El teatro misterioso, lento y loco de Wainer Vaccari


Artista que saltó a la fama en los años ochenta, Wainer Vaccari ha vuelto en los últimos años a los temas de sus orígenes, con su lenguaje visionario que narra el misterioso y loco teatro de la vida, con todas sus incertidumbres.

La sombra de un misterio íntimo y profundo envuelve las obras más recientes de Wainer Vaccari. No es que el artista modenés haya acostumbrado en el pasado al público a obras más ágiles de sondear: Desde el principio de su carrera, en la que siempre ha influido su fascinación por el simbolismo al estilo de Böcklin -artista muy querido por Vaccari-, sus lienzos siempre han aparecido como ocultos por un manto inescrutable, filtrando la realidad y devolviéndole la apariencia de un mundo lejano y maravilloso, en el que una población extravagante, no menos sorprendente que los lugares que sirven de escenario a sus acciones, bulle en silencio, difícil de descifrar. En estas nuevas obras, presentadas entre finales de 2021 y principios de 2022 en la exposición personal Certezze soggettive (Certezas subjetivas ) celebrada en la Galleria Civica de Trento, afloran los recuerdos de sus tierras natales, evocadas también por los títulos. En las tierras de los Gonzaga, por ejemplo: un lienzo donde unos hombres forzudos agitan las aguas de un lago, protegidos por el sombrío follaje que apenas oculta la insólita e inquietante presencia de un animal viscoso que emerge detrás de uno de ellos. Es el mismo paisaje que regresa en obras como Sotto riva, donde la artista se centra en un personaje que emerge del bosque para lamer el agua con los labios, o como Dove l’acqua è dolce: aquí, una ninfa se asoma al lago saliendo del bosque, como si quisiera zambullirse en el agua. Los árboles, quizás cipreses, destacan en el fondo, recordando al favorito de Böcklin. El aire se vuelve pesado con una bruma que tiñe el cielo y el agua de tonos plateados: es la luz de los inviernos del valle del Po, la luz suspendida del valle del Po.

En las obras de Vaccari pervive esa materia densa y untuosa típica de cierta pintura emiliana, de esa línea expresiva y naturalista que la ha atravesado a lo largo de los siglos, a partir al menos del XIV. Francesco Arcangeli, quizá el mayor estudioso de esa línea, hablaba de cuerpo, acción, sentimiento y fantasía, entre naturalismo y expresionismo. Los mismos elementos nunca han abandonado la poética de Vaccari, que en sus últimas obras se ha impregnado de ulteriores entonaciones líricas: El paisaje emiliano queda así transfigurado por este velo caliginoso que restituye una imagen onírica, como en las visiones simbolistas de Fernand Khnopff y Alphonse Osbert, que toma forma bajo esta pincelada caracterizada por una inmediatez más marcada, pero que lleva los signos del giro que Wainer Vaccari imprimió a su obra a principios de los años 2000, cuando regeneró sus temas sometiéndolos a una especie de escaneo subrayado por lo que él mismo denominó “píxeles expandidos”. He aquí, pues, las nuevas obras de Wainer Vaccari, que no dejan de “aspirar a un deseo irresistible y satisfactorio”, como escribió Flavio Arensi.



