¿Tuvo Antonio Canova un “compañero de viaje” que lo fuera en afecto y consonancia artística? La respuesta debe deslizarse hacia Bolonia, la ciudad que le dio de joven la gran enseñanza de la naturalidad y la empatía de la vida, y que luego le concedió, para una feliz eventualidad, la amistad admirativa y en varios sentidos traductora de Giacomo De Maria, escultor (1760-1838). Tengamos presente el largo fraseo del divino Antonio junto a su amigo que, desde la capital boloñesa, le correspondía luminosamente en las formas plásticas, y que además extendía los cánones de la perfección a través de un lenguaje cispadano arraigado pero escrupuloso y sonoro.
Dicho esto a modo de paréntesis y preludio, el lector perdonará al escritor una especie de reflejo de valores sobre el compromiso imperecedero de los incansables cinceladores sobre piedra y mármol que han forjado a lo largo de los siglos el aspecto sólido y monumental de nuestra civilización: es una pretensión de protagonismo que no puede perderse. La escultura ha sido siempre el arte de la memoria: una memoria concreta, social y coral, un legado de signos, desde los pueblos más antiguos, que todos contemplamos con gran atención y a menudo con emoción. Un arte de presencias icónicas destinadas a la perpetuidad, también vocadas al vínculo con la arquitectura y por ello monumentales, indelebles, solemnes; capaces de ser un poderoso himno de poder o de victoria; o una lírica y melodiosa ofrenda a la luz. Pensemos en los mensajes de las figuras rocosas mesopotámicas, en los gigantes de granito de Egipto o, por el contrario, en los pequeños ídolos cicládicos que se ofrecen a la tierna caricia del sol, allá en la aurora egea. La escultura dialoga a lo largo de los siglos, significa acontecimientos, da cuerpo a dioses y héroes, diosas y heroínas, hace bailar a ninfas y doncellas, medita con santos. Decimos todo esto para confirmar el supuesto de la centralidad de la escultura en la historia de las artes, aunque hoy la pintura y todas las demás imágenes, coloreadas y móviles, distraigan a la mayoría de la gente de un juicio equilibrado sobre las expresiones visibles de nuestra civilización.
Las tierras cispadanas, impregnadas de limos fluviales milenarios, no han estado exentas de hazañas pétreas y marmóreas en siglos pasados, pero en el Renacimiento y las generaciones posteriores han desarrollado lo que podríamos llamar la poesía épica de la arcilla, dirigida primero a las representaciones religiosas de consonancia espiritual inmediata y a los espectaculares teatros sagrados de las “plañideras”, capaces de estremecer los corazones hasta el dolor más íntimo y convivial. Y luego, con la ayuda inductora de las canteras de yeso -de las que proceden escayolas y estucos de probada docilidad-, estas mismas tierras se convirtieron en un denso taller de animaciones figurativas, corpóreas, omnipresentes en iglesias y palacios, para ornamentos y sugerencias semánticas: casi un universo en contrapunto a la vida y al tejido social.
En este contexto nació en Bolonia Giacomo De Maria -tres años después del pequeño Antonio di Possagno- en el seno de una familia no acomodada pero vinculada por servicio a los Marchesi Zambeccari. El precoz talento del muchacho fue cuidadosamente observado; su escolarización se desarrolló en las disciplinas habituales (incluido el francés y el latín) y su vocación por el modelado figurativo le valió pronto un notable y paternal maestro en Domenico Piò, descendiente de los famosos escultores, hoy secretario de la Accademia Clementina. Desde sus años en la Academia, jalonados de premios, hasta su estancia en Roma ofrecida por nobles partidarios, pasando por su “sociedad” con su maestro, el desarrollo artístico de nuestro artista se afirmó claramente en Bolonia y obtuvo el título de Accademico Clementino en el año 1789.
A finales del siglo XVIII, el panorama de los escultores de la ciudad no incluía nombres notables y, sin embargo, las manifestaciones del arte plástico eran numerosas en las infaltables decoraciones: en las “máquinas” que impresionaban a la gente en ocasiones calendáricas o de grandes familias, en las espectaculares procesiones, en los carnavales donde todo, en la condición de lo efímero, era colorido e imaginativo. De este mundo de ángeles, festones, putti voladores, figuras religiosas embelesadas, protagonistas mitológicos o alegóricos, se ocupaban esas numerosas figuras menores de modeladores, moldeadores, decoradores de estuco, a los que Eugenio Riccòmini ha dedicado excelentes estudios, y donde Angelo Gabriello Piò brilló hasta casi 1770 (año de su muerte), el padre de Domenico, modelista de gran gracia y notable gusto que trabajaba en ese “rococó emiliano” de estuco y cartón piedra pintado que aún podía encantar por su vejación y ligereza, pero que ya había sido superado por el tiempo y la nueva severidad cortesana del neoclasicismo.
