El año de Rafael, que comenzó en medio de las evidentes dificultades de la epidemia, será sin embargo denso en estudios, reevaluaciones y ampliaciones histórico-críticas que ya han comenzado a poner de relieve los efectos debidos a la presencia romana del gran Urbino.
Entre los muchos apuntes posibles, destacamos aquí el secular y reciente asunto de los frescos que cubren la vòlta de la tercera de las famosas Estancias Vaticanas: la titulada “dell’Incendio di Borgo”. Es aquí donde ocurrió un hecho que debemos deducir como bastante singular, ya que ese techo pintado es la única parte superviviente de los frescos anteriores que cubrían las superficies de las Estancias que Julio II, elegido papa pocos años antes, eligió para su nuevo piso. Se volvió hacia su interior, evidentemente algo desconcertado por la serie de intervenciones pictóricas que habían requerido algunos de sus predecesores con escenas que hoy no podemos conocer, pero que habían sido ejecutadas por Piero della Francesca, Andrea del Castagno, Luca Signorelli, entre otros, y luego probablemente por Sodoma, Peruzzi y finalmente (en su época) Lorenzo Lotto y Perugino. Es probable que existiera una falta de coherencia temática entre todas estas intervenciones, pero los nombres de los maestros nos aseguran la presencia de una altísima calidad. Todo ello chocaba con el terrible temperamento del papa Della Rovere, que deseaba una residencia oficial totalmente nueva, capaz de magnificar su propia personalidad junto con los esplendores del pontificado romano y de la propia Iglesia.
Hay que añadir ahora que el papa Julio había encontrado al arquitecto de la habilidad imperial llamado Donato Bramante, y que había forjado con él una relación que era al mismo tiempo de voluntarismo sin límites y de dependencia casi psicológica: ¡Bramante en definitiva era para él el hombre que lo resolvía todo! Y cuando Donato le presentó a ese milagro viviente que era el joven Rafael de Urbino, capaz de transfigurar por completo las salas de recepción del nuevo piso papal, ya no tuvo dudas. El tremendo pontífice, que había recogido del texto de Jeremías el poder real del “ut evellas et destruas”(para que deshagas y destruyas), recorrió nervioso de nuevo las salas y dio órdenes(ipso facto) de lapidar todos los admirables frescos de Piero della Francesca en la Stanza della Segnatura, y luego los demás frescos en la siguiente, para entregar paredes y bóvedas al joven de Urbino que lo había imaginado: ¡Rafael!
La Sala del Fuego del Borgo |
Rafael, Retrato de Julio II (antes de marzo de 1512; óleo sobre tabla; Londres, The National Gallery). © The National Gallery, Londres |
En la tercera sala, que más tarde se llamaría del Fuego de Borgo, quiso quitar todos los frescos de las paredes (incluso los que él mismo había pedido a Lotto y Perugino), pero hay que imaginárselo ahora mirando hacia arriba. El beligerante Papa se detuvo un momento: dentro de él rugía ese espíritu removedor que quería renovarlo todo, como en las habitaciones de al lado, pero allá arriba se arremolinaba el Padre Eterno, el Creador, cum angelis et arcangelis y con los cielos abiertos, ¡entregando a Cristo, por tanto a la Iglesia el ejercicio de la Justicia y la Misericordia! Un soplo de espiritualidad y de poder sacramental se elevó en su alma, y detrás de él tal vez oyó la voz sonora de él, su Rafael, diciendo “Padre benditísimo, dejemos este documento divino sobre tu gloria; el Padre del cielo te honrará eternamente” y añadiendo “mi maestro, Perugino, lo sabía bien cuando pintó aquí”.
El techo permaneció.