Son visiones del agua, podría pensarse: el elemento líquido, siempre presente en las investigaciones de Vaccari, es central, arquetípico en el sentido junguiano del término, referido a imágenes primordiales que resurgen del inconsciente. Uno mira En las tierras de los Gonzaga, y le vienen a la mente las brumas de Emilia, se eleva el recuerdo de la estación lúgubre de la que es capaz el llano del valle del Po, le parece oír la voz de los poemas de Umberto Bellintani, el genius loci de la llanura mantuana que cantaba cielos verde jade en un atardecer a orillas del Po, que escuchaba las voces arcanas que resonaban en las aguas de las acequias, que evocaba la melancolía del campo al atardecer, capaz de inspirar profundas preguntas existenciales. Al contemplar En el valle de los Helvecios, uno no puede evitar pensar en la Suiza donde Vaccari pasó su infancia y donde, de niño, se enfrentó a esa “espiritualidad ancestral y generalizada” que el artista vio practicar a los habitantes en una insólita combinación de protestantismo y paganismo, “una especie de permanencia de antiguos ritos paganos, ligados a la cultura campesina y al ciclo de las estaciones”, como explicaba el propio Vaccari en una entrevista con Gabriele Lorenzoni en el catálogo de Certezze soggettivezze. Se trata de un retorno en todos los sentidos de la palabra, que comenzó a mediados de los años diez del nuevo milenio, lo que ha impulsado a Vaccari hacia estas nuevas obras: una vuelta al lenguaje de los años ochenta y noventa, pasada la fase más extrema de su actividad, una vuelta a los temas que antaño apreciaba. Una “nueva necesidad”, la definió él mismo: “el empuje propulsor del camino anterior se había agotado de hecho y sólo podía volver sobre mis pasos, ciertamente con ojos y espíritu renovados”.

Wainer Vaccari, Dove l'acqua è dolce (2020; óleo sobre lienzo, 40 x 50 cm; Ro Ferrarese, Fondazione Cavallini Sgarbi)
Wainer Vaccari, Dove l’acqua è dolce (2020; óleo sobre lienzo, 40 x 50 cm; Ro Ferrarese, Fondazione Cavallini Sgarbi)
La exposición Certeza subjetiva. En la pared izquierda las obras Buon Compleanno, Nella Valle degli Elvezi y Nelle terre dei Gonzaga
La exposición Certeza subjetiva. En la pared de la izquierda las obras Buon Compleanno, Nella Valle degli Elvezi y Nelle terre dei Gonzaga.

Es necesario remontarse a 1983 para comprender, por una parte, los orígenes de este itinerario y, por otra, los acontecimientos que lo presionaron. Ese año tuvo lugar la primera exposición individual de Vaccari en Mazzoli’s de Módena, que fue posible gracias a su audacia: Emilio Mazzoli había conocido su obra, le había pedido que le vendiera toda su producción reciente, y Vaccari, abiertamente celoso de su trabajo, había exigido una exposición a cambio de las obras. La exposición se tituló Immagini pompose, profonde, seriose y fue comisariada por Achille Bonito Oliva. “A la anemia de una realidad incolora”, escribía Bonito Oliva en el texto crítico que acompañaba a la exposición, “el artista responde con la representación de otra enfermedad, la de la exuberancia, con la que compensa la proporción cuantitativa que le domina. La temperatura incandescente de la obra le muestra cómo el arte es un procedimiento que, al tiempo que adopta sus propias reglas internas y lenguajes específicos, crea brechas en la opacidad de lo cotidiano, introduce una visibilidad diferente del mundo”. Y fue verdadera exuberancia, verdadero anhelo de romper con la grisura de la costumbre, verdadera sensibilidad visionaria, las credenciales con las que Vaccari se presentó al mundo. Literalmente: el autorretrato de 1982, que se ha convertido en una de sus imágenes más famosas, testimonia en primer lugar una voluntad de trabajar sobre su propia identidad, de indagar en la idea que el artista tiene de sí mismo, y es a continuación un claro manifiesto poético. El artista se presenta en una pose de tres cuartos, mientras sostiene una paleta y un par de pinceles en la mano derecha, una imagen firme y sin concesiones de un autorretrato del siglo XVII, si no fuera porque, además de los pinceles, el pintor sostiene también un bastón, y decide dirigirse al espectador con una sonrisa sardónica, y envuelto en una enorme palandrana negra que aún recuerda, burlándose de sí mismo, el atuendo de Böcklin en el famoso autorretrato de la Nationalgalerie de Berlín. Y luego, el dios Pan, deidad de los bosques que el cristianismo ha transmutado en símbolo negativo, que se muerde el pecho y se convierte en alegoría feroz de su inspiración. Así, desde el principio se hace evidente una vena burlona que ni siquiera escatima su propia imagen. Y que reaparece con frecuencia en sus cuadros: ocurre, por ejemplo, en los Mercaderes, donde una serie de personajes ataviados con ridículos tocados (y entre los que también vemos, en un espejo, al propio Vaccari) se enzarzan en acciones cuyo sentido no comprendemos, y que a veces nos parecen impregnadas de un alma de locura. Esta imposibilidad de interpretar la lógica de lo que hacen las figuras en los cuadros de Vaccari es otra constante en su pintura: la indefinición es el enfoque con el que Vaccari lee una realidad incierta que es igualmente imposible de comprender según esquemas predeterminados.