En Urbe, la ciudad de la que nunca saldría, Giacomo De Maria se sumergió en el grandioso universo de la escultura antigua y en las apasionantes comparaciones con los brillantes protagonistas del Renacimiento y de la Roma del siglo XVII; en particular, experimentó el complejo mundo de los talleres de los marmolistas y su eficaz organización de los bloques y el uso de las numerosas herramientas que pasaban de las fraguas a las manos de los obreros, divididos en categorías sucesivas: de los punteros a los subbiatori (canteros), de los gradinatori (clasificadores) a los finitori (acabadores) y los raspadores más expertos. Todo bajo la mirada y la mano del Maestro que, en última instancia, completaba cada pieza y luego guiaba a los pulidores, utilizaba los mordientes y, por último, las ceras. Y aquí juega un papel decisivo su acercamiento personal a Antonio Canova, primero como visitante admirado del taller de Via delle Colonnette, y luego acogido en una auténtica amistad que se alimentó y correspondió para siempre.
Todo ello para comprender cómo De Maria, de regreso a Bolonia y tras haber obtenido honrosamente una cátedra en la Academia de Bellas Artes, fue capaz de traducir la escultura del estuco al mármol. En realidad, la traducción fue un acto históricamente sustancial: de las imágenes, aunque sinceras, de sus predecesores a la fuerza épica del Neoclasicismo, que él comprendió en su esencia y en su lenguaje. Hemos mencionado un enriquecimiento que el nuevo maestro aporta al admirable y delicado equilibrio de Canova, y es el quantum que no podía faltar a la personalidad autónoma y precisa de De Maria, que era un artista animado, dotado de un carácter específico y de una amplia locuacidad emiliana. Basta mirar sus grupos para comprender inmediatamente su génesis dilatada, articulada y profunda.
Es aquí donde la monumental monografía de Antonella Mampieri viene por fin en nuestra ayuda. El adjetivo es muy apropiado, ya que los dos volúmenes publicados por Pàtron, en su primera edición de septiembre de 2020, aunque de tamaño normal, son una piedra angular absoluta de la crítica de arte: en particular para la polifacética época de la transición entre los siglos XVIII y XIX y precisamente para ese arte fundamental, no fácil de explorar, que es la escultura. Tras el interludio de Covid, que lo enturbió todo, ahora es el momento de dar lustre a un excepcional instrumento de conocimiento y documentación como es esta monografía. El orden sistemático de los dos volúmenes, los muchos años de investigación y de visita de cada obra y de cada documento, la minuciosa justificación de cada pasaje y de cada comparación, rinden un honor victorioso a Antonella Mampieri que se confirma como la primera experta - ya bien conocida - de la vida artística boloñesa después delancien régime. De hecho, la exploración de la autora no se limita a la búsqueda, aunque ardua, de cada pieza y cada miembro de las obras de De Maria, sino que vincula cada pasaje al clima general de las artes, a los acontecimientos culturales y cívicos de la Bolonia de la época y a esas sutiles vibraciones que denotan las preconcepciones del Romanticismo y, a partir de ahí, del Risorgimento nacional.
Para muchos, la auténtica personalidad de Giacomo De Maria será un redescubrimiento, pero la narración cultísima y muy amena con que el autor compone el primer volumen -en ocho estimulantes capítulos más el Regesto- puede constituir una extraordinaria oferta artístico-cultural y un enriquecimiento que ya no podrá olvidarse. El segundo volumen está dedicado a las 182 entradas de las obras, donde la exhaustiva redacción de Mampieri no sólo alcanza la información extrema sino que se convierte en un acompañamiento prènsile y coloquial que derrama el placer del conocimiento. Les appareils suivent.
Con sencillez podemos señalar esta obra como el más alto reconocimiento a un gran escultor, y como un mérito cívico, en Bolonia, para un erudito con un magisterio imprescindible. Concluyamos con otro recordatorio del gran vínculo que hemos mencionado y del papel imaginario, pero real, de “compañero de viaje” de nuestro artista. En septiembre de 1822, un mes antes de su muerte, Antonio Canova vino a Bolonia por última vez: aquí quiso detenerse largo rato, en el cementerio de la Certosa, contemplando, conmovido, la estatua velada del monumento a Carlo Caprara, obra de su querido amigo Giacomo De Maria.
Bibliografía
Antonella Mampieri, Giacomo de Maria (1760-1838), I y II, Pàtron editore en Bolonia, 2020
Por las fotografías, damos las gracias a Alberto Martini, Giancarlo Nicolino y la Accademia di Belle Arti de Bolonia.
Advertencia: la traducción al español del artículo original en italiano se ha realizado mediante herramientas automáticas. Nos comprometemos a revisar todos los artículos, pero no garantizamos la ausencia total de imprecisiones en la traducción debidas al programa. Puede encontrar el original haciendo clic en el botón ITA. Si encuentra algún error, por favor contáctenos.