El artículo que va a leer a continuación ha sido escrito por Emma Rodríguez, periodista cultural española, colaboradora de periódicos como El Mundo, El País, Turia y otros, y directora de “Lecturas Sumergidas”, la revista en línea de la que procede este artículo. Puede leer el original en este enlace. La traducción del español al italiano es de Ilaria Baratta.
Todo empezó una mañana de hace unos años, durante unas vacaciones en Londres. En una visita a la Tate Gallery, mis pasos me condujeron a una sala en la que permanecería bastante tiempo. En la sala de Rothko, frente a esa multitud de colores típica del pintor, frente a esos accesos a los paisajes del alma, a los misteriosos vacíos, abismos del ser, me di cuenta de que lo realmente esencial estaba allí, fuera del frenesí y del ruido, de las noticias y de las costumbres, que en ese lugar era posible pararlo todo y volver a empezar, con otros ritmos, con los ojos y la mente abiertos para captar esos pequeños destellos de verdad que pasan desapercibidos cuando tenemos prisa, cuando seguimos la evolución del mundo como autómatas y dejamos de hacernos preguntas y de escucharnos a nosotros mismos. Me veo sentada frente a los cuadros, sola, angustiada por dentro, queriendo detener el tiempo, buscando el lenguaje adecuado para expresar esta combinación de emoción y fuerza frente a esas vastas llanuras ocres, marrones, rojizas, grises, violetas, frente a esas puertas o columnas sombreadas de un templo por el que he entrado sin códigos preexistentes, encontrando, asombrado, las claves para acceder a una cercanía, a una especie de lucidez, a una felicidad que ahora vuelvo a encontrar al repasar las páginas de una biografía que está a punto de publicar en España la editorial Paídos y que me apresuré a leer, movido por el anhelo de saber más sobre el hombre que, a partir de ese momento, se convirtió en uno de mis pintores favoritos.
Mark Rothko fotografiado por Consuelo Kanaga en 1949 |
La sala Rothko de la Tate de Londres |
La profesora e historiadora francesa Annie Cohen-Solal es la autora de Mark Rothko. Buscando la luz de la capilla, un excursus sobre la vida y la época de un artista cuyo valor no reside en los elevados precios que alcanzó y sigue alcanzando por su arte, sino en su capacidad para asombrarnos y conducirnos hacia una no-realidad que nos golpea. Gracias al biógrafo, tenemos acceso a las luces y sombras de este hombre, nacido en Daugavpils, Letonia, en 1903, que decidió poner fin a su vida en Nueva York, en 1970, cuando su nombre era ya uno de los más grandes del arte contemporáneo.
El artista nunca dejó de buscar, nunca dejó de evolucionar, nunca dejó de creer en el arte como lenguaje de lo sublime, como herramienta para penetrar en las capas más profundas de las cosas. En uno de sus textos, El espacio en la pintura, incluido en su libro Escritos sobre arte, al que también me referiré en este artículo, el autor reflexiona sobre la intensidad del sentimiento, la profundidad de la emoción.
“Cuando hablamos de acceso al conocimiento, hablamos de desvelamiento; esta última expresión implica un despojamiento de todos los velos, una elevación de las profundidades hacia un conocimiento diferente, o un corrimiento de los velos que oscurecen lo que hay detrás de ellos”, nos dice. Y añade: “Hay espacio en la expresión para hacer claro lo oscuro o, metafísicamente, para hacer cercano lo remoto a fin de atraerlo hacia el orden de mi intelecto humano e íntimo (...) De esto está hecho mi mundo: un poco de cielo, un poco de tierra y un poco de movimiento...”.
Mark Rothko fotografiado por William Heick (1949-1950) |
Creo que este argumento es hermoso. En cierto modo, revela en clave filosófica lo que tanto nos fascina de la pintura de Rothko: su capacidad de desvelamiento, su acceso a regiones inaccesibles, ese plano místico, espiritual, que él no llegó a reconocer del todo, aunque sabía que sus obras debían apreciarse en su conjunto, en una especie de danza armoniosa, en espacios íntimos, acogedores, propicios para la meditación, para la calma. Esa sensación total de serenidad impregna el espíritu del visitante de la Tate de Londres y de los demás lugares dedicados al pintor: la National Gallery de Washington, la Capilla de Houston o el Centro Rothko de Daugavpils, en Letonia, la antigua ciudad de Dvinsk, donde nació.
