Para conmemorar la figura de Gillo Dorfles (Trieste, 1910 - Milán, 2018), fallecido anteayer en Milán a los 107 años, proponemos una de sus lecturas del arte de Lucio Fontana (Rosario, 1899 - Comabbio, 1968): se trata de dos capítulos extraídos del volumen Preferencias críticas. Uno sguardo sull’arte visiva contemporanea publicado en 1993 por Edizioni Dedalo. El segundo capítulo, “Fontana a Zagreb”, publicado en el mismo volumen, procede del catálogo de la exposición de Lucio Fontana celebrada en la Moderna Galerja de Zagreb en 1982. Las imágenes, añadidas por los editores de Finestre sull’Arte, no forman parte del texto original.
Fontana: los agujeros y los cortes
Desde su juventud, Fontana despreció los caminos fáciles hacia el éxito inmediato y a menudo destruyó los gloriosos pedestales que había establecido con sus propias manos. Podría haberse recostado en la fácil estela marcada por Adolfo Wildt -su primer maestro- o haber desarrollado la dirección de un Martini; en lugar de ello, abandonó todas las viejas tradiciones en busca de un nuevo camino que seguir.
La alternativa entre la pureza de una investigación espacial libre de todo aliciente métrico, y una creación voluptuosa y casi sensual de siluetas neobarrocas, puede considerarse la base de su voluntad creativa: Sería un error, por tanto, identificar a Fontana sólo como un “pintor de agujeros y cortes”, como un artista que supo liberarse de la complacencia del tono y del empaste; o, más aún, ver en él sólo al moldeador de “agradables” cerámicas decoradas, utilizadas como ornamentos para salones burgueses.
Recientemente Fontana - después de haber compuesto una serie de lienzos muy puros en los que sólo el gesto inmediato e impactante de los cortes daba una firma insustituible al cuadro - tuvo el impulso repentino de esculpir una marca clara y perentoria en la superficie aún virgen de una esfera de arcilla cortada en dos “rodajas”.
El resultado son unas “expectativas espaciales” que tienen la voluptuosidad carnosa de las figuras andróginas tal y como las describió Platón en uno de sus diálogos: cuerpos, casi humanos, creados en arcilla primordial, la misma arcilla de la que se hizo el hombre, y que -desgarrados en dos cáscaras idénticas- han sido grabados por el corte del creador, únicos y dobles, emblemas vivos de una bisexualidad que sólo puede satisfacerse con el reencuentro. Pues bien, en estas “expectativas espaciales” plásticas, el artista revela su capacidad constante de renovarse y de redescubrir -incluso en períodos de la más destilada castidad compositiva- ese impulso sensual y mágico sin el cual el hombre nunca podrá convertirse en un auténtico creador.
No he olvidado la impresión que me causó -en los años comprendidos entre el 31 y el 35- una escultura como “Gli Amanti” para la Casa del Sabato en la Trienal de Milán, o ciertos grafismos en cemento blanco y negro. Fue una de las primeras rebeliones italianas contra el equívoco monumentalismo del siglo XX y también uno de los primeros intentos de introducir el color en la plástica.
El periodo que podemos llamar “de las estatuas negras” marcó un importante punto de inflexión en la obra de Fontana, y consistió en una serie de estatuas de yeso o cemento tratadas con una técnica elemental y desnuda y hechas más “agresivas” por una sobria cromatización que utilizaba casi exclusivamente unos pocos colores básicos: negro, blanco, oro, plata y rojo. Quizás la lección de un Archipenko, y de un Arp, y también la de un Zadkine (sobre todo para las “estatuas negras”) no era del todo irrelevante en aquella época. Sin embargo, ya en estos primeros intentos, su personalidad es claramente identificable y autónoma.
Lucio Fontana, Concepto espacial. Esperando (1959; pintura al agua sobre lienzo, 100 x 81 cm; Rovereto, MART - Museo di Arte Moderna e Contemporanea di Trento e Rovereto, cedido por una colección privada; © Fondazione Lucio Fontana) |
Lucio Fontana, Concepto espacial. Naturaleza (1959-1960; terracota, 40 x 55 x 46 cm; colección privada; © Fondazione Lucio Fontana) |
A menudo le tocaba a Fontana ser el precursor de nuevas corrientes artísticas; a menudo uno de sus “trucos” técnicos, una de sus invenciones retóricas, se anticipaba muchos años a una moda posterior; de modo que Fontana a menudo se llevaba la desagradable sorpresa de ver cómo otros artistas se daban a conocer por “invenciones” cuya prioridad era la suya.
