La rosa de Franco Maria Ricci. La irrepetible existencia de un humanista contemporáneo


La contribución de Franco Maria Ricci fue fundamental para el arte y la cultura. Repasamos la vida del gran editor que nos dejó el 10 de septiembre.

La última imagen de Franco Maria Ricci era la de un octogenario distinguido que, tras volver a vivir en el campo de Fontanellato, había desechado los trajes que había llevado toda su vida y había elegido una chaqueta de loden verde, puesta sobre un pantalón caqui y una camisa a rayas o a cuadros azules: éste era el “uniforme” con el que solía presentarse a quienes se encontraban con él en el Laberinto del Masone, su más reciente aventura, el fabuloso laberinto (el más grande del mundo, como repite con orgullo en cada presentación) construido por encargo suyo, según un diseño de Pier Carlo Bontempi, y abierto al público hace cinco años. El único elemento que nunca había abandonado el atuendo de Ricci era su rosa roja, que llevaba en el ojal de la chaqueta desde hacía décadas. Fue idea suya: en una entrevista hace unos años, en Repubblica, había confesado que la idea de prender una rosa de baquelita en las solapas de sus chaquetas se le había ocurrido cuando Ottavio Missoni le regaló un jersey. Franco Maria Ricci, sin embargo, no llevaba jerseys, y dijo que aceptaría como regalo la rosa roja que cerraba el paquete.

Pero en realidad esa rosa contenía el sentido mismo de su existencia, una existencia fuera de lo común, visionaria, ajena a las modas, recluida. La existencia de un humanista que se dedicó por entero al arte y a la cultura, de un culto y refinado amante de las artes que fue de los pocos en comprender el significado de la verdadera belleza, aquella que acecha entre lo contingente y lo eterno, en un difícil y precario equilibrio. FMR, las iniciales de su nombre, así como el nombre de la preciosa revista que fundó en los años 80, leídas en francés suenan como éphémère, “efímero”. Hoy, nuestras existencias nos parecen proyectadas en un presente perpetuo, parecemos haber olvidado que todo está destinado a terminar tarde o temprano: el arte está entre ellas, y Franco Maria Ricci era muy consciente de ello. La rosa es en sí misma un símbolo de vanidad y fugacidad, y a veces, recorriendo las salas del museo que conducen a su Laberinto, uno se topa con alguna presencia que recuerda al visitante esta dimensión del mundo de Franco Maria Ricci (y del nuestro). En una sala, enteramente dedicada al tema de la Vanitas, esta presencia se vuelve casi obsesiva: una pared, dispuesta con los cuadros todos pegados como en una pinacoteca del siglo XVII, está enteramente cubierta de naturalezas muertas con cráneos y huesos, entre los que destaca la espeluznante cabeza putrescente de Jacopo Ligozzi, una de las piezas más significativas de la maravillosa colección de Franco Maria Ricci. Una colección que el gran humanista puso a disposición de todos.

Quizá no sea aventurado hipotetizar que sus proyectos nacieron para alargar la vida de las cosas acabadas, y quizá también por ello resulte difícil separar las distintas almas de sus actividades, ya que Franco Maria Ricci fue “editor, diseñador gráfico, coleccionista y bibliófilo”, como le recuerdan hoy sus colaboradores con un conmovedor epitafio publicado en los órganos del Labirinto della Masone. Incluso su primera empresa, que vista hoy aparece como una icastica declaración de intenciones, era ya una summa de las muchas almas de su ecléctica personalidad. Corría el año 1963: Franco Maria Ricci acababa de dejar su puesto de geólogo en una compañía petrolífera, con la que había trabajado unos meses en Turquía. Quizá no muchos recuerden que su formación había transcurrido lejos del arte: había estudiado Geología en la Universidad de Parma y no había tomado ningún camino académico que tuviera que ver con las artes. Lo suyo era pura pasión, que la estancia en la Mesopotania de los hititas había acrecentado y cimentado en él, que quería ser arqueólogo y había elegido la geología como compromiso, para no arriesgarse a obtener un título que incluso en aquella época había quien consideraba difícil de gastar.

Habiendo relegado así a la memoria la experiencia entre el Tigris y el Éufrates, Franco Maria Ricci regresó a Parma, comenzó a trabajar como diseñador gráfico casi por casualidad, tras haber dibujado un cartel por diversión y haber llamado la atención de un estudio de diseño gráfico, y fue a partir de esta experiencia que maduró su encuentro a distancia con Giambattista Bodoni, el gran director de la Stamperia Ducale de Parma a finales del siglo XVIII, y con su Manuale Tipografico. La idea de reimprimirlo en una edición anastática le pareció a todo el mundo el sueño de un loco: ¿y cómo definir si no a un muchacho de 26 años que decidió jugarse buena parte de sus ahorros a reeditar algo para aficionados, un libro que no se podía encontrar, pero que sin embargo ejerció sobre él una fascinación tan fuerte que se convirtió en inagotable, duradera, y luego en un rasgo distintivo de casi todas sus futuras publicaciones? Aquel loco había madurado, sin embargo, la intuición de transformar el Manuale Tipografico en un producto de lujo, pero de un lujo accesible: la idea, como declaró en varias ocasiones, era hacer que incluso aquellos que no podían permitirse un libro tan caro tuvieran acceso a una edición de alta calidad. La empresa tuvo éxito, también porque la recién fundada editorial supo crearse un mercado en una Italia que sentía fuertes y profundos los valores de la cultura y la educación.