Mientras contemplaba y me dejaba cautivar, aquel lejano día, por las extensiones de Rothko, me creía tranquilo, equilibrado, contagiado por los milagrosos efectos del color, pero nunca más lejos de la realidad. La biografía de Cohen-Solal retrata a un ser atormentado, contradictorio, en constante lucha entre su concepción de la pureza del arte y su deseo de alcanzar el éxito, que no era posible sin entrar en el juego del mercado. “Cuando yo era joven, el arte era algo solitario: no había galerías, ni coleccionistas, ni críticos, ni dinero. A pesar de ello, era una época dorada, no había nada que perder, sino una meta que alcanzar...” declaraba el artista en 1960, cuando estaba muy, muy lejos de aquella situación inicial; cuando los museos y las galerías de arte ya se lo disputaban, cuando el paso del tiempo le había llevado a idealizar una época en la que, a pesar de la autenticidad y la libertad que tanto recordaba, le preocupaba que su obra no fuera debidamente reconocida y valorada.
Comprometido, con una fuerte conciencia social, siempre del lado de los desfavorecidos, de los excluidos, circunstancia que vivió en su propia piel, como hijo de emigrantes judíos que, a principios del siglo XX, huyeron del viejo imperio ruso por miedo a la persecución y a los pogromos (son muy interesantes los primeros capítulos dedicados a la infancia del artista y a los orígenes de su familia); para él, la integración fue siempre una dificultad. Con su actitud reflexiva, crítica, combativa, no le fue fácil aceptar las reglas de la universidad de la época, ni aceptar las reglas del arte, su aspecto comercial, circunstancia a la que hay que añadir la incomprensión de su época, los ataques, al principio feroces, hacia una obra de ruptura, capaz de comunicar con códigos desconocidos, a la altura de los grandes artistas visionarios, pioneros, que se enfrentaron a las reticencias a cambio de la oficialidad.
Mark Rothko, Sin título, Lavanda y verde (1952; óleo sobre lienzo, 171,7 x 113 cm; Colección particular) |
El retrato de este artista en perpetua crisis, debatiéndose entre sus convicciones y sus logros, en medio de abrumadoras e intrincadas manipulaciones comerciales, mientras su arte crecía y se elevaba a planos nunca materiales, alejados de lo tangible, de lo real: éste es uno de los grandes objetivos de una dedicación clarificadora. Hay un hecho en la vida de Rothko que dice mucho de su lucha consigo mismo y con su entorno, de la agitación que le causó entrar en las redes del capitalismo. En la biografía, un capítulo analiza lo ocurrido cuando le encargaron una serie de cuadros para decorar el lujoso restaurante Four Seasons, parte del diseño de un imponente rascacielos de 34 plantas, sede de la Seagram Company, en el 375 de Park Avenue, símbolo de la riqueza neoyorquina, símbolo del éxito estadounidense.
Un encargo que alcanzó la astronómica suma de 35.000 dólares, con un anticipo de 7.000 dólares para la decoración del edificio, cerró el trato. Además de la contribución de Rothko, se contaba con obras de Picasso, Miró, Stuart Davis y el escultor Richard Lippold. Nuestro protagonista se puso manos a la obra, pero no se sentía adecuado, no encontraba el camino correcto e intentaba comprender qué le molestaba tanto.
En 1959 llegó a Europa en un viaje transatlántico, junto con su mujer y su hija de ocho años. Mark Rothko entabló amistad con el escritor John Fischer, con quien pudo desahogarse libremente. Once años más tarde, tras el suicidio del pintor, Fischer, que había transcrito cuidadosamente las palabras de Rothko, consciente de que estaba siendo testigo de un episodio importante en la vida de un artista ya famoso, relató las confidencias que Rothko le hizo en un bar en un artículo publicado en la revista Harper’s. Cohen-Solal lo menciona, pero lo encontramos íntegro en la edición de Escritos sobre Arte (Paidós Estética) de Miguel López-Remiro. Es un testimonio absolutamente significativo porque refleja la agitación que sentía el pintor al verse inclinado a traicionar sus principios. Rothko, según el autor, le contó que le habían encargado una serie de grandes lienzos para cubrir las paredes de la sala más exclusiva de un carísimo restaurante del Seagram Building.
“Un lugar donde los cabrones más ricos de Nueva York van a comer y a presumir”, le dijo. Y le aseguró que nunca aceptaría un encargo así, que lo había aceptado como “un reto, con la peor intención, con la esperanza de hacer algo que arruinara el apetito de todos los hijos de puta que comieran en la sala”, añadiendo que para conseguir ese efecto opresivo que quería, estaba utilizando “tonos oscuros, más oscuros que cualquier cosa que hubiera hecho antes”.
