Elbalancín siempre ha sido uno de los juegos más libres y felices que conoce un niño: es un no-lugar seguro, público e impersonal donde uno finge volar mientras el aire le despeina irreverentemente y la evasión, los sueños, parecen estar unos centímetros más cerca de realizarse. Pero si ese mismo columpio decidiera habitar lo inhabitable, columpiarse en una inquietante estructura subterránea, de repente la libertad se convertiría en encarcelamiento. Y este es precisamente el trabajo de la artista Mona Hatoum que, para la edición de este año de la Trienal de Brujas, Espacio de posibilidad, decide poner en escena su Full Swing, creando un angustioso oxímoron visual.
Más allá de la estación de tren de Brujas y pasado el bullicio urbano típico del centro, en el jardín del hospital psiquiátrico de Onzelievevrouw, hay un muro muy bajo hecho de piedras de diferentes tamaños sujetas por una malla metálica. Al acercarse a ese muro bajo, se descubre una especie de mazmorra oscura que en su centro alberga un columpio que permanece suspendido. La única escapatoria parece ser el cielo, una ventana azul inalcanzable, burlona en su inútil promesa de libertad. Y ese cielo se convierte en un sueño prohibido que relega al visitante a un purgatorio de hierro y a las prisiones de su cabeza. Junto al balancín, uno oscila entre la luz y la oscuridad, entre la trampa y la huida indomable, entre la alegría y la incomodidad, pero al seguir balanceándose se da cuenta de que lo que reina es sólo una sensación de inseguridad y restricción. Las paredes parecen estrecharse con cada respiración, el cielo parece cada vez más lejano y el crujido de las cuerdas envuelve el pensamiento. Cada paso viola el silencio y resuena como un eco sordo, un lamento sofocado que se cuela en los pliegues de la mente, pero que al mismo tiempo ofrece la posibilidad de experimentar físicamente, de forma tangible, la sensación de vivir en condiciones de confinamiento.
Todas las superficies de la obra son de piedra local y se inspiran en las jaulas de confinamiento típicas de los entornos militares y carcelarios. Nada se deja al azar: incluso el lugar donde se coloca el columpio tiene una importancia fundamental y el jardín del hospital psiquiátrico de Onzelievevrouw, que se perfila en la distancia, pone a las personas en una relación obligada con la historia del lugar circundante.
Durante la Edad Media, los discapacitados mentales eran alojados en un “dulhuus” (asilo) especial: una institución urbana similar a otros hospitales de la ciudad, en la que, en un principio, los cuidados eran prestados únicamente por seglares. Los textos relativos a los hospitales psiquiátricos de Brujas son bastante escasos, pero un reglamento redactado en 1596 para el asilo de Sint-Hubrechts relata cómo las instalaciones se entregaron a una especie de alcaide cuya tarea consistía en cuidar de los pacientes, comprobar las cerraduras y cadenas “para que no se rompieran”, limpiar las celdas y suministrarles la paja necesaria y, por último, alimentarles tres veces al día con pan, mantequilla y sopa espesa, mientras la ciudad pagaba su ropa y la leña para calentar la casa.
Sin embargo, fue en 1793 cuando surgieron oficialmente los primeros manicomios de Europa, gracias a la intuición del médico francés Philippe Pinel que, según la leyenda, liberó a los enfermos mentales de las cárceles porque no se les podía equiparar a los delincuentes. Los manicomios tuvieron buena acogida durante la primera mitad del siglo XIX en Francia, Alemania y Estados Unidos: sin embargo, en su interior los enfermos, divididos según sus trastornos, eran sometidos a constantes vejaciones, torturas, baños de hielo, camisas de fuerza, sangrías y mucho más. Al mismo tiempo, el “Pinel holandés”, un tal Joseph Guislain, decidió rápidamente aplicar estos tratamientos en el Buitengasthuis de Ámsterdam y en el Dulhuys de Utrecht. Sin embargo, fue el psiquiatra Wilhelm Griesinger quien dio un vuelco al modelo francés al proponer instituciones periféricas con muy pocas camas y estancias de no más de un año, y sobre este modelo nació la clínica psiquiátrica de Gheel en Bélgica, donde los trastornos mentales se trataban con trabajo en el campo. Hay muchos siglos de oscuridad en la historia de los manicomios, y es sobre esta historia sobre la que se levanta la obra Full Swing.
Sabemos que, a principios del siglo XX, las instalaciones de Onzelievevrouw se habían quedado tan obsoletas que era necesaria una renovación inmediata. El 8 de diciembre de 1906, el arquitecto Jules Coomans comenzó a diseñar y supervisar las obras del hospital tal y como lo conocemos hoy. Fue inaugurado el 17 de agosto de 1910, y a partir de aquí se innovó en la atención médica mediante una organización en departamentos para los distintos tipos de locura, sin pabellones separados. De nuevo, durante la Primera Guerra Mundial, las cosas volvieron a cambiar, y la evacuación de enfermeras y pacientes provocó un periodo de estancamiento que duró hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, tras el cual el hospital volvió a cobrar vida. Con los avances médicos y terapéuticos de la segunda mitad del siglo XX, el hospital experimentó importantes renovaciones y, en la década de 1980, se puso en marcha un ambicioso plan director para construir una residencia de ancianos con nuevas salas de enfermería, habitaciones individuales e instalaciones sanitarias privadas, situada en lo que hoy es un tranquilo parque. No podía haber, por tanto, mejor espacio para acoger la obra de Mona Hatoum, quien, desde sus primeras obras, ha investigado la sensación de encarcelamiento y control opresivos, encarnados por la arquitectura típica de los centros de detención. Full swing reúne todos esos materiales como rejas metálicas, columpios y jaulas que se repiten obsesivamente en sus obras, narrando historias de violencia asfixiante.