Aquí es donde la ironía se impone de nuevo, en esta pintura que injerta la solemne escansión espacial de Piero della Francesca en la Capilla Bacci (recordada, como ha señalado acertadamente Vittorio Sgarbi, también en las extrañas formas de los sombreros, que Vaccari exagera hasta el paroxismo) en una cultura figurativa construida sobre las obras de la Neue Sachlichkeit, de la que Vaccari es uno de los intérpretes más inteligentes. “A pesar de las diferencias abismales”, dijo Vaccari de los pintores alemanes de principios del siglo XX, motivando su recurso a ese repertorio de imágenes, “eran artistas que miraban la realidad del cuerpo humano, del paisaje, de la vida cotidiana: su fuerza visionaria y expresionista me atrajo, llevándome a deformar las figuras, a desgarrar los rasgos humanos permaneciendo siempre dentro de la figura”. Está en primer lugar Christian Schad, quizás el menos radical de los nuevos objetivistas, de quien Vaccari toma prestada la capacidad de plasmar sobre el lienzo figuras llenas, precisas y afiladas, pero distantes, inquietantes hasta el punto de provocar desasosiego y sacudidas de perturbación cuando no de angustia, sin que se entienda muy bien por qué. Con un juego de sugerencias, también se puede llegar al realismo solitario y desilusionado de Wilhelm Lachnit. Luego se puede añadir la inquietante y aguda concreción del realismo mágico de Cagnaccio da San Pietro. Pero podemos ir aún más atrás: Los mercaderes también remiten a las milicias que abundan en la pintura holandesa del siglo XVII, por ejemplo. Una obra como A la sombra de las catedrales cita las Tentaciones de San Antonio del Museo de Arte Kimbell, famosísimas por estar atribuidas a Miguel Ángel. La Ronda di giorno, ya desde su título, rinde homenaje a Rembrandt, pero esa procesión de orientales con cráneos afeitados, que pueblan los lienzos de Vaccari desde hace más de treinta años, recuerda la Parábola de los ciegos de Bruegel. Y de nuevo La mujer del pescador, tendida en la naturaleza como la Procri sin vida de Piero di Cosimo, pero con un cuerpo que recuerda a la sensual Magdalena del siglo XVII.

La técnica de Vaccari, además, nos lleva a un viaje en el tiempo. “Trabaja el estilo”, escribió Flaminio Gualdoni. Un estilo “que se vuelve suelto y muy preciso, hecho de pinceladas cortas y veladuras pacientes, para desenredar una madeja cromática en la que marrones vadyckianos, en el umbral del gris, y tierras sombrías, y negros franceses, enredan intromisiones cortas y fuertes de laca garanza, cinabrio, índigo, en los ropajes de las figuras. Y sobre todo gotea una luz dorada, asombrada o, en otros lugares, plateada, pero firme, nítida, apenas irritada por fuertes brillos, silueteando figuras y espacios como en enigmáticos interiores del siglo XVI, o en oníricos escenarios naturales boecklinescos”. A ello se añade un sentido innato de lo monumental, como se desprende de la observación del Girovago, una especie de homenaje irónico al Juglar de Antonio Donghi, y quizá aún más de sus figuras de buceadores, por las que uno podría aventurarse a incomodar a la estatuaria de un Arturo Martini.