La historia terminó abruptamente: los cuadros nunca se colgaron en el comedor, pero el tiempo invertido en el proyecto fue una época de investigación, descubrimiento y desafío, como señala Annie Cohen-Solal en su ensayo. Al fin y al cabo, el camino de la investigación había llevado a Rothko a emular, a su manera, el efecto claustrofóbico que Miguel Ángel había logrado en las paredes de la sala de la escalera de la Biblioteca Medicea. Él había conseguido“, le dijo a Fischer, ”exactamente el tipo de sensación que yo busco: que el espectador sienta que está atrapado en una habitación en la que todas las puertas y ventanas están tapiadas, de modo que lo único que puede hacer es encontrarse cara a cara con la pared".
“Al presentar al artista como un demiurgo, al crear una celda cerrada para el espectador, al inspirarse en Miguel Ángel, Rothko intentaba conseguir ni más ni menos que una forma drásticamente nueva de diálogo con el público”, señala el biógrafo, porque esa decisión atormentada, esa serie que juega con el color y las líneas verticales como columnas, pilares de ventanas hacia el vacío, supuso una fuente de madurez para el artista, y acabó encontrando, al final, un lugar más adecuado para ser colocada (de los siete lienzos iniciales -concebidos para el restaurante- la serie se convirtió en una treintena y acabó en diversos centros, entre ellos la sala de la Tate Gallery, un lugar adecuado a la idea de conjunto, de relato, de atmósfera propicia a la emoción).
“Odio y sospecho de todos los historiadores del arte, expertos y críticos. Son una pandilla de parásitos que se alimentan del arte. Su trabajo no sólo es inútil, sino también engañoso. No dicen nada que merezca la pena escuchar, ni sobre el arte ni sobre el artista, excepto cotilleos, que estoy de acuerdo en que pueden llegar a ser interesantes”, le dijo a John Fischer en otra ocasión, expresando en cierto modo un momento de rebeldía en su trayectoria, ya que no pocas veces se sentía halagado por los comentarios positivos sobre su obra y cercano a especialistas y responsables de instituciones artísticas.
Mark Rothko, No. 10 (1958; óleo sobre lienzo, 239,4 x 175,9 cm; Colección particular) |
Contradictorio, complicado, perfeccionista, testarudo, inseguro, terrenal y espiritual al mismo tiempo, el artista siempre experimentó, siguió adelante, quiso alcanzar esos puntos de percepción, de iluminación que están más allá de lo que se puede comprender. Así se muestra en la biografía que aquí comento, una narración apasionante por todo lo que aporta sobre el artista y su evolución en soledad, con sus propias investigaciones, pero también en compañía de sus compañeros de aventuras, los pintores de un movimiento, el Expresionismo Abstracto, capaz de sacudir los pilares convencionales y conservadores del arte norteamericano y de propagarse más allá de las fronteras geográficas.
El biógrafo nos invita a entrar en el estudio del artista y a seguir sus pasos, desde la infancia hasta sus últimos días, cuando su salud empezó a fallar, cuando no pudo hacer frente a la depresión y, descontento, a pesar de haber obtenido el reconocimiento por el que tanto trabajó, puso fin a su vida en febrero de 1970, a los 67 años. Gracias a él, trazamos todas las etapas de su recorrido (sus inicios figurativos, su acercamiento a la mitología, la transición a lo abstracto). Le vemos de niño estudiando el Talmud, disciplina que marcó su carácter; en sus primeros fracasos como estudiante, cuando no encajaba en una universidad rígida; en sus evoluciones y transformaciones, en sus acuerdos y aversiones, en sus frustraciones y éxitos. Y al mismo tiempo somos testigos de la fascinante época que le tocó vivir, ya que el pintor protagonizó el auge de Nueva York como capital del arte, abriendo la puerta a un lenguaje artístico refrescante y renovador.
Hay una memorable fotografía tomada en 1950 por Nina Leen para la revista Life en la que el pintor aparece en primera fila, rodeado de compañeros de aventuras como Jackson Pollock, Clyfford Still, Robert Motherwell, Willem de Kooning, Walker Tomlin, Ad Reinhardt y Hedda Sterne, la única mujer del grupo por cierto. En total, quince artistas rebeldes, que pasaron a ser conocidos como “los irascibles”, a partir de una carta de protesta enviada al director del Metropolitan Museum of Art y publicada en el New York Times, en la que criticaban la aversión al arte emergente por parte de una institución que no dudó en rechazar la espectacular colección de obras de nuevos artistas contemporáneos estadounidenses ofrecida por la mecenas Gertrude Vanderbilt Whitney, posterior fundadora del Whitney Museum of American Art.
