La memoria de la información. Gianluigi Colin y su monumental discurso en Piacenza


En la iglesia de Sant'Agostino de Piacenza, Gianluigi Colin realiza una intervención monumental para poner de relieve la historia del lugar, para mostrarnos cómo han cambiado los cultos en la sociedad contemporánea, pero también para hablarnos del flujo de información que nos abruma cada día.

Entre los frescos de la Stanza dell’Incendio di Borgo, una de las cuatro que Rafael pintó al fresco con sus colaboradores en el Palacio Apostólico del Vaticano nada más llegar a Roma, se encuentra uno que representa la coronación de Carlomagno: el programa iconográfico de la decoración pretendía evidentemente establecer un paralelismo entre el pontífice entonces en funciones, León X, que había firmado un concordato con el rey francés Francisco I, y su lejano predecesor León III, que había colocado la corona de emperador sobre la cabeza del rey de los francos en la Navidad del año 800. En el fresco, ampliamente ejecutado por los ayudantes de Rafael, la basílica está cubierta por ricos, preciosos y coloridos ornamentos de seda que descienden de las bóvedas y enmarcan, como las cortinas de un telón, la solemne ceremonia. Aquí está: con toda probabilidad, Gianluigi Colin tenía algo parecido en mente cuando, pensando en su exposición Quel che resta del presente, imaginó cubrir el interior de la iglesia de Sant’Agostino de Piacenza con sus coloridas telas, en parte colgadas de la bóveda de la nave, y en parte colocadas donde antaño los marcos barrocos sostenían los retablos que adornaban una de las iglesias más imponentes de la ciudad.

En el interior de San Agustín, sin embargo, no queda nada. Las cinco naves, antaño rebosantes de estucos, pinturas y esculturas, ya sólo conservan vestigios de lo que aquí hubo. Fueron las vicisitudes de la historia las que hicieron de San Agustín un suntuoso cascarón por rellenar: primero, en 1734, la transmutación del edificio en hospital militar. Después, en 1798, la supresión de la orden de los canónigos de Letrán y la consiguiente subasta de su patrimonio mobiliario: obras de arte, libros, mobiliario litúrgico. Probablemente sólo quedó lo que no era vendible, incluidas las estatuas de las naves laterales, dañadas durante la ocupación napoleónica: fueron decapitadas por los soldados franceses por desprecio. Una nueva transformación en 1801, esta vez en almacén militar, y luego, en 1863, el traspaso a la Oficina de Bienes del Estado: la iglesia se transformó así en cuartel. Recientemente, la nueva y última vocación: lugar de exposiciones, centro donde se organizan exposiciones y se celebran actos de diversa índole. Y es sobre esta compleja historia sobre la que Gianluigi Colin ha decidido actuar.



Gianluigi Colin, Lo que queda del presente
Gianluigi Colin, Lo que queda del presente
Gianluigi Colin, Lo que queda del presente
Gianluigi Colin, Lo que queda del presente
Gianluigi Colin, Lo que queda del presente
Gianluigi Colin, Lo que queda del presente

Fue Jean Clair, hace algún tiempo, quien escribió que hemos pasado de la cultura del culto, hecha de iglesias, retablos, liturgias, magnificencia de los oficios, al culto de la cultura, hecha de museos, instalaciones, exposiciones, ferias de arte. También se ha convertido en una práctica consolidada, por parte de ciertos medios intelectuales, recordar las excursiones dominicales de la infancia al museo, organizadas por padres apasionados por la “belleza”, que preferían no llevar a sus hijos a misa y, en cambio, los sometían a interminables paseos entre las obras de arte, tal vez las mismas que antes se encontraban en el interior de las iglesias. Se trata de un culto que hoy cuenta con legiones de prosélitos y se fundamenta en un ceremonial constante y repetitivo, como el de la religión. No hay mejor lugar que una iglesia convertida en museo (porque, de hecho, para la mayoría de la gente, “museo” y “lugar de exposiciones” suelen convertirse en expresiones intercambiables) para poner de manifiesto la transmigración de nuestras liturgias cotidianas. Colin hace referencia a los tapices que solían colocarse en las iglesias en ocasiones solemnes especiales y, con sus telas de colores, también celebra solemnemente, con el máximo respeto debido al lugar que le acoge, la ritualidad de estas nuevas prácticas sociales, y en cierto sentido también su ecumenismo, ya que las grandes telas que Colin cuelga del techo de la iglesia son totalmente anicónicas, y parecen hablar el mismo idioma para todos.

