Un recuerdo de Enrico Crispolti escrito por Claudio Zambianchi, profesor de Historia del Arte Contemporáneo en la Universidad de Roma “La Sapienza”, y comisario de la jornada que el Departamento de Historia del Arte de la universidad romana dedica, el 27 de mayo de 2019, al estudioso fallecido el pasado diciembre (y que sigue a la jornada de Milán del 4 de abril.
En mi estudio de la universidad, Enrico Crispolti me mira desde arriba, en una fotografía que lo muestra como un joven de 24 años, casi un adolescente, iluminado desde una ventana, un poco como en los cuadros de los primitivos flamencos... Es la foto (de 1957) utilizada en la primavera de 2016 para el cartel de la presentación de una colección de sus escritos dedicada a Alberto Burri, reunida en un volumen por Luca Pietro Nicoletti, que comentamos con él una tarde en el Museo Laboratorio di Arte Contemporanea de La Sapienza. Esta foto de juventud, en mi mente, se superpone ahora a otra, la tomada por Ignazio Gadaleta unos meses antes de su muerte, y elegida por los organizadores del primero de los cinco encuentros en su honor, organizados por la Academia Brera de Milán el 4 de abril: Enrico está de pie, con los brazos extendidos, sobre el fondo de una multitud de círculos de colores que parecen expandirse desde sus manos abiertas. Aunque la pose es similar a la delHombre de Vitruvio de Leonardo, la medida de todas las cosas, me da más bien la idea de Enrico dentro de una gran galaxia, que acepta sabiamente su inconmensurabilidad y consigue mantenerse en un difícil equilibrio, capaz de extraer el sentido de las cosas y devolvérselo al mundo. Entre el joven crítico fotografiado en la intimidad de su estudio y el Enrico “espacial” de hace unos meses, sesenta años de trabajo, estudios, emociones, enseñanza y encuentros...
Enrico Crispolti en 1957 |
Enrico Crispolti en 2005, en Milán, en la Galería de Arte Moderno Naviglio, fotografiado por Ignazio Gadaleta en su obra Ambient Magnetic Celestials (in the sky of Milan) |
Conocí a Enrico en persona bastante tarde, después de haberle visto y oído muchas veces en exposiciones y conferencias; incluso, en 1989, durante una ocupación estudiantil en la Universidad de la Sapienza. En 1992 me habían encomendado la tarea de catalogar una mezcla dispar de obras de muchos artistas; para preparar el trabajo en el tiempo requerido, las bibliotecas de Roma no me bastaban y pedí ayuda a un amigo, Carlo Alberto Bucci, que entonces trabajaba en el Archivo Crispolti. Entonces pedí permiso a Enrico para acudir a su estudio y no me moví de allí durante los tres meses que tardé en completar los expedientes. Llegué a conocer el Archivo, un magnífico recurso reunido a lo largo del tiempo por un crítico que había hecho de la investigación, la militancia y la información capilar sobre el arte italiano (y en gran medida también extranjero) del siglo XX una razón para vivir. De hecho, los estudios de Enrico sobre el siglo XX histórico fueron acompañados, en un continuo ir y venir, por los dedicados al arte actual. El ojo que mira el arte del pasado es siempre contemporáneo: Enrico lo había aprendido de su primer maestro, Lionello Venturi, y nunca lo había domesticado.
Durante los meses que pasé en el Archivo Crispolti, llegué a conocer no sólo al intelectual de cuya infinita curiosidad y prodigiosa capacidad de trabajo el archivo era la prueba y el sedimento material, sino también a la persona. Enrico era generoso, afable... era tan amable, Enrico, sobre todo con los más jóvenes. Aunque él nunca había enseñado en la Sapienza y yo no había asistido a la Escuela de Especialización de Siena, donde tantos licenciados en historia del arte contemporáneo de toda Italia iban a especializarse, Enrico me abrió sus puertas, puso a mi disposición sus libros, sus papeles, su conversación; incluso la mitad de una pizza rellena en el bar de Via Ripetta, frente al Archivo, cuando por casualidad comíamos algo juntos, con Carlo Alberto y su mujer Manuela Crescentini. Amabilidad, generosidad y apertura eran las contrapartidas personales de una disposición intelectual que había llevado a Crispolti a interesarse por cosas a menudo sorprendentemente diferentes entre sí, de Guttuso a Fontana, del Informal al Futurismo, de Burri a Vacchi, de Moreni a Dorazio...
En Salerno y luego en Siena, Enrico formó a generaciones de artistas contemporáneos italianos: en su trabajo como profesor de historia del arte, se sentía mucho la necesidad de la continua referencia cruzada entre actualidad e historia que he mencionado antes. Sus alumnos no sólo oían sus clases, sino que escuchaban a los artistas, a los que Enrico invitaba continuamente, los veían de cerca, podían conversar con ellos... Enrico era un profesor muy bueno: en la Sapienza hemos tenido una prueba más de ello en los últimos años, cuando le invitamos a hablar a nuestros estudiantes, no solo en la ocasión de Burri antes mencionada, sino también cuando, con nuestra amiga y colega Ilaria Schiaffini (antigua alumna de Enrico en Siena), le pedimos que viniera a hablarnos de Lucio Fontana, con ocasión de una jornada de estudio organizada en 2018. En la intervención de Enrico no solo afloraron sus numerosos recuerdos (era el único de los presentes que había conocido al artista), sino también agudas y esclarecedoras anotaciones críticas, como la idea de que para Fontana el dibujo, incluso en su clave más libre e imaginativa, debe remontarse siempre a una función proyectual. Enrico también estuvo con nosotros con motivo de una conferencia sobre la Galleria L’Obelisco de Irene Brin y Gaspero del Corso, que había empezado a frecuentar de niño en los años cincuenta. Escuchándole hablar a nuestros estudiantes, se filtraba la cualidad interior de Enrico de profunda simpatía por los jóvenes; una identificación, quizá, con aquellos chicos y chicas que empezaban, similar, en muchos aspectos, a aquel joven Enrico fotografiado a los veinticuatro años junto a la ventana de su habitación, con el telón de fondo de una librería todavía esbelta. La riqueza del Archivo era todavía el futuro.
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