El grupo irascible (foto de Nina Leen, 1951). Empezando por abajo, de izquierda a derecha: Theodoros Stamos, Jimmy Ernst, Barnett Newman, James Brooks, Mark Rothko, Richard Pousette-Dart, William Baziotes, Jackson Pollock, Clyfford Still, Rotert Motherwell, Bradley Walker Tomlin, Willem de Kooning, Adolph Gottlied, Ad Reinhardt, Hedda Sterne. |
Estos irascibles artistas aún no sabían que pronto algunos de ellos se convertirían en figuras muy estimadas, apreciadas por críticos entregados, codiciadas por los grandes museos. El primero de ellos fue Pollock, seguido poco después por Rothko. Éste, que siempre se había quejado de sus dificultades económicas, se dio cuenta a finales de los años 50 de cómo aumentaban sus ventas y cómo sus cuadros empezaban a cotizarse cerca de los 5.000 dólares. “Esta repentina disponibilidad económica le dio un nuevo peso del que preocuparse”, dice Annie Cohen-Solal.
Fue una gran causa de problemas para el artista". Leer Mark Rothko. Buscando la luz de la capilla es ser testigo, insisto, del conflicto que el artista sentía entre el arte como instrumento de compromiso, rebeldía, espiritualidad, y su inevitable componente comercial. “A medida que iba teniendo más éxito, él también se sentía amenazado por los males que había manifestado anteriormente. El conflicto le dejó descorazonado, inseguro y atormentado por la culpa”, dijo Katherine Kuh, superintendente del Instituto de Arte de Chicago, una profesional que disfrutó de la amistad y el respeto de un artista cuyo valor, en todos los sentidos, no dejó de crecer tras su muerte.
“En la década de 2000, el precio de las obras de Rothko se disparó en las casas de subastas, superando con creces las cifras que se pedían por sus contemporáneos como Pollock, De Kooning, Newman o Still, con cifras asombrosas que rondaban los 80 millones de dólares”, escribe la autora de un libro que contiene capítulos tan difíciles como el del engaño y la explotación de quienes gestionaban las obras del artista en la galería Marlborough, pero también otros absolutamente claros en los que se percibe la satisfacción del artista, emocionado, ante la realización de lo que habría sido su sueño, una capilla aconfesional en Houston, construida por Jean y Dominique de Menil, dos inmigrantes como Rothko, de clase alta pero extrañamente con ideas radicales de izquierda, que llegaron a Estados Unidos huyendo de la Francia ocupada por los nazis. Ambos siguieron las indicaciones del artista que, por fin, había encontrado la posición deseada, conforme al sentido místico y sagrado que percibimos en sus grandes lienzos, aunque, como dice el escritor John Fischer, “sólo una vez le oí insinuar que su obra expresaba un impulso religioso profundamente oculto”.
La Capilla Rothko en Houston |
Mientras trabajaba en la capilla, que se convertiría en la mayor empresa de su vida, sus colores se volvían cada vez más oscuros, como si nos llevara al umbral de la trascendencia, al misterio del universo, al trágico misterio de nuestra condición perecedera“, relataba Dominique de Menil en 1972. El crítico Robert Rosenblum se refiere así a lo ”sublime abstracto“ en Rothko: ”Como la trinidad mística de cielo, agua y tierra que parece emanar de una fuente oculta en Friedrich y Turner, las capas horizontales flotantes de luz velada en Rothko parecen ocultar una presencia total y remota que sólo podemos intuir y nunca aprehender plenamente. Estos vacíos infinitos y brillantes nos conducen más allá de la razón, a lo Sublime. Sólo tenemos que rendirnos a sus radiantes profundidades".
