Una ninfa se adentra a grandes zancadas en la espesura del bosque, y con sus manos guirnalda suavemente su leonada cabeza. La luz del atardecer resplandece e inunda de rojo bermellón el denso y reseco bosque: en el centro, el grueso y altivo tronco de una encina. Debajo, una alfombra de arbustos invade el suelo, con matorrales que llegan casi hasta las rodillas de la etérea criatura selvática. Arriba, cascadas de ramas y hojas temblorosas dibujan densos arabescos que cubren el horizonte, el contorno del paisaje, los rayos del sol pugnando por abrirse paso entre el follaje para enrojecer la maraña del bosque. Más atrás, detrás de la encina desflecada, dos figuras masculinas parecen no saber si quedarse a observar a la ninfa o continuar su trabajo con las guadañas y los aperos de labranza. Ella parece no prestar atención a los dos hombres, cuya indiscreta presencia no afecta a la suave delicadeza del gesto de sus brazos, inclinados para colocar la corona de flores en su cabello, a la misteriosa ternura de su mirada temblorosa a contraluz, a la elegante ligereza de su paso que la conducirá quién sabe adónde.
Hojeando los anales de la Bienal de Venecia, la Ninfa rossa (Ninfa roja ) de Plinio Nomellini figura en la edición de 1905, la cuarta: fue la primera ocasión en la que el gran artista de Livorno expuso al público su Fanciulla del bosco (Joven del bosque). La acogida que la crítica dispensó al cuadro no fue siempre la más entusiasta: cuando Nomellini llevó la ninfa a la septuagésima séptima Exposición Internacional de Bellas Artes de Roma, en 1907, Giacinto Stiavelli, al reseñar la muestra en Ars et Labor, la definió como “demasiado brillante”, y a su autor “un artista que, desde hace algún tiempo, parece no ver otro color que el de la sangre”, un pintor de “repetición continua” que “no puede agradar” o a lo sumo “cansa”, y que debe “contener un poco su imaginación”. Pero la suerte quiso que Nomellini no hiciera caso de la sugerencia de Stiavelli y, por el contrario, siguiera dejando trabajar incansablemente a su imaginación, esa imaginación que con el cambio de siglo le convirtió en uno de los grandes del simbolismo italiano, en una de las épocas más felices de su larga y polifacética carrera.
Los pródromos de su interés por las imágenes capaces de trascender la realidad fenoménica se encuentran en los cinco meses que pasó en la cárcel de Sant’Andrea de Génova, donde Nomellini fue encarcelado acusado de pertenecer a un grupo de anarquistas subversivos. El pintor, a través de los barrotes de su celda, ve el mar: la danza multiforme y multicolor del agua, la visión de la luna que la hace brillar con destellos fulgurantes, el fuego de los atardeceres que la enrojecen y el movimiento de las olas que la blanquean bastan para cambiar el sentimiento del pintor. “Todos mis pensamientos tristes se ahogan en el olvido y siento que mi cuerpo vivirá de sensaciones alegres mientras las estrellas brillan con vivos destellos sobre mí, y aquí delante tengo toda una marea roja de claveles rojos que me inciensan hasta que me duermo”: es Nomellini quien escribe a Diego Martelli y quien, en cuanto recupera la libertad, vuelve a ver el mar, y esta vez sin que las rejas de la cárcel le impidan la vista.
Plinio Nomellini, La ninfa roja (c. 1904; óleo sobre lienzo, 101,5 x 84 cm; Galería Goldoni, Leghorn) |
Nomellini abandonó así la llama de la pasión política y se dedicó a la de la poesía: El resultado son vistas en sintonía con la célebre fórmula de Henri-Frédéric Amiel(un paysage est un état de l’âme, "un paisaje esun estado de ánimo“), cuadros que transfiguran la realidad para entregarla a chispeantes visiones oníricas, nocturnos evocadores, escenas que remiten a repertorios mitológicos o que pretenden despertar recuerdos lejanos, sensaciones dormidas, vaguedades ocultas. En estos años, Nomellini llegó, escribió el historiador del arte Silvio Balloni, a ’una pintura en la que se siente la individualidad de la percepción subjetiva, poderosa e idealizadora’: un arte ”en el que las formas y los colores son modelados por el espíritu, y así se convierten lentamente, gracias a los recursos de la técnica divisionista, en un reflejo de la amplitud y la heterogeneidad de nuestros estados de ánimo, nunca lineales o unívocos, y siempre infinitamente complejos".
La Ninfa Roja, en este sentido, no tiene nada de natural: ha abandonado el mundo de lo fenoménico para ascender al del sueño, al del idilio mitológico, al de la regeneración no a través de las luchas sociales, sino a través de la naturaleza, en un estallido de plenitud pánica que parece dar forma, cuerpo e imágenes a los versos de Gabriele d’Annunzio: y es bien sabido que existía una estima mutua entre el pintor y el poeta. Ambos, en aquellos años, compartían los mismos lugares, ya que se habían establecido en Versilia. "D’Annunzio había escrito en los inmortales versos deAlcyone: fue desde aquí, desde esta tierra en la frontera entre Liguria y Toscana, donde comenzaría el renacimiento de la civilización griega a través de la poesía, aquí donde el vitalismo de D’Annunzio alcanzaría su cúspide, aquí donde el hombre se identificaría con las plantas, los animales y los minerales y se convertiría en una divinidad. Y una divinidad es la propia Versilia, que enAlcyone, en la lírica que sigue inmediatamente al tercer ditirambo, es una ninfa del bosque que emerge de un árbol y se da a conocer al poeta. Y al leer los versos de Gabriele d’Annunzio, tal vez la imaginemos tomando la forma de la ninfa pintada por Nomellini: “¡No temas, hombre de ojos glaucos / glaucos! Erompo de la corteza / frágil yo ninfa del bosque / Versilia, pues me tocas. [...] / te espié desde mi tallo / escamoso; pero no oíste, / oh hombre, mis pestañas vivas / parpadeando en tu hermoso cuello. / A veces la escama del pino / es como un áspero párpado / que se cierra enseguida, / en las sombras, a una mirada divina”.
Y Versilia se convierte en “lugar de aterrizaje salvífico y matriz de nuevos aflatos idealistas”, por utilizar de nuevo las palabras de Silvio Balloni, se convierte en un anhelado Ellad regenerador, se convierte en una tierra de sueños que toma la forma de una ninfa vestida de rojo, una suave aparición en el resplandor del bosque. Un éxtasis donde presencia humana, presencia divina y presencia natural se funden en las pinceladas escamosas, ásperas, toscas, furiosas y filamentosas de Nomellini, que incluso con la técnica decide ir contra el dato retiniano para entregar al espectador una epifanía visionaria, celebrando el encanto de la poesía, el embriagador esplendor del verano, la cálida maravilla de Versilia.
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