¿Por qué el Instituto Central de Restauración, que desde su inauguración en 1941 ha sido un referente indiscutible en el mundo sobre conservación y restauración, ha tenido que desarrollar su labor investigadora en Italia ante la sustancial indiferencia de la Administración de Conservación y de la Universidad, hasta quedar reducido al punto cero en el que se encuentra hoy? Una pregunta con muchas respuestas. Una está en un asunto lejano. La violentísima polémica abierta por Roberto Longhi en 1948 contra Brandi y el Icr con el restaurador bergamasco Mauro Pellicioli a su lado, que bajo la apariencia de un quejumbroso Iago prealpino sugería las dianas técnicas contra las que lanzarse.
Longhi, que se encontraba entre los partidarios de la fundación del Icr en 1939 y fue miembro del consejo técnico del Icr hasta principios de la posguerra. Pellicioli, que en el mismo momento de la fundación del Icr, gracias a su estrecha relación con el historiador de arte piamontés, fue nombrado inmediatamente su restaurador jefe. Se trataba de una polémica contra el Icr, en la que Longhi ponía en la balanza su indiscutible autoridad como gran erudito y árbitro de las carreras universitarias de los historiadores del arte italianos, en un intento de que se cerrara el Icr o, al menos, se destituyera a su director, es decir, a Brandi. Una polémica que el historiador del arte piamontés abrió en el “Corriere d’informazione” del 5-6 de enero de 1948 con un artículo al que el historiador del arte sienés dio una respuesta directa pocos días después. Y si aún hoy seguimos sin comprender del todo las razones y los límites de aquel asunto, podemos sin embargo afirmar con certeza que fue del más triste nivel cultural, técnico y humano, hasta la “carta de la delatoria” (la escribió Antonio Paolucci) que Longhi, viendo la infructuosa persecución que había perseguido, envió el 25 de agosto de 1948 al entonces director general Guglielmo de Angelis D’Ossat, alegando (de nuevo con Pellicioli soplando en el fuego) que el Icr había arruinado algunos cuadros importantes con restauraciones incorrectas. Esto no era cierto y como demostró fácilmente Brandi.
Una polémica que Urbani presenció de primera mano y que para él supuso una educación (así me lo contó) sobre la violencia y la escasez moral y humana del mundo de la historia del arte, además de no retroceder ni un milímetro en su apoyo a la postura de Brandi y elIcr (“le style est l’homme”), denunciando desde entonces una intolerancia siempre cambiante hacia Longhi y una aversión absoluta hacia Pellicioli, los mismos sentimientos que todavía aparecen en 1994, casi medio siglo después, en una de sus entrevistas: “Lo sorprendente es que un personaje así [Pellicioli] estuviera en la palma de la mano de Longhi. Y esto es ciertamente bastante curioso. Cualquiera que quisiera escribir una historia de la restauración en Italia tendría que aceptar esta realidad. Es decir, que incluso en los años cuarenta y cincuenta, los principales historiadores del arte tenían ideas sobre la restauración que eran absolutamente inexistentes desde el punto de vista técnico, por lo que llevaban consigo a personajes considerados carismáticos, pero que no tenían ninguna competencia”.
Tampoco se puede excluir, en cuanto a las razones de aquella polémica, el deseo de enfrentar a Longhi con uno de los puntos centrales del pensamiento de Brandi sobre la restauración, la conservación de la pátina en los cuadros. Éste fue el que hizo que en 1949 el historiador del arte sienés adoptara una postura muy dura contra la limpieza de pinturas sobre tabla italianas llevada a cabo en la National Gallery de Londres entre finales de los años treinta y mediados de los cuarenta, la misma que ya había causado alarma en 1946 en un artículo publicado en The Times. Una polémica que encendió con el famoso ensayo The Cleaning of Pictures in Relation to Patina publicado en 1949 en “Burlington Magazine”, una intervención que abrió un amplio debate en la crítica de arte europea y americana sobre el tema de la limpieza, dando así un indiscutible y justo prestigio internacional al Icr. Patina que en Londres se había eliminado radicalmente, creyendo restauradores e historiadores del arte que las investigaciones científicas -lo que por otra parte sigue siendo el caso hoy- les eximían de reflexionar sobre lo que hacían, empezando por desconocer la posición de los tratados técnicos históricos sobre el punto. Un error que Brandi no comete en las restauraciones que conduce al Icr. Empezando por relacionar los restos de barniz original descubiertos en algunos cuadros restaurados en el Icr, entre ellos el “Pala di Pesaro” de Giovanni Bellini, con la entrada “Patena” del “Vocabolario toscano delle Arti del Disegno” publicado en 1681 por Filippo Baldinucci: “Patena. Voz usada por los pintores y llamada también pelle (piel), y es esa decoloración universal que el tiempo hace aparecer sobre las pinturas, y que también a veces las favorece”.