Franco Maria Ricci. Ph. Laberinto del Masone
Franco Maria Ricci. Ph. Laberinto del Masone


Y ese mismo anhelo de compartir es quizá otro de los hilos rojos que componen el entramado de la irrepetible existencia de Franco Maria Ricci. Por supuesto, en la base de tantas de sus aventuras, editoriales y de otro tipo, está esa sutil vanidad, más o menos exhibida (no por él, que llevó una vida siempre alejada del clamor mediático), que es propia de todo amante de la belleza: pero Ricci era un verdadero humanista de nuestro tiempo, y cuando se propuso publicar la “revista más bella del mundo”, como Jacqueline Kennedy llamó a su FMR, la idea era también acercar al gran público al arte del pasado, no sólo hablándole de sus manifestaciones más conocidas y evidentes, sino también indagando en los pliegues más ocultos, pero no por ello menos intensos y apasionantes, de la historia del arte. Nacía así una revista culta, que transmitía al gran público la elegancia que caracterizaba a su fundador y a su editorial, y que apoyaba sus cimientos en una idea tan simple como revolucionaria: dar a cada tema un enfoque monográfico. FMR se situaba, pues, a medio camino entre el libro y la revista de divulgación: Pocos artículos, por lo general menos de diez, un rico aparato iconográfico con imágenes a toda página y ampliaciones de detalles, tanto más preciosas si se piensa que en aquella época no existía internet y, por tanto, era difícil obtener una buena imagen de una obra de arte, que podía no ser en blanco y negro, y con textos escritos por nombres ilustres (se podían leer artículos de André Chastel, Francesco Arcangeli, Yves Bonnefoy, Raffaello Causa, Giovanni Testori, Rossana Bossaglia, Sylvia Ferino-Pagden, Alberto Arbasino, Umberto Eco, Jorge Luis Borges y muchos otros) y textos de jóvenes promesas (desde el principio, por ejemplo, colaboró con FMR un treintañero y entonces desconocido Vittorio Sgarbi). Todo ello con una presentación muy elegante: para Federico Fellini, FMR era la “perla negra de la edición mundial”. La razón principal de FMR, había escrito el propio Sgarbi en un ensayo para una exposición en el que Franco Maria Ricci se reconocía evidentemente hasta el punto de citarlo en su sitio, era la de “multiplicar los deseos y los placeres, pudiendo publicar de vez en cuando tantos artículos sobre temas diferentes y peregrinos en lugar de un solo libro que requiere mucho tiempo y un solo tema”.

Las ediciones, entretanto, se habían enriquecido con volúmenes para bibliófilos, amantes del arte, viajeros cultos y frecuentadores de las exposiciones más refinadas. Con los libros siempre impresos en el tipo de letra derivado de los tratados de Bodoni, era, según el editor, una forma de revivir el pasado en la modernidad. Una especie de neoclásico del neoclásico. Franco Maria Ricci, por su parte, no estaba tan interesado en el arte contemporáneo, o al menos no en los lenguajes más vanguardistas, aunque también en este campo tuvo intuiciones muy interesantes, como la de invertir en un jovencísimo Luigi Serafini publicando, en 1981, el ya famoso Codex Seraphinianus compuesto cinco años antes: esa extraña enciclopedia que fusionaba casi todos los campos del saber humano en dibujos alucinados e ilegibles inspirados en códices antiguos, y que fue comentada por Roland Barthes e Italo Calvino.

El Codex Seraphinianus, otro gran éxito editorial de Franco Maria Ricci, también puede admirarse ahora en el museo del Laberinto del Masone, otra hazaña de un hombre que parecía vivir en otra época, madurada tras la lectura de los libros de su amigo Borges. Un auténtico laberinto, abierto al público, en el que no pocas veces quienes se adentran en él se pierden entre las intrincadas cañas de bambú que conforman sus paredes: de vez en cuando, algún empleado de la taquilla tiene que ir a recuperar a los visitantes perdidos. “El visitante de hoy entra en los castillos, admira las exposiciones temáticas, se siente atraído por las colecciones privadas, atractivas por sus bellos envoltorios”, había dicho Ricci en otra entrevista a Repubblica, contando su idea. “Aquí, el parque permitirá a los visitantes pasar un domingo diferente, disfrutar de las obras de arte pero también divertirse. Habrá bancos, césped, heladerías, acordeonistas, y luego el gran laberinto. Creo que en una hora y media serás capaz de orientarte, pero alguien puede perderse de verdad”. Una proeza de otra época, pero no sólo porque a nadie se le ocurriría construir un laberinto hoy en día: también porque, en el frenesí del mundo contemporáneo, obligar al público a pensar y comprometerse durante toda una hora para encontrar la salida del laberinto significa cultivar un serio interés por los demás. Una mentalidad de hombre del Renacimiento bien consciente, sin embargo, de que vive en el siglo XXI. Un hombre del Renacimiento que parecía casi impregnado de un sentimiento de nostalgia que, sin embargo, fue la llama que encendió sus esfuerzos y le permitió hacer una contribución única y extremadamente importante al arte y a la cultura. “Lo eterno”, dijo en conversación con Gianmarco Aimi para Linkiesta, “es el alimento que deseamos, pero somos sensibles a las ruinas, a las elegancias de tiempos pasados, a los testimonios de fiestas acabadas, porque somos seres mortales”. Su rosa, sin embargo, seguirá haciéndonos compañía durante mucho tiempo.


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