Elliott Erwitt y esa dulce y cariñosa mirada a la maternidad


Elliott Erwitt no sólo fue el fotógrafo irónico e irreverente que todos conocemos, o el fotógrafo de los grandes acontecimientos del siglo XX. A menudo era capaz de mirar la realidad con dulzura y amor. Así, cada una de sus fotos nos obliga a pensar y nos transmite sentimientos.

Como fondo de pantalla de mi ordenador tengo una foto de Elliott Erwitt. No he puesto la foto de mi hija, sino la de otra hija y otra madre. También hay un gato, y a mí no me gustan los gatos. Pero ésta es la foto más dulce que he visto nunca y habla, mejor que ninguna otra que yo conozca, de la maternidad.

La recién nacida duerme cómodamente en un colchón grande. La madre está acurrucada junto a ella en el suelo, mirándola. Hay en esta mirada toda la dedicación y el amor incondicional que una mujer proporciona a su hijo desde el mismo momento en que nace, pero también todos los pensamientos sobre el futuro, las preocupaciones, las alegrías de alguien que ya ha experimentado la vida y está mirando a alguien que acaba de entrar en ella. Y ante una mirada tan maravillosa y abarcadora, sólo nos queda ser el gato que disfruta en silencio de la escena.



La foto es Familia, también conocida comoMadre e hijo, y gracias a las pruebas que Magnum ha hecho accesibles podemos asomarnos entre las bambalinas de esta escena. Es 1953, Elliott Erwitt (fallecido en Nueva York, a los 95 años, el 30 de noviembre) es un cariñoso padre que forma una familia en su casa de Nueva York y la documenta con su cámara. La niña de la foto es Ellen, su primera hija, y la madre es Lucienne, su primera esposa. Esa foto, entre las muchas tomadas en esa secuencia, tuvo el poder que sólo tienen las grandes imágenes: salió del contexto familiar, adquirió un significado universal y, como dijo Erwitt, después de más de sesenta años “sigue siendo fuerte”.

Elliott Erwitt, Familia (madre e hijo), Nueva York, 1953
Elliott Erwitt, Familia (madre e hijo), Nueva York, 1953 © Elliott Erwitt / Magnum Photos/ Contrasto

Es increíble que una instantánea de tanta dulzura haya salido de la mirada del fotógrafo más irónico e irreverente que recuerdan los libros de texto. Un hombre capaz de relatar los grandes acontecimientos del siglo XX, y con la misma atención al detalle relatar perros, haciendo fotos por encargo, lo mismo que en la calle en un paseo por Central Park, y captando en todos los contextos esas imágenes que se han convertido, verdaderamente, en icónicas. Ha dedicado toda su vida a la fotografía. “Soy un fotógrafo profesional con una afición importante: la fotografía”: así le gustaba presentarse.

Fotografió a Fidel Castro y al Che Guevara en 1964, tras la revolución en Cuba, para volver inmediatamente cuando Estados Unidos y Cuba decidieron normalizar sus relaciones en 2015. Fotografió a Marylin Monroe en su mejor momento, y de ella dijo “no hay nada más drástico que terminar una carrera con la muerte”.

Era un fotógrafo que decía estar “lleno de papas y presidentes” y tomó, casi por accidente, una de las fotos más significativas de las tensiones entre Rusia y Estados Unidos, la de Richard Nixon apuntando con un dedo al pecho de Nikita Jruschov. Era 1959, y Elliott se encontraba en la inauguración de la Exposición Nacional Americana en el Parque Gorki de Moscú, por un encargo publicitario para los frigoríficos Westinghouse, y se encontró en el momento justo en el lugar adecuado. Los dos parecen enzarzados en un acalorado debate, mientras visitan una maqueta de una típica cocina americana, diseñada para mostrar las comodidades del estilo de vida americano, y esta foto se ha ganado desde entonces el nombre de El debate de la cocina.

También había estado varias veces en Italia, por trabajo y para conocer a su amigo Gianni Berengo Gardin, con quien compartía muchas opciones artísticas: la del blanco y negro como lenguaje principal (si no exclusivo) de la fotografía, la de la narración de la realidad hecha con una mirada inmediata, una visión del mundo sencilla pero al mismo tiempo rica en matices profundos. Una amistad en sales de plata es el maravilloso título de una exposición, y de un libro que las relata conjuntamente (publicado por Contrasto).