La Capilla Houston, construcción octogonal minimalista de los arquitectos Howard Barnstone y Eugene Aubry, que partieron de un diseño anterior de Philip Johnson, reúne muchas de las investigaciones y logros de Mark Rothko, que quería ofrecer al público, como dice Annie Cohen-Solal, “no sólo un cuadro, sino todo un entorno; no sólo una visita, sino una auténtica experiencia, no un momento fugaz, sino una auténtica revelación”. Su originalidad radicaba, según Motherwell, en su concepto de la representación. “Le interesaba el efecto, y la técnica consistía en provocar un efecto concreto”, declaró su colega y compañero de profesión. “Al permitir al espectador entrar en su obra, Rothko iniciaba un análisis sofisticado alterando sus medios y utilizando métodos elaborados, casi alquímicos, que no serían comprendidos hasta mucho después de su muerte”, retomamos las palabras del biógrafo, quien a continuación se refiere a la reserva del artista a la hora de revelar sus técnicas y experimentos, algo que quienes le conocieron y frecuentaron comprobaron de primera mano.
La Capilla Rothko se inauguró en 1971. El edificio se refleja en un estanque, del que se eleva un obelisco irregular, obra de Barnett Newman. Un año después, el pintor se quitó la vida, quizá consciente de que su obra ya había alcanzado las cotas que deseaba. En 1969 organizó una gran fiesta en su estudio, que retrospectivamente puede interpretarse como una despedida. Se ha especulado mucho sobre las razones de su suicidio, pero de nuevo las palabras de John Fischer son muy reveladoras: “Rothko, según tengo entendido, se sentía muy obligado a proporcionar ’materia’, ya fuera para el fondo de inversión o para el ejercicio estético. Me han contado varias versiones de por qué se suicidó: que estaba enfermo, que no había sido capaz de producir nada en los últimos seis meses, que se sentía rechazado por un mundo del arte que había desviado su inconstante mirada hacia pintores más jóvenes y de peor calidad. Quizá haya algo de verdad en ello, no lo sé. Sospecho que al menos una de las causas que contribuyeron a ello fue esa ira continua (...), la ira justificada de un hombre que se sentía destinado a decorar templos, pero que tuvo que contentarse con que sus lienzos fueran tratados como mercancías”.
No puedo terminar este artículo sin mencionar el epílogo de la biografía de Cohen-Solal, dedicado al Centro de Arte Mark Rothko de Daugavpils (Letonia), su tierra natal, una profunda pérdida para el artista, que se vio obligado a abandonar el hogar de su infancia. En 2013, cuando se inauguró, su hija Kate pronunció las siguientes conmovedoras palabras, recogidas como introducción a este capítulo.
Cuando era pequeña, mi padre venía, se sentaba a mi lado y mirábamos juntos un mapa. Me enseñaba este territorio [entre Letonia, Lituania y Polonia] y me decía: ’Ahora no lo puedes ver porque han cambiado las fronteras y son completamente diferentes a las de mi época, pero aquí es donde yo nací’".
Simple y hermoso recuerdo, como simple y hermosa es la palabra emoción, mencionada muchas veces en los escritos de Rothko: la emoción que deseaba transmitir a través de su arte, incluso hasta las lágrimas; la emoción que encontraba en los dibujos de los niños, que le interesaron mucho durante su larga carrera como profesor. No quiero terminar este artículo sin dejar hablar al propio artista. Elijo uno de sus textos, uno de los más sencillos, incluido en sus Escritos sobre arte, una obra que da una idea de su carácter teórico, reflexivo, filosófico. Es la transcripción de una conferencia que pronunció en el Pratt Institute de Brooklyn.
Mark Rothko, No. 17 (1957; óleo sobre lienzo, 232,5 x 176,5 cm; colección particular) |
“Me gustaría hablar sobre pintar un cuadro. Nunca he pensado que pintar un cuadro tenga nada que ver con la autoexpresión. Es una comunicación sobre el mundo dirigida a otro ser humano. Cuando esta comunicación es convincente, el mundo se transforma. El mundo nunca ha sido el mismo desde Picasso y Miró. Su visión del mundo transformó la nuestra...”. Nos detenemos cuando dice: “La gente me pregunta si soy budista zen. No lo soy. No me interesa ninguna otra cultura que no sea la nuestra. El problema del arte sólo radica en fijar concretamente los valores humanos de esta cultura”. Y más tarde, cuando alguien del público le pregunta por sus grandes cuadros, responde: “Intento crear un estado de intimidad, una transacción inmediata. Los cuadros grandes te meten dentro de ellos. La escala es algo fundamental para mí...”.
Todo esto me devuelve a la sala de la Tate Gallery, a aquel día inolvidable, fijado en mi memoria, en el que realmente me metí dentro de los fondos de Rothko y creí encontrar un nuevo sentido a las cosas tras sus ventanas abiertas. El mundo no ha sido el mismo desde Rothko, sigo pensando.
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