Luego están las situaciones, los escenarios, las figuras absortas en actividades que nos parecen carentes de sentido, el gran teatro en el que se escenifica la comedia misteriosa, lenta, loca, concentrada, silenciosamente atareada de Wainer Vaccari. Sus personajes se mueven en un mundo a su vez indefinido, indescifrable, imposible de situar en un espacio cronológico preciso. Indefinido, pero reconocible: un mundo de fantasía, oscuro e impenetrable, pero al mismo tiempo casi grotesco, que podría resumirse en palabras de Sgarbi: “un pequeño paraíso hecho de naturaleza incontaminada, de una población extraña de formas macizas y rasgos orientales, entregada a rituales misteriosos, pura como en un cuento de hadas, sensual a veces hasta la provocación, serena en su conjunto, pero no exenta de inquietudes punzantes”. No es casualidad que Sgarbi siempre haya relacionado el mundo de Vaccari con la imaginería de Fellini, llegando incluso a apodarle “el Fellini del lienzo” en un artículo publicado enL’Europeo en 1991.

Wainer Vaccari, Autorretrato (1982; óleo sobre lienzo, 180 x 140 cm; Colección Ludovica Canetti Florenzi Serafini)
Wainer Vaccari, Autorretrato (1982; óleo sobre lienzo, 180 x 140 cm; Colección Ludovica Canetti Florenzi Serafini)
Wainer Vaccari, Los mercaderes (1983; óleo sobre lienzo, 250 x 350 cm; Italia, Colección particular)
Wainer Vaccari, Los mercaderes (1983; óleo sobre lienzo, 250 x 350 cm; Italia, Colección privada)
Wainer Vaccari, A la sombra de las catedrales (1983; óleo sobre lienzo, 300 x 400 cm; Alemania, colección privada)
Wainer Vaccari, A la sombra de las catedrales (1983; óleo sobre lienzo, 300 x 400 cm; Alemania, Colección Privada)
Wainer Vaccari, Ronda di giorno (1992; óleo sobre lienzo, 200 x 150 cm; Colección particular)
Wainer Vaccari, Ronda di giorno (1992; óleo sobre lienzo, 200 x 150 cm; Colección particular)
Wainer Vaccari, Girovago (1985; óleo sobre lienzo, 80 x 120 cm; Suiza, Colección particular)
Wainer Vaccari, Wanderer (1985; óleo sobre lienzo, 80 x 120 cm; Suiza, Colección particular)
Wainer Vaccari, En los mares del norte (1992; óleo sobre lienzo, 180 x 125 cm; Colección particular)
Wainer Vaccari, En los mares del norte (1992; óleo sobre lienzo, 180 x 125 cm; Colección Privada)
Wainer Vaccari, Buzo (1993; óleo sobre lienzo, 180 x 125 cm; Colección particular)
Wainer Vaccari, Buzo (1993; óleo sobre lienzo, 180 x 125 cm; Colección Privada)

Estas son las coordenadas del espacio en el que se mueve el arte de Wainer Vaccari. Luego vino el interludio que comenzó en la década de 1990 y duró más de diez años, durante los cuales el universo del pintor emiliano cambió por completo, sorprendiendo a la crítica con uno de los cambios de rumbo más abrasadores que ha conocido el arte italiano contemporáneo. Un cambio de rumbo brusco y drástico, pero ciertamente cualquier cosa menos incoherente, dado que para Vaccari la pintura es ante todo una necesidad. Las citas de la historia del arte habían ido dejando paso a las imágenes en huecograbado, pero no fue sólo una cuestión de necesidad la que intervino para cambiar los intereses de Vaccari, circunstancia que no habría sido sorprendente. El hecho es que la propia gramática de Vaccari había sufrido un cambio radical: era como si el pintor hubiera empezado a hablar en otro idioma, completamente distinto del primero. Así, de lenta, meticulosa y meditada, su pintura había pasado a ser inmediata, rápida, casi instintiva y signada, incluso parecía ajena a su poética. Rostros sobre fondos blancos, compuestos de signos realizados con pinceladas cortas y rápidas, y que a simple vista parecían tapar las imágenes, generalmente tomadas de los medios de comunicación de masas, pero que miradas más de cerca se sumaban para dar vida a la figura: lo que parecía síntesis era en realidad análisis. Uno se preguntaba, entonces, si había desaparecido toda posibilidad de ver esos “paraísos” que habían caracterizado el arte de Wainer Vaccari hasta finales de los años noventa. La respuesta llegó poco más de diez años después: una especie de nuevo rappel à l’ordre aseguró su reaparición.