Este fue el caso, por ejemplo, de algunas pinturas basadas en un material áspero y tosco, o de lienzos a base de superficies negras -que alternaban el mate y el brillante- que casi de inmediato tuvieron multitud de seguidores e imitadores.
Si la primera inspiración de lo que más tarde se definió “espacialismo” se remonta efectivamente a 1946 (cuando Fontana, junto con un grupo de artistas argentinos, redactó el “Manifiesto Blanco”), también hay que reconocer que el nacimiento de este movimiento debe situarse en el momento del regreso del artista de Argentina (adonde había ido huyendo del fascismo y de la guerra y donde había nacido) y de sus primeras exposiciones basadas precisamente en la búsqueda de un arte que se extendiera más allá de los límites del lienzo o de la escultura única.
Es sintomático que Fontana, ya hacia 1947, sintiera la urgente necesidad de proclamar la inadecuación de la “pintura de caballete”, de la distinción entre pintura y estatua, y sintiera en cambio la importancia de crear un arte capaz de trascender los estrechos límites de la superficie del lienzo para extenderse a una dimensión más amplia, como para convertirse en un “creador de atmósferas”, en un integrador de la arquitectura, en un arte futuro “transmisible en el espacio” a través de los nuevos descubrimientos de la ciencia y la tecnología. El arteespacial en el que pensaba Fontana (y no olvidemos que en aquellos mismos años el artista también se había acercado a la obra del otro grupo milanés: el MAC, fundado en 1948 por Munari, Soldati, Monnet y Dorfles) incluía no sólo la pintura y la escultura, sino también la difusión televisiva, la gráfica luminosa y la plástica “espacial”.
Un ejemplo singular de ello fue la gran cinta luminosa de tubos de neón, expuesta en la 9ª Trienal, que constituyó uno de los primeros ejemplos de intuición plástico-arquitectónica. Ya en la Bienal de 1958, cuando la mayoría de los artistas presentaban sus cuadros incrustados de densa materia cromática, Fontana tenía una sala en la que los lienzos aparecían apenas velados por un fino entintado, a menudo monocromo, o en la que la superposición de dos espesores -bastante diferente de los complicados collages de muchos otros artistas- creaba ese sutil deslizamiento suficiente para marcar la presencia de una dimensión espacial diferente. Ese fue el periodo en el que la obra de Fontana se acercó más -pero sólo aparentemente- a la de Rothko. También Rothko había renunciado durante años a los encantos de la gran materia, había perseguido una depuración de los medios pictóricos que le llevó a la creación de superficies inmensas donde el color volvía a ser “atmósfera”, ya no naturalista, sino espiritual.
Fontana - renunciando a las concreciones y a los adornos de lentejuelas y fragmentos de vidrio (que había “sembrado” en ciertos lienzos de 1952 a 1954) - volvió a ser ese artista sobrio que sólo en contadas ocasiones trasciende hacia la arbitrariedad de la decoración hedonista.
Quisiera detenerme ahora, al menos por un momento, en lo que sigue siendo el periodo productivo más feliz de Fontana y que, sin duda, puede definirse como la época de los agujeros.
Los “agujeros” son a la vez signos capaces de fijar un trazo compositivo, un diseño bidimensional, y de constituir una estructura plástica y volumétrica. La presencia de una incisión y de una “ausencia” de materia hace que se interrumpa la espacialidad bidimensional del lienzo y permite que emerja el vacío que hay detrás, proyectándose hacia la nada que hay delante. Además, los agujeros, taladrados con esa “velocidad de impulso” que los caracteriza, tienen la inmediatez y la irrevocabilidad de un signo absoluto y confieren al lienzo -a menudo monocromo, incluso blanco- un relieve inalcanzable de otro modo. De todo esto es fácil comprender cómo el uso de los agujeros podría extenderse también a vastas superficies, a paredes, a techos, convirtiéndose en ese caso más bien en un elemento de decoración plástico-luminosa que en una verdadera “pintura”. Pero Fontana -no sin razón- siempre ha insistido en la importancia de dejar de considerar la “pintura” y la “estatua” como los dos objetivos esenciales del arte visual de hoy y del futuro: para sobrevivir, la pintura y la escultura no sólo deben integrarse con la arquitectura, sino que deben adquirir una “estatura” que ya no sea sólo la del cuadro de caballete y el ornamento.
