bartolomeo y Mariotto Albertinelli, Angelini no pudo dejar de observar cómo la escena central del tríptico está cargada de “una atmósfera briosa y febril, subrayada por los tonos ácidos del color y las expresiones hechizadas de los angelitos suspendidos en las nubes”.
Cuando Mecherino entregó el políptico, Pandolfo Petrucci llevaba un año muerto, Siena vivía aún una época feliz aunque lejos de las glorias del siglo XIV, y quizá nadie hubiera imaginado que pronto perdería su independencia secular. Es cierto: Ya el citado Briganti, al presentar lasObras Completas de Beccafumi publicadas por Rizzoli, advertía que, a lo largo de la carrera del gran artista, el ambiente sombrío de la ciudad pudo influir en su trayectoria, pero para explicar la creatividad de un artista, tal determinismo es válido hasta cierto punto, ya que las razones de la creación son más profundas y a menudo escapan a los documentos. Por no hablar de las sugerencias. “No basta con conocer la secuencia de los acontecimientos colectivos”, advirtió Briganti, "para deducir de ellos, sin ninguna otra ayuda y trayéndolos fatalmente a experiencias actuales, las reacciones que ’entonces’ provocaron en individuos individuales cuyo tiempo biológico de existencia, si no en su totalidad al menos en parte, elude las leyes formales que rigen el tiempo histórico. Puede decirse, sin embargo, que con su Tríptico, tan impregnado de un “espíritu manierista”, por utilizar una expresión de Donato Sanminiatelli, uno de los primeros estudiosos de Domenico Beccafumi, el pintor sienés inauguró de facto una nueva temporada. Si es cierto lo que decía Marshall McLuhan, que el artista es un ser humano que vive el futuro en el presente, puede decirse que el Tríptico de la Trinidad es una obra que apoya bien esta idea.
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