Elliott Erwitt, Nueva York, 1948
Elliott Erwitt, Nueva York, 1948 © Elliott Erwitt / Magnum Photos/ Contrasto
Elliott Erwitt, Nueva York, 1953
Elliott Erwitt, Nueva York, 1953 © Elliott Erwitt / Magnum Photos/ Contrasto
Elliott Erwitt, París, 1989
Elliott Erwitt, París, 1989 © Elliott Erwitt / Magnum Photos/ Contrasto

En cada una de sus fotografías se aprecia una increíble habilidad para captar el momento, fruto de la enseñanza de ese instante decisivo teorizado por Henri Cartier-Bresson y que se había incorporado a los veinticinco años a la Magnum fundada por HCB, de la que llegó a ser presidente. Pero Erwitt hizo algo más, casi parecía como si a su paso, la vida se doblegara ante el deseo de encontrar una conjunción de elementos surrealistas, e irónicos. Famosa es la foto tomada en el Museo del Prado de Madrid en 1995 en la que, frente a los cuadros gemelos de Goya La Maya Desnuda y La Maya Vestida, hay siete hombres mirando al primero y una mujer mirando al segundo. Una imagen tan actual que aún hoy se repropone cuando se habla de la actitud de los géneros.

También está detrás de la foto más famosa de todas las postales de Provence Boy, bicycle & baguette , de 1955. Está detrás de una pareja besándose reflejada en el retrovisor de un coche, tomada en California en 1956 y que pasó desapercibida en las pruebas durante más de 25 años.

Pero no fue sólo un fotógrafo de postales, sino que su eclosión como fotógrafo le llevó a documentar los grandes cambios de la sociedad estadounidense de posguerra, aún marcada por una gran desigualdad social y una segregación racial todavía legal. Famosa es la foto del niño negro que se lleva una pistola a la sien mientras sonríe alegremente, tomada en Pittsburgh, Pensilvania, en 1950. Es una foto controvertida: divertida pero también inquietante, y como todas las fotos de Erwitt, da que pensar.

El éxito, sin embargo, le llegó en los ratos libres entre varios proyectos por encargo, los que -declaró sin filtros- le permitían pagar las facturas y mantener a seis hijos (de cuatro esposas) y nueve nietos. “El éxito es la libertad de hacer lo que te apetece en un momento determinado”, declaraba, y también expresaba su libertad paseando por Nueva York con una trompeta sujeta a su bastón, haciéndola sonar de repente para sorpresa de la gente y sus animales, a los que luego fotografiaba. Demasiado para “decir queso”.

Incansable, dicen de todos los artistas que superan la edad de la jubilación. Pero él era incansable. Hizo casi un millón de fotos, como sólo hacen los que hoy usan el digital y no tienen miedo a gastar carrete. En 2021 publicó Found not lost(editado en Italia por Contrasto con el título de Fotografie ritrovate, non perso), el resultado de una empresa titánica: reordenar cada una de sus fotos en busca de una nueva lectura de conjunto. “Hace falta una buena dosis de sabiduría, ironía y valentía para revisitar un patrimonio de imágenes tan impresionante como el suyo, que pocos otros artistas se atreverían a abordar”, escribe Vaughn Wallace en la introducción.

Irónico y burlón, como en sus autorretratos: con traje afgano o peluca rubia, o como payaso e incluso como en una ficha policial con el nombre de ’Jesús’. En las fotografías como en las palabras: “Nada es serio y todo lo es. Me tomo muy en serio el no ser serio”. Se dice que la gran ironía surge de la gran tristeza. Pero no podemos saber si esto era cierto para Elliott, que siempre se ha mostrado muy reservado sobre su larga vida. Hijo de padres judíos de origen ruso, nació en París en 1928 y pasó su infancia en Milán intentando escapar de las leyes raciales que llevaron a su familia a huir a Estados Unidos en 1939. Su narración pública más larga es un documental filmado en 2019 por su fallecida asistente Adriana López Sanfeliu (del que se han extraído muchas de las citas de este texto) en el que Elliott se balancea continuamente entre su deseo de contar su historia y su proverbial reserva, para concluir declarando "El silencio suena bien" (en el original, que da título a la película Silence sounds good).

Sus imágenes son el ejemplo más claro de que la fotografía es un lenguaje universal. Funcionan para todos, porque cada uno puede leer en ellas lo que quiera: una broma divertida, una reflexión sobre la sociedad y las relaciones humanas, un momento de la historia. Y en cualquier caso, después de decidir qué significado atribuirle, queda la duda, puede serlo o no. Cada una de las fotos de Erwitt nos obliga a pensar, y transmite sentimientos como la ternura de una madre que mira a su hija. Es una gimnasia para la mente, y para el corazón.


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