Tras el periodo fundamental de los agujeros y el de los cortes, otro episodio fue el de los “quanta”: lienzos de forma y tamaño irregulares, a menudo trapezoidales, batidos por los cortes habituales y dispuestos en un orden muy variado unos junto a otros para crear una especie de constelación imprevisible en la pared.
Es un experimento que en parte ya había intentado Frederik Kiesler. Pero mientras que el viejo arquitecto vienés americanizado calculaba meticulosamente las posiciones recíprocas en las que debían situarse sus fragmentos compositivos, para Fontana estas composiciones eran empíricas y libres. En otras palabras, Fontana intuyó uno de los principios hacia los que camina gran parte del arte actual, no sólo en pintura, el de laobra aleatoria, a la que el intérprete (o el espectador) debe (o puede) añadir algo; laobra en cier nes que aún no está concluida, que puede integrarse, que puede adquirir nuevos aspectos mediante una manipulación posterior por parte del artista, del espectador o incluso del azar. Del mismo modo que los muebles de Calder o Munari adquieren aspectos diferentes en función de las oscilaciones impresas por el viento, las máquinas de Tinguely “participan” en la creación de signos parcialmente involuntarios, o como -en música- el ya famoso Klavierstück XI de Stockhausen consiste en una serie de fragmentos musicales que pueden ser iniciados e interpretados por el intérprete ad libitum, comenzando la interpretación desde cualquier punto, o como en otras composiciones de Pousseur y Boulez en las que es el intérprete quien decide el ritmo, la duración, la intensidad de una secuencia sonora.
Lucio Fontana, Struttura per la IX Triennale di Milano (1951; tubo de cristal con neón blanco; © Fondazione Lucio Fontana) |
Lucio Fontana, Concepto espacial. 62 O 32 (1962; óleo, tajos y graffiti sobre lienzo, 146 x 114 cm; Milán, Fondazione Lucio Fontana; © Fondazione Lucio Fontana) |
Lucio Fontana, Concepto espacial. I Quanta (1960; nueve elementos en pintura al agua sobre lienzo; Milán, Fondazione Fontana; © Fondazione Lucio Fontana) |
Fontana en Zagreb
Quienes han conocido a Fontana desde su primera etapa milanesa en torno a los años treinta, como quien escribe, y han seguido sus diversas e inesperadas etapas creativas, saben que el artista encarnó como pocos la figura del creador espontáneo alejado de todo cerebralismo.
Fontana nunca ha sido un intelectual, elucubrando invenciones laboriosamente artificiosas, ni un teorizador de poéticas complicadas, a menudo inaplicables; en cambio, ha sido el auténtico inventor que nunca va en busca de actualizaciones, sino que siempre encuentra, casi sin darse cuenta, nuevos hilos de oro que explotar. Su carga dinámica, su jovialidad contagiosa, su disponibilidad inagotable, se han convertido en proverbiales, casi legendarias. Siempre estaba dispuesto a ayudar a amigos y simples conocidos, dispuesto a comprar el pequeño cuadro del artista pobre, a “cambiar” uno de sus ya valiosos cuadros (en sus últimos años) por el de cualquier principiante -probablemente destinado a seguir siéndolo- que le ofreciera “el trato”; dispuesto a defender con ímpetu y pasión causas perdidas al principio; a defender a la joven vanguardia en los jurados de la Trienal y la Bienal...