Bajo la vòlta de Perugino, ¡el Papa Julio se había detenido! Y el Urbino le pagaría con obras maestras inmortales. Así permaneció, y permanece, una reliquia de Perugino en las “Estancias de Rafael”. ¿Por qué? Deberíamos considerar detenidamente esta hermosa página aérea, que demasiados visitantes no contemplan y que los críticos pasan por alto. Deberíamos hacerlo hoy, después de aquella sorprendente y cuidadísima operación de salvación de finales del siglo XX, que desgraciadamente pasó a las páginas marginales de las “restauraciones olvidadas”, arrollada por el clamor mundial de las intervenciones similares en el techo de la Capilla Sixtina. El apasionado autor fue Claudio Rossi de Gasperis, restaurador del Vaticano.
Para analizar los méritos de la obra en cuestión, es necesario fijarse en la primera de las famosas Stanze y, dando por sentados los temas murales de las Stanze, ver los papeles de los techos pintados. La vòlta de la Stanza della Segnatura elige un tema complejo, bíblico-astrológico y al mismo tiempo alegórico. La vòlta de la Sala del Heliodoro recurre a los temas más fuertes del Antiguo Testamento, a saber, la relación histórica y personal del Creador con los Patriarcas. Finalmente, en la vòlta de la Stanza dell’Incendio di Borgo, aparece a través de la mano pictórica de Perugino la extraordinaria y suprema realidad teológica de la Santísima Trinidad, tomada de la Disputa pero aquí realizada en la figura viva de Jesucristo según el plan divino que quiere ab eternamente la terminación de la Creación con la Encarnación del Verbo, para la Redención humana a través del Verbo mismo. Es el tema supremo de la revelación, de la finalidad de la vida terrena, de la función sacerdotal que Jesús transmite a los Apóstoles, encabezados por Pedro, a lo largo de la teoría ininterrumpida de los siglos. Una teofanía intensa, resplandeciente, epítome de toda la realidad bíblica.
Frente a este supuesto, nadie, creemos, podía ciertamente buscar otro tema, tanto más cuanto que la figura del Pontífice, repetida en los acontecimientos de los muros, consagraba el papel papal como decisivo y preponderante en la historia. Julius era muy consciente de ello y observó con satisfacción aquella llave de la bóveda, en el centro de las velas, que llevaba el escudo de las llaves apostólicas con la tiara, todo ello rodeado de las palmetas y bellotas de Roveresque. Era una metáfora evidente de su presencia.
También Perugino había considerado conscientemente la tarea ideal de esta vòlta: mostrar a los empíreos por encima del mundo y allí las figuras de la propia Divinidad. Por esta razón, no sin tener en cuenta los logros de Mantegna y Melozzo, rompió el espacio real con cuatro aperturas a los cielos. Podemos ver en la ficción que proponemos cómo ésta era precisamente la intención. El Maestro restaurador señala cómo el actual fondo azul intenso que aparece por doquier en torno a las figuras suspendidas se debe, tras la restauración, a la imitación de la azurita utilizada por el pintor: debemos imaginar, pues, un espacio etéreo total que se abre por encima de la fisicidad del techo y que puede captarse a través de las cuatro “claraboyas”, verdaderas conductoras de luz. Los marcos que acompañan ilusoriamente la superación del espesor físico del techo están de hecho abocinados en sentido perspectivo, de abajo arriba, y aquí debemos decir que el pintor ha captado un dato específico de conquista espacial que estaba madurando en el Renacimiento italiano.