Hay también otra dimensión en la intervención de Colin, que quizá se aprecie mejor al admirar sus coloridos lienzos colocados en los marcos donde antes estaban los retablos: la del arte contemporáneo como medio de sacar a la luz un significado que se daba por supuesto, o que se ignoraba, con el efecto de que se corre el riesgo real de perder su sentido. Hoy en día, incluso cuando entramos en una iglesia, tendemos a valorar las obras que encontramos en ella por el placer que despiertan al observarlas, pero su significado es más amplio, y la aglomeración de signos, manifestaciones, referencias, rituales y pasiones a los que abren paso las obras de arte se extiende mucho más allá de lo que percibimos a primera vista. Así pues, como escribe Aldo Colonetti, entrar en la iglesia de San Agustín con los tapices de Colin “significa ante todo contextualizar de nuevo el arte dentro de una ritualidad preexistente que no podemos hacer como si no existiera, so pena de malinterpretar por completo la investigación y el lenguaje, reduciendo así el arte a una función decorativa”. El arte de Colin se erige así en una especie de defensa contra el aplanamiento, un antídoto contra la homologación, una respuesta oportuna “contra una globalización”, subraya Colonetti, “capaz de banalizar todo lenguaje”, ya que “nos ha devuelto a un espacio que nos obliga a pensar de nuevo en la obra como protagonista ritual de una historia determinada”. Una forma de resistencia como la que uno de los mayores abstraccionistas italianos, Roberto Floreani, ha atribuido recientemente al lenguaje del arte abstracto, al afirmar que la conciencia del artista cuestiona también el “sentido crítico de la propia investigación”, reflexionando “sobre los conceptos extendidos de contemporaneidad, actualidad y caducidad, espectacularización o interiorización, precio y valor, distinción de la obra de la mercancía y cómo, objetivamente, estos aspectos conciernen plenamente a su mundo”.

Gianluigi Colin, Lo que queda del presente
Gianluigi Colin, Quel che resta del presente
Gianluigi Colin, Lo que queda del presente
Gianluigi Colin, Lo que queda del presente

Pero también hay otro nivel de interpretación. Es difícil imaginar de dónde proceden las grandes sábanas de Colin: son, esencialmente, material reutilizado. Son textiles desechados, utilizados originalmente para limpiar las rotativas con las que se imprimen cada día los miles de ejemplares del Corriere della Sera que se envían desde Milán a Italia y a todo el mundo (Colin es eldirector artístico del periódico de la via Solferino, además de cofundador de La Lettura). La práctica artística de Colin se ha nutrido a menudo de los frutos, y a veces incluso de las sobras, de su trabajo en el periódico: quizá sea también esta doble alma, esta experiencia continua de la realidad cotidiana, lo que hace de él “un artista lúcido que sabe muy bien que lo es”, como lo ha definido lacónicamente pero con eficacia uno de los más grandes escritores españoles contemporáneos, Arturo Pérez-Reverte. Las tintas de la tipografía impregnan su vida y su arte para componer un lenguaje hecho de signos y formas que se asemejan a los de la escritura: y “como los antiguos jeroglíficos”, apunta Luigi De Ambrogi, “podemos intentar descifrarlos, pero tras un primer arranque aparentemente fácil, resulta imposible continuar”. Y es que también tienen un componente epifánico difícil de transmitir, pero que quizá muchos puedan intentar experimentar asombrándose al saber de dónde proceden estos grandes lienzos. a menudo el resultado de una intervención a contracorriente del artista durante su trabajo como director de arte, ha señalado acertadamente Bruno Corà), alcanza probablemente la cima más alta.

Para Colin, sus “harapos de palabras”, sus “sudarios” como acostumbra a llamarlos, fueron una revelación, como él mismo ha dicho en varias ocasiones. "En estos objet trouvés", reiteró en el texto que firmó para la exposición de Piacenza, “encontré la eliminación simbólica de infinitas historias, una metáfora del olvido que envuelve nuestro presente. Es la huella de un tiempo disuelto, el rastro y el testimonio de tantas existencias ocultas. Lienzos extraídos del corazón del mundo de la comunicación sobre los que he intervenido ensamblando fragmentos discontinuos de una reconstrucción arbitraria: huellas borradas de tantas vidas, disoluciones de infinitas historias”. Estas hojas, larguísimas hojas compuestas de tela no tejida, ese producto industrial que se parece a la tela pero en el que las fibras no adoptan la estructura típica de los productos textiles, el cruce de la urdimbre y la trama, pasan por las rotativas al final del proceso de impresión, para limpiar los cabezales de las máquinas que dejan la tinta en los periódicos: Así nacen estas obras que conservan, en cierto modo, la memoria de todo lo que sucede en el mundo, tomando la apariencia de un paisaje abstracto continuo, multiforme y multicolor, del que emerge también la extraordinaria variedad en la que nos ha tocado vivir.