Vuelven los mundos fantásticos, vuelven las atmósferas enrarecidas de los primeros años, vuelve la poesía de la incertidumbre, vuelven incluso los omnipresentes y herméticos orientales (a veces incluso en fila como en la Ronde: aquí están, por ejemplo, subiendo a la Ghirlandina, el campanario de la catedral de Módena, en el cuadro Di torre in torre), vuelve el gran misterio que intriga su obra y engaña al observador. A veces vuelven es el título de la exposición con la que, en esta singular palingenesia de la que es difícil encontrar ejemplos comparables en los últimos tiempos, Vaccari volvió a presentarse ante público y crítica, en 2014, en la Levy Gallery de Hamburgo. Y a veces Vaccari ha vuelto con fuerza deflagradora, como en Feliz cumpleaños, una obra cuyo título no guarda relación alguna con lo que observamos en la superficie del lienzo: uno de los personajes con la cabeza rapada emerge de un estanque y frente a él una mujer casi parece tentarle abriéndole las piernas. Se desconoce lo que ocurrió antes y lo que ocurrirá después. Al pariente la tarea de intentar penetrar en el misterio.

Y luego, en tiempos más recientes, el retorno a lo familiar, a la provincia, también se ha hecho más insistente. Una provincia como microcosmos de las raíces, de la memoria, evocada, como vimos al principio, con el habitual enfoque que acaricia lo surrealista: si Vaccari encuentra en Fellini una contrapartida en el cine, en la literatura podría trazarse un paralelismo con el humor emiliano de los cuentos de Cesare Zavattini. Se podría pensar en ello al observar una de las obras más recientes de Wainer Vaccari, el Milagro de San Geminiano, un poderoso subtexto que da la bienvenida a los clientes de la Osteria Francescana de Massimo Bottura y recuerda las visiones más atrevidas de Tintoretto sobre uno de los prodigios más conocidos del santo patrón de Módena: según la hagiografía, un niño subió a la Ghirlandina con su madre y, al asomarse a una ventana, cayó al vacío. La madre rezó al santo, que apareció puntualmente, y sacó al pequeño a salvo. Y Vaccari pintó a San Geminiano cuando agarra al niño (literalmente, cuando lo agarra por el pelo), unos metros antes de que caiga al suelo. “Intenté hacer la escena más creíble”, explica Vaccari. “Si venía del cielo, el único vehículo posible era la nube. En muchos otros frescos, los santos se apoyan en las nubes. Entonces me dije: devid una visión atrevida para dar dramatismo a la escena. Así que la representé desde abajo. El niño está a punto de llegar al suelo. Está a pocos metros. La Ghirlandina está en perspectiva. El santo le agarra por el pelo. Mi historia termina aquí”. Básicamente, el relato de un rescate de película de acción en un cuadro que refresca la iconografía religiosa.

Wainer Vaccari, Cabeza (2002; óleo sobre lienzo, 50 x 50 cm; Sassuolo, Collezioni comunali)
Wainer Vaccari, Cabeza (2002; óleo sobre lienzo, 50 x 50 cm; Sassuolo, Collezioni comunali)
Wainer Vaccari, Camminante (2002; óleo sobre lienzo, 190 x 190 cm; Módena, colección particular)
Wainer Vaccari, Camminante (2002; óleo sobre lienzo, 190 x 190 cm; Módena, Colección privada)
Wainer Vaccari, Feliz cumpleaños (2020; óleo sobre lienzo, 100 x 80 cm). Cortesía de Galleria Mazzoli. Fotografía de Rolando Guerzoni
Wainer Vaccari, Feliz cumpleaños (2020; óleo sobre lienzo, 100 x 80 cm). Cortesía de Galleria Mazzoli. Fotografía de Rolando Guerzoni
Wainer Vaccari, Di torre in torre (2016; óleo sobre lienzo, 150 x 100 cm; Módena, Colección Galassi Ferrari).
Wainer Vaccari, Di torre in torre (2016; óleo sobre lienzo, 150 x 100 cm; Módena, Colección Galassi Ferrari).
Wainer Vaccari, Milagro de San Geminiano (2022; óleo sobre lienzo; Módena, Osteria Francescana)
Wainer Vaccari, Milagro de San Geminiano (2022; óleo sobre lienzo; Módena, Osteria Francescana di Massimo Bottura).