La bóveda de la Stanza dell’Incendio di Borgo en el Vaticano, pintada por Perugino (1507-1508). Debajo, el Padre Eterno rodeado de ángeles y arcángeles. |
La misma bóveda. Debajo la representación de la Trinidad. Aquí la Encarnación del Verbo tiene protagonismo. |
El techo se arquea en cuatro velas poco elevadas. Las nervaduras, pintadas con racimos clásicos, se reúnen en el centro en el escudo papal rodeado de palmetas y bellotas de roble. |
Ficción fotográfica. Muestra cómo Perugino quiso perforar pictóricamente el techo hacia el cielo, aquí diurno. De hecho, los marcos de las perforaciones están en perspectiva hacia arriba, formando “claraboyas”. |
La ficción revela cómo cada visión aparece suspendida en el empíreo, densamente azul como corresponde al misterio (aquí la azurita), y ha hecho entonces convincentes los colores típicos de una vidriera. |
He aquí, pues, las cuatro partes de lo que es una sola visión. El Padre Eterno, entronizado y rodeado de querubines y ángeles, está sentado dentro del círculo de luz dorada: tiene el mundo en la mano, símbolo de toda la creación; sus ángeles tienen los colores de las virtudes teologales y se muestran suspendidos en un pneuma sobrehumano. Continuando verticalmente desde la figura del Padre, en el óculo espejado está la Trinidad, la esencia misma de Dios, que muestra al Padre en la parte superior en los “tres círculos” de Dante; en el centro está Jesús encarnado, de pie y glorioso, rodeado por los Apóstoles arrodillados; debajo de Cristo, hacia nosotros, se cierne el Espíritu Santo, en forma de paloma. Jesús, vestido de cuerpo, está en el centro de las otras dos escenas circulares; en una (también celeste) aparece entre la personificación de la santidad y la victoria sobre el tentador (que tiene cuernos de diablo en la cabeza), por tanto vencedor del mal; en la otra, como Sol Justitiae, triunfa (dentro de la mandorla de la divinidad) suspendido entre la Justicia misma, provista de balanza y espada, y la Misericordia, que está a su derecha, hacia la que se vuelve con gesto y mirada benignos. Hermosas son estas dos figuras, típicas de Perugino, que Rafael no podía dejar de admirar. Y espléndida es toda la teleología(telos = el fin último) que concluye las Tres Estancias.
Durante la restauración, en las primeras exploraciones, Rossi de Gasperis advirtió una caída del pecho de la Justicia: era la impresión negativa de lo que debía ser el colgante significativo del personaje ideal: ese collar sobre el pecho que luego resultó ser el Nudo de Salomón. Así, el Vaticano Claudio (nació en la Ciudad del Vaticano) recreó con color el signo del gran Rey de Israel sobre la huella precisa. Desde la antigüedad mesopotámica existía un simbolismo muy fuerte y complejo sobre este signo, que fue retomado por diversos pueblos e incluso llegó a Dante en la Divina Comedia. En síntesis, el nudo significa la perfecta equidad de la Justicia, la indisolubilidad de la misma en sus juicios, y en la composición cruzada recuerda un valor cristiano muy elevado.
El conjunto de la restauración, de verdadero mérito internacional, devolvió la belleza a la obra maestra peruana, en la que algunos detalles merecen una atención específica: los grotescos, por ejemplo, “atemperados” en el sentido cristiano y que conservan en sus racemes los esplendores ravenos del jardín divino; la colocación de los camafeos encomiásticos, con las cabezas virtuosas de los hombres y mujeres de la antigüedad clásica; el fondo, extremadamente precioso, realzado ampliamente por el oro. Y ahora, con el extenso análisis, llegamos a una perfecta explicación de la elección de colores del Maestro en las escenas figurativas: al tener que estar colocadas como en una ventana hacia el cielo, eligen la intensidad y el papel de las vidrieras. Así se comprende esa admirable sensación de “efecto luminoso” que emana precisamente de los “tragaluces” excelsos, que la reciben místicamente del Paraíso.
El Padre Eterno, en un trono de oro, aparece como Creador bienhechor. |
La Trinidad. El Padre aparece en los tres giros de Dante. El Hijo se encarna en la persona de Jesús y es adorado por los doce apóstoles. El Espíritu Santo, en forma de paloma, se cierne sobre nosotros. |
Cristo, que aparece en la sustancia de su venida a la tierra, entre las dos figuras simbólicas de la Santidad y el Mal. Juntas son una metáfora de las opciones de nuestra libertad. |
Una bella composición del Maestro de Rafael. Jesús, sol de la verdad, se sitúa entre la Justicia armada de balanza y espada y la Misericordia que vemos a su derecha: a ella se dirige la benevolencia divina. |
La figura de la Justicia. La restauración le ha devuelto el colgante revelador en el centro del pecho. Es el famoso nudo de Salomón. |
La decoración espléndida y muy cuidada. |
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