Roberto Longhi la llamó “la Madonnina casi persa que parece estar esperando para dar al Niño una lección en el arte del perfume”. La Virgen con el Niño de Vitale degli Equi es uno de los objetos más bellos del Museo Poldi Pezzoli de Milán y una de las mayores expresiones del gusto coleccionista de Gian Giacomo Poldi Pezzoli. Una de las piezas más bellas de la colección, que por sí sola merece una visita. Uno no repara inmediatamente en ella, en la Saletta dei Trecenteschi repleta de fondos de oro, paneles preciosos y pequeñas obras maestras del arte del siglo XIV, pero el ojo que se topa con ella se da cuenta enseguida, incluso sin ser necesariamente un experto, de que está ante uno de los productos más elevados del arte de la época. Longhi ha destacado muy bien cómo este panel representa el feliz resultado del encuentro de dos culturas: el lirismo de los boloñeses y el lujo de los venecianos.
Es una obra que retoma el motivo iconográfico de la Virgen de la Humildad: es decir, la Virgen está sentada en el suelo en lugar de sentada en un trono. Humilde, por tanto: se pone a la altura del espectador. A menudo se acentúa la humildad de la pose con la de la actitud, de la expresión. En el panel de Vitale da Bologna, la Virgen está sentada sobre una hermosa alfombra persa, que sostienen, más atrás, dos santas: a la izquierda, santa Catalina de Alejandría muestra al espectador la rueda de su suplicio, mientras que a la derecha una santa mártir no identificada observa la escena.
La línea expresionista del arte boloñés que ve en Vitale a uno de sus maestros más hábiles y aclamados se aprecia en los movimientos de la madre y el hijo: María es una madre amorosa que cuida de su hijo, lo toma de la mano, lo acaricia (el gesto del dedo índice de su mano izquierda, rozando la barbilla del Niño, bastaría por sí solo para demostrar todo el afecto de la madre divina). El Niño, por su parte, devuelve la atención con la mirada. Hay, en Vitale degli Equi, una búsqueda constante de la expresión, de la señal emocional.
Observando de nuevo al Niño, Vitale, con una invención muy original, lo capta eligiendo entre lo que Longhi leyó como ampollas, colocadas en el taburete a su lado “como si, como un príncipe oriental”, escribió el gran erudito, “estuviera escuchando a su madre darle su primera lección en el arte de los perfumes”. Carlo Volpe propone otra interpretación de los objetos de colores, de forma cónica, que se encuentran sobre la mesita: se trata de carretes de hilos de colores, y el Niño entrega a la Virgen una aguja, que sujeta entre el pulgar y el índice. Esta interpretación enlazaría con un precedente: una Virgen del Bordado que Vitale pintó para la iglesia de San Francisco de Bolonia. El fresco, hoy desprendido, es anterior a la Virgen con el Niño de Poldi Pezzoli (la obra boloñesa data de los años 30, la milanesa de hacia 1353: se ha relacionado con el políptico de San Salvatore de Bolonia, obra de esos años con la que comparte el mismo decorativismo) y se conserva en las colecciones de la Fondazione Cassa di Risparmio di Bologna, gestionadas por Genus Bononiae. Si se quiere leer la imagen de la obra de Poldi Pezzoli como la de una Madonna empeñada en coser, se podría relacionarla con los círculos religiosos de la época: uno de los textos más populares entre las órdenes religiosas eran las Meditationes Vitae Christi de Pseudo Bonaventura, obra escrita en Toscana hacia principios del siglo XIV. Un pasaje representa la imagen de una sagrada familia dedicada a las tareas cotidianas: San José mantenía a la familia trabajando la madera, y María contribuía realizando trabajos con la aguja y la rueca.
El tema de la Virgen trabajadora era, pues, especialmente apreciado por las órdenes religiosas de la época. En el fresco de San Francisco, basado en un plasticismo que podría parecer insólito si tenemos en cuenta la obra de Milán (Cesare Brandi, sin embargo, subraya cómo el gran boloñés del siglo XIV era capaz de pasar de una visión plástica a una más pictórica “como un motivo musical pasa en mayor o menor”), Vitale aborda el tema de la Virgen del Bordado con gran sobriedad, con una imagen intensa y desnuda, pensada para los franciscanos que debían rezar ante ella. El tono, en cambio, cambia en la Madonna Poldi Pezzoli, marcada por una elegancia gótica, cortesana, de cuento de hadas: la alfombra recuerda tierras lejanas y soñadas, el suntuoso manto de seda azul con bordados dorados y forro de gasa permite imaginar a un mecenas amante del lujo. Madonna de la humildad sí, pero vestida como una reina.
Una artista espontánea, por tanto, imaginativa, capaz incluso de cambios bruscos de registro y de enfoque, capaz de fusiones insólitas entre modos de expresión diferentes, incluso distantes: la solidez del fresco boloñés, por una parte, y esos “exquisitos vilucchi de líneas” que, escribe Brandi, “se persiguen en un arabesco inagotable” en la Madonna Poldi Pezzoli, pintada con virtuosismo, pues parece que Vitale nunca despegaba el pincel de la superficie, por utilizar otra imagen de Brandi.
En 1966, Arturo Carlo Quintavalle, al presentar el volumen de los Maestros del color de Rizzoli dedicado a Vitale degli Equi, escribió que las últimas obras del pintor boloñés, a partir de la Virgen con el Niño de los Poldi Pezzoli, podrían considerarse como las obras que inauguraron la traducción septentrional de las “Madonnas de la Rosaleda” de los varios Pisanello y Gentile da Fabriano. El difunto Vitale es, al fin y al cabo, un artista que “continuó por la senda cada vez más rica del arte cortesano”. Un arte cortesano no en sentido estricto, sino impregnado de atmósferas cortesanas, podríamos decir, no exento de matices sieneses y aviñoneses, pero animado por un brío sumamente original e innovador. En resumen, así podríamos describir a Vitale degli Equi en la última fase de su carrera. Y la Virgen con el Niño de los Poldi Pezzoli es la obra maestra de esta fase.
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