Creo que estas pocas anotaciones sobre el hombre-fuente y sus pequeñas coqueterías a la hora de elegir un abrigo ajustado, un sombrero con ala levantada, unos zapatos de ante, una corbata chillona, sus predilecciones por ciertas comidas, ciertos ambientes, el amor con el que había reconstruido la casa de su padre en la campiña lombarda, etc. etc. no son indiferentes ni inútiles para quien quiera entender su obra y su pensamiento. Sólo así podemos entender el porqué de sus descubrimientos: de los “agujeros” y los “cortes”; de los “teatros” y los “collages”; de las “estatuas colgantes” y los “cuantos”; de las “naturalezas” y las “esperas espaciales”; que constituyen algunas de las muchas etapas de su actividad creadora.
El impulso, por ejemplo, de perforar el lienzo, de destruir, pero construyendo en otro material, la superficie esclava de la tradición, es un tipo de impulso impensable en alguien que no estuviera dotado, como él, de ese sentido de la seguridad incluso en el absurdo del que casi siempre están privados los artistas cerebralizados, los teóricos, los conceptualizadores.
Cuando, por poner sólo un ejemplo, Fontana decidió bautizar algunas de sus composiciones ovaladas y monocromas como grandes huevos de Pascua “El fin de Dios”, recuerdo que -teniendo que presentar la exposición- le invité a cambiar ese título porque me parecía vagamente irritante y al mismo tiempo demasiado grandilocuente.
Fontana al principio me hizo caso -aunque en privado siguió llamando así a esa serie de obras- y las expuso con el título habitual de “Expectativas espaciales”. Sin embargo, yo mismo me di cuenta más tarde de que su idea inicial era cualquier cosa menos absurda cuando pensé en el hecho de que aquellos lienzos se asemejaban a gigantescos huevos de avestruz. Me vino así a la mente el antiguo dicho de Albertus Magnus: “Si ova struthionis sol excubare valet / Cur veri solis ope Virgo non generaret”? (Es decir, “si el sol es capaz de hacer eclosionar los huevos del avestruz, ¿por qué la Virgen no podría haber generado por el verdadero sol?”). Lo que demostraba precisamente el parentesco entre la inmaculada concepción y el huevo divino. Del huevo del avestruz el paso al huevo de Cristo -a ese mismo huevo que cuelga misteriosamente sobre la cabeza de la Virgen en la Anunciación de Piero della Francesca (y que en tiempos pasados los florentinos colgaban en las iglesias precisamente con ocasión de las fiestas de Pascua)- era evidente. Y así fue como -sin ninguna razón mágica o religiosa- Fontana había dado en el clavo, había inventado un título que, todo sea dicho, era apropiado, a la serie de sus pinturas ovaladas.
Podría citar otros ejemplos de esta cualidad singular de Fontana que no sabría definir más que con el término abusado de “intuitivo”: cuando, por ejemplo, Fontana hablaba de imágenes y composiciones para ser difundidas en el espacio a través de la televisión y otros medios de comunicación de masas, en lugar de a través de pinturas y estatuas; cuando, para ilustrar Venecia en una exposición en el Palazzo Grassi, había compuesto una serie de obras con fondo dorado -casi antiguos iconos bizantinos, golpeados por los cortes habituales-, siempre había en el fondo de sus declaraciones programáticas o de sus realizaciones aparentemente inmotivadas, un descubrimiento real que a menudo sólo se comprendería y apreciaría mucho más tarde.
Pero, de seguir refiriéndome a estos episodios marginales, correría el riesgo de malgastar mi discurso en un anecdotario demasiado fácil. En su lugar, quisiera recordar las estaciones más importantes de su recorrido artístico, tal y como pueden parecer al visitante de la exposición.
Aquí, tras los graffiti abstractos de preguerra (1934-35) (entre las primeras obras no figurativas de la escultura italiana), y las estatuas de terracota policromadas y doradas y tras el muy barroco boceto para las puertas de la Catedral de Milán (nunca ejecutado) (y no olvidemos a este respecto el componente barroco presente en muchas de sus cerámicas, en muchas de sus esculturas) inició el gran periodo de posguerra, inmediatamente después de la formulación -todavía en Argentina- del “Manifiesto Blanco” (1946); el manifiesto que condensaba algunos de los principios básicos de su credo artístico.