Dos datos que demuestran, en primer lugar, que ya en aquellos años quedaban restos de barniz original en un cierto número de pinturas que no podían interpretarse de otro modo que como “pátina”; y en segundo lugar, que ya en el siglo XVII la pátina era considerada por los artistas como un hecho técnico y estético bien definido. Y es otro de los grandes méritos de Brandi haber demostrado la importancia fundamental del conocimiento de los tratados técnicos históricos en restauración también para dar sentido a las investigaciones científicas, a fin de limitar al máximo los márgenes de error en la interpretación tanto de los datos analíticos como de las intervenciones de limpieza. Y sería interesante saber qué diría hoy el historiador del arte sienés sobre las limpiezas cada vez más radicales que se llevan a cabo con profesores superintendentes y químicos que alardean ideológicamente de la “cierta exactitud” de las investigaciones científicas con respecto a lo que dicen los tratados técnicos históricos, mientras que casi siempre ocurre lo contrario.
Todo ello frente a Longhi que, en 1940, a propósito de la restauración de la iglesia de Santa Sabina, en Roma, había desbaratado el problema de esta manera (¿ya en “paz armada” con Brandi?): “El cretino amor por la pátina, que entonces no es más que suciedad, lo que el antiguo maestro nunca soñó con anticipar en el futuro”, confirmando el mismo concepto ocho años más tarde en el citado artículo del “Corriere d’Informazione”. Evidentemente, ignoró la existencia de esa entrada en el “Vocabolario” del cruzado florentino, o bien se la saltó. Lo que también estaría en consonancia con el especial autismo gestor del sin embargo gran historiador del arte piamontés. Un choque frontal entre Longhi y Brandi que es también el resultado del contraste interminable entre las dos vías en las que se ha movido esencialmente la restauración moderna. Para decirlo muy rápidamente, el camino de la restauración anticuaria que no debe confundirse con la ciencia anticuaria ya utilizada en escultura en el siglo XV: ejemplar en esto es el relato de Vasari sobre la restauración “en estilo” por Donatello de una escultura antigua con un Marsyas. Una restauración anticuaria que tiene su primera estación crítica consciente y documentada, fundacional por tanto de la restauración crítica moderna, a finales del siglo XVII con la intervención en los frescos de Rafael en la Farnesina llevada a cabo por Giovan Pietro Bellori y Carlo Maratti que restauraron las partes que faltaban de las figuras partiendo de los modelos estatuarios antiguos utilizados por Urbino y retomados por Maratti.
La otra vía, la historicista, se originó en la segunda mitad del siglo XIX con Giovan Battista Cavalcaselle y Camillo Boito y descendió de ahí hasta Brandi y Argan. Esta manera de restaurar es en sí misma un acto crítico, ya que devuelve a la obra su auténtica lección, sin compensar nunca las partes que se han deteriorado o perdido con el tiempo, salvo haciendo visible la integracióna posteriori, por ejemplo reconstruyéndola con trazos verticales (el “sombreado” de Brandi). La restauración de pinturas y esculturas se convirtió en una profesión definitivamente autónoma en el siglo XIX con la difusión del coleccionismo privado, de modo que los restauradores se convirtieron en una rama especial de los historiadores del arte: sólo dos ejemplos, Giovanni Morelli y Cavenaghi y, como ya hemos visto, Pellicioli y Longhi. Una profesión independiente sancionada como tal por la publicación en el mismo año 1866 de dos manuales de restauración: uno del restaurador sienés, pero en realidad florentino, Ulisse Forni, el otro del restaurador bergamasco Giovanni Secco Suardo.
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