La experiencia de la huida regresa incesantemente en su arte y se convierte en la lente a través de la cual Mona Hatoum ve el mundo y se relaciona con él. Nacida en el seno de una familia palestina en Beirut en 1952, se vio obligada a instalarse en Londres en 1975 debido al estallido de la guerra civil en Líbano. Su investigación artística parte de tejer un diálogo constante entre el pasado en una tierra negada y la experiencia de una mujer emigrante. Aunque lleva años trabajando en Inglaterra y Europa, en sus obras resurge continuamente el recuerdo de por qué no pudo regresar a sus lugares de origen, más que los lugares en sí. En un principio, la artista utiliza su cuerpo para denunciar su experiencia como mujer y emigrante, buscando un lenguaje muy político para discutir los fundamentos de su condición. El tema de la identidad es un punto de partida ineludible que luego explora a través de una tensión de materiales que no dan tregua y cuya relación nunca se resuelve en un abandono, sino que siguen luchando convulsiva y tenazmente, creando un inquietante crujido entre la huida y el retorno, entre la pertenencia y el abandono.
Pero es a partir de los años noventa cuando, para Mona Hatoum, la exploración de su propio cuerpo da paso a la fisicidad de las habitaciones que empiezan a convertirse en contenedores homínidos de la mente: la casa se convierte en un espacio estrecho, en el que su teórico ser como “nido” tiene que lidiar con la constante contradicción con el rechazo y la imposibilidad de recepción. Y así, cada objeto presente se convierte en una trampa: camas en las que no es posible dormir, un asiento-rejilla que niega la posibilidad de sentarse y descansar, electrodomésticos que no son más que crueles experimentos científicos y columpios que obstruyen los sueños. Con cada una de sus obras, el artista teje un tapiz de imágenes evocadoras y nunca didácticas que revelan duras realidades de opresión, violencia y exilio que sumergen al espectador en un mundo liminal donde luces y sombras se entrecruzan y crean danzas macabras de significados contradictorios. Los barrotes y la sensación de ser prisioneros eternos en un mundo que no puede amarte adquieren una centralidad obsesiva, como en la obra Light Sentence de 1992, en la que las jaulas metálicas, iluminadas por una aséptica luz blanca, se convierten en largas sombras que engullen el espacio circundante. El continuo contraste entre luz y sombra no hace sino evocar esa constricción propia del encarcelamiento, tanto físico como psicológico, que, aunque nunca se haya experimentado, dentro de las falsas jaulas se convierte en algo real, como una reminiscencia lejana. En 2011, con Suspended, colocó treinta y cinco columpios rojos y negros en una sala, cada uno con un callejero de una capital diferente. Estos columpios, en constante movimiento y colgados en ángulo oblicuo respecto al vecino, crean una sensación de dislocación e inestabilidad, aludiendo precisamente al flujo de migrantes por el mundo y mostrando el desequilibrio creado por la guerra y la aleatoriedad de sus víctimas.
Como en la obra Full Swing, que puede visitarse en Brujas hasta el 1 de septiembre de 2024, Hatoum utiliza materiales que, tomados individualmente, parecen casi banales y los doblega a su voluntad, creando mundos dominados por límites artificiales que transmiten una insoportable pesadez de alma.
Esta instalación exige ser experimentada individualmente y sólo en este mundo se puede percibir plenamente la angustia claustrofóbica que quiere transmitir. Requiere descender a un estrecho pasillo, desarmado, y mientras se camina por él para llegar a ese columpio solitario, el chirrido de las piedras se une a los escalofríos que recorren los huesos. Una vez en el inquietante tiovivo, su chirrido metálico, inquietante como un lamento fantasmal, puntúa el sofocante silencio de la estrecha celda. Cada balanceo es sólo un eco de soledad, un grito que rasga el aire inmóvil y amplifica la desolación de cada individuo. Con cada balanceo, la sensación de aprisionamiento en la oscuridad de la tierra da paso al anhelo de ascensión, de liberación, y el cuerpo, aprisionado en el espacio, parece convertirse en un péndulo que desafía la gravedad, anhelando una libertad imposible de ese agujero en el suelo.
“Desde que llegué a Londres”, dice la artista mientras contempla su prisión desde arriba, “empecé a entender y a sentir un control brutal. Me di cuenta de que nos vigilan constantemente como en el Gran Hermano de Orwell y esto es lo que me llevó a observar las estructuras de poder, especialmente las cárceles que te hacen sentir tan pequeño e insignificante”.
Full Swing trata precisamente el tema del encarcelamiento, de la restricción de movimientos, y sobre todo exhibe al habitante momentáneo del pasillo infernal ante los ojos curiosos de la gente de arriba, que se apoya en ese pequeño muro gris que jura falsamente protegerles de todo lo malo, diferente y desconocido, que en ese momento eres tú.
El arte se despoja de toda utopía y no cree en la salvación porque, al fin y al cabo, son las prisiones de la mente las más taimadas y feroces.
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