Gianluigi Colin, Lo que queda del presente
Gianluigi Colin, Lo que queda del presente
Gianluigi Colin, Lo que queda del presente
Gianluigi Colin, Lo que queda del presente

En los periódicos, los acontecimientos que quedarán impresos en los libros de historia se plasman en su desarrollo cotidiano y se mezclan con una realidad más mundana y ordinaria en un flujo ininterrumpido que, podría decirse, siempre ha sido la principal prioridad estética de Colin: Así se vio con la instalación The Wall, toda una pared con cientos de restos y fragmentos de periódicos, o de nuevo con la imponente Apparent Chaos, una abrumadora obra compuesta por tres mil impresiones fotográficas organizadas para cubrir cada centímetro cuadrado de las paredes que la albergaban y, sobre todo, para transmitir esa continua sensación de horror vacui generada por la voraz y voraz omnipresencia de los medios de comunicación contemporáneos, que se alimentan de la principal mercancía que garantiza su supervivencia, es decir, la atención del público: Para obtenerla, tienen que luchar contra decenas, a veces centenares, de competidores y, por tanto, inundar de información las plataformas a través de las cuales los destinatarios reciben los contenidos de quienes los producen. Pero ya en los años 70, el economista Herbert Simon lanzó una advertencia inevitable: la sobreabundancia de información crea necesariamente una pobreza de atención. Y así, por un lado, los interminables paisajes de colores de Colin crean inquietud, despiertan un poco de asombro en el observador: cuando nos enteramos del proceso del que proceden, se puede sentir una primera sensación de escepticismo, de rechazo mental, que luego da paso a un fuerte sentimiento de desorientación. La misma, si hubiera que aventurar una comparación, ciertamente arriesgada, que sentían los viajeros del norte de Europa a principios del siglo XIX ante las afiladas cumbres de los Alpes, ante sus desfiladeros, sus cascadas, sus caminos intransitables y difíciles. Una sensación de sobrecogimiento e incluso de impotencia: poco se puede hacer ante el caudal que Colin capta con sus sábanas, uno sólo se siente sobrecogido por su monstruosa majestuosidad. Luego, sin embargo, viene el asombro, la admiración ante un espectáculo que a los grandes turistas de hace tres siglos les provocaba un placer difícil de describir, y a quienes contemplan las mortajas de Colin les provoca otro tipo de conciencia.

Y es que, contrariamente a lo que podría pensarse, la intención de Colin no es negar lo que sucede en la vida cotidiana, ni el artista quiere presentar al espectador una realidad “otra”, por así decirlo, es decir, que represente un rechazo de lo que vivimos cada día. Todo lo contrario: de lo contrario, ni siquiera se explicaría por qué Colin se esmeró en restaurar una cabeza de santos decapitados por los soldados de Napoleón, con un fuerte acto estético contra toda iconoclasia contemporánea. Para Colonetti, los Sudari de Colin interpelan ante todo al observador, preguntándose qué queda del mundo después de haberlo “leído, interpretado, volteado por todos lados con todos los medios que nos ofrece ’el arte en la era de su reproductibilidad técnica’”. Estas hojas se convierten así en una forma de reflexión sobre nuestro tiempo, un medio para intentar establecer una conexión entre nuestro tiempo y el de los medios de comunicación. Pero al mismo tiempo son obras que indican, escribe Colonetti, la existencia de “una posibilidad creativa y de diseño capaz de ir más allá de la realidad, sin negarla”. No es fácil leer a través del caos informativo de nuestra época, y mucho menos identificar claves globales para encontrar orden en toda esta inestabilidad. Sin embargo, se pueden encontrar formas de diálogo, formas de superación, formas de preservar la memoria. Ésta es quizá la idea que acecha entre los paisajes abstractos de Gianluigi Colin, ésta es quizá el alma más íntima de una intervención que, aunque producto de una sociedad en la que la información se ha convertido en mercancía, nos transmite una historia y el sentido más profundo de un lugar que la historia ha sometido a una larga y complicada serie de transformaciones a lo largo de los siglos.


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