La atención a la obra de Vaccari ha vuelto a aumentar en los últimos tiempos, con el redescubrimiento de la pintura figurativa y, en particular, con la difusión entre los coleccionistas de una moda por los pintores que a lo largo del siglo XX, y en algunos casos incluso más allá, siguieron midiéndose con los lenguajes y los temas del Surrealismo. Las elecciones que han sustentado el proyecto de la Bienal de Venecia de este año son el certificado más elocuente de estos intereses renovados en una búsqueda que se aleja de la de las neovanguardias, que también ocupaban el campo hasta no hace mucho. Y hasta no hace mucho se habría discutido mucho sobre la contemporaneidad de Vaccari. Todos aquellos que entienden lo contemporáneo como una militancia que no admite posiciones de recuperación aunque sea en sintonía con el propio tiempo, o como puro y obsesivo experimentalismo (y poco importa, entonces, lo vanidoso y conformista que sea), se habrían interrogado ante su mirada retrospectiva, sus lazos con la tradición, su recuperación de una gramática anticuada. Vaccari es un pintor contemporáneo en primer lugar porque vive, trabaja y se expresa en el presente, una condición que no se puede ignorar. Y luego, podríamos añadir, su investigación nace en un momento histórico en el que la desactualización era una necesidad: en el clima de afirmación del posmodernismo, escribió Carlo Sala, “la recuperación de la diversidad, incluida la local, y la reinterpretación de la tradición visual se vieron favorecidas por la convicción de que una idea puramente lineal de la evolución de la historia del arte debía ser sustituida por una visión circular que, al tiempo que avanzaba, fuera capaz de recoger y tomar prestados algunos momentos de ese gran ’depósito’ que es la cultura visual del pasado”. Este es el punto de partida de las investigaciones de Wainer Vaccari.

Pero Vaccari es quizás aún más contemporáneo que otros si es fiel a lo que sostenía Nietzsche en sus Consideraciones inalcanzables, a saber, que pertenecen realmente a su época quienes, con plena conciencia de la imposibilidad de escapar a su propio tiempo y con la intención de no mirar hacia atrás con mirada nostálgica, actúan contra los mitos y las ideas dominantes y, por tanto, son capaces de madurar ese desapego que les permite no adaptarse, no homologarse y ofrecer una lectura precisa de la contemporaneidad. “La contemporaneidad”, en palabras de Agamben, “es una relación singular con el propio tiempo, que se adhiere a él y, al mismo tiempo, se distancia de él; más exactamente, es esa relación con el tiempo que se adhiere a él a través de un desajuste y un anacronismo. Aquellos que coinciden demasiado plenamente con la época, que coinciden perfectamente con ella en todos los puntos, no son contemporáneos porque, por esa misma razón, no pueden verla, no pueden mantener la mirada fija en ella”. Vaccari contempla la contemporaneidad con el distanciamiento que le proporcionan la disciplina, la cultura y la libertad de un pintor que no está congelado en un academicismo rígido (de hecho, ocurre lo contrario: No adopta la tradición como si fuera un refugio o, peor aún, un repliegue, sino que la lee, con su acento visionario, para cuestionar la realidad, para establecer un espacio de pintura en el que se exploran las profundidades de las pasiones, los sueños y la memoria, donde se entrecruzan lo elegíaco y lo grotesco, lo angustioso y lo insólito, lo doméstico y lo cómico. En definitiva, donde entra en juego el teatro de la vida, con todas sus incertidumbres.


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