Luego, mientras Fontana inventaba (hacia 1948) los “agujeros” y, un par de años más tarde, los “cortes”, su actividad se engrosaba; la pintura monocroma se convertía en etapa obligada de su obra, alternando con la pintura enriquecida por inserciones de piedras y cristales, alternando con agujeros y cortes. A esto siguió una breve temporada de collages abstractos pero vagamente paisajísticos, en los que dos o tres capas de lienzos ligeramente entonados creaban una especie de atmosfericidad, inusual en sus cuadros, habitualmente decididamente tímbricos.
Pero, ya en 1948, Fontana estaba construyendo una serie de sus entornos espaciales que iban a constituir una de sus mayores anticipaciones del arte inmediatamente posterior. La gran serpentina de tubos de neón de la IX Trienal (1951), el entorno espacial negro (con la luz de Wood) del Naviglio (1949); el del Palacio del Trabajo de Turín (1961), los de Foligno (1967), los de la XX Bienal de 1958, iban a constituir las premisas de toda una nueva dirección del arte contemporáneo: mostrar una nueva dirección ya no sólo hacia la pintura de caballete, hacia la estatua sola, sino hacia el espacio global, convenientemente modulado: un nuevo rasgo-d’unión entre las piezas plástico-visuales y la arquitectura.
Paralelamente a la realización de los entornos espaciales, también se produjo un no retorno a la escultura (que nunca se había abandonado del todo) con las grandes Naturalezas, inmensas esferas de arcilla golpeadas por profundas hendiduras, casi embriones de criaturas misteriosas.
El brevísimo interludio de los “quanta” (1959) (cuadros modelados de diferentes formas y unidos discontinuamente para formar una constelación compleja y descomponible) y luego la vasta gama de los “teatrini”, donde el marco de madera pulida y lacada (blanca, negra, roja, naranja, etc.) actuaba como protagonista saliente sobre el telón perforado del fondo.
Con los “teatrini” (1963), con la serie de cuadros de metal (cobre, aluminio, chapa pintada), con los numerosos dibujos, serigrafías, cerámicas... la temporada fértil y generosa del artista llegó a su fin.
Lucio Fontana, Concepto espacial. El fin de Dios (1963; óleo y purpurina sobre lienzo, 178 x 123 cm; Madrid, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía; © Fundación Lucio Fontana) |
Lucio Fontana, Ambiente spaziale a luce nera (1949; cartón piedra, pintura fluorescente y luz de Wood para la Galleria del Naviglio, Milán, 1949; vista de la instalación en la exposición Lucio Fontana. Ambienti / Entornos en Milán, Pirelli Hangar Bicocca, del 20 de septiembre de 2017 al 25 de febrero de 2018; Cortesía Pirelli Hangar Bicocca © Fondazione Lucio Fontana). |
Lucio Fontana, Fonti di Energia (1961; techo de neón para “Italia 61”, Turín, 1961-2017; vista de la instalación en la exposición Lucio Fontana. Ambienti / Entornos en Milán, Pirelli Hangar Bicocca, del 20 de septiembre de 2017 al 25 de febrero de 2018; Cortesía Pirelli Hangar Bicocca © Fondazione Lucio Fontana) |
Lucio Fontana, Concepto espacial. Teatro (1966; pintura al agua sobre lienzo azul y madera lacada azul oscuro, 143 x 166 cm; Milán, Fondazione Marconi per l’Arte Moderna e Contemporanea; © Fondazione Lucio Fontana) |
Fontana -ya enfermo del corazón- renunció sin embargo involuntariamente a trabajar, a actuar, a participar en nuevos eventos artísticos, en la exposición de un amigo, siempre dispuesto a ayudar a los demás, a animar a jóvenes y viejos “colegas”.
Hoy, por desgracia, nos vemos obligados a “historizar” su obra; a diseccionarla en épocas y periodos; a investigarla críticamente comparándola con la de imitadores, epígonos y seguidores.
Quisiéramos al menos esperar que la frescura y la espontaneidad de esta obra no estén destinadas a ser sofocadas por la museificación y la mercantilización que, por desgracia, acechan siempre a los productos originales de nuestro tiempo; y que la vivacidad de su mensaje siga siéndolo en un futuro próximo y más lejano.
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