El Milagro de San Diego de Bernardo Strozzi: una de las "creaciones más felices" del artista.


"Descubierto" de forma improvisada en 1890, el retablo del Milagro de San Diego de Bernardo Strozzi fue descrito por Gustavo Frizzoni como una de las "creaciones más felices" del artista genovés. Se encuentra en la iglesia de la Annunziata de Levanto.

Las circunstancias del “descubrimiento” del Milagro de San Diego, un cuadro que figura entre los más insólitos y valiosos que haya producido el talento de Bernardo Strozzi, son cuando menos fortuitas. Fue el historiador del arte Gustavo Frizzoni quien se fijó en este admirable retablo de la iglesia de la Annunziata de Levanto, a finales del siglo XIX. El erudito viajaba de su Lombardía natal a la Toscana, y de regreso de Génova quiso detenerse un tiempo en la ciudad que, bajando desde el norte, se encuentra antes de adentrarse en las Cinque Terre. El propósito de la parada en Levanto era, en efecto, una visita a la Annunziata, pero por otro motivo: Frizzoni había oído que el edificio religioso albergaba una obra de Andrea del Castagno. Un pintor ya raro en Toscana, y no digamos en Liguria. Y de hecho, desde este punto de vista, el viaje fue una decepción: “como era de esperar”, relataría más tarde Frizzoni en el relato de su viaje publicado en elArchivio storico dell’arte, “no encontré nada que confirmara una atribución tan cerebral”. Frizzoni tampoco pudo explicar por qué surgió la idea de asignar a Andrea del Castagno una obra claramente del siglo XVI, que el estudioso atribuyó, tras la visita, a Pier Francesco Sacchi, de Pavía: y aún hoy, Sacchi sigue siendo el nombre considerado más plausible para el San Giorgio dell’Annunziata.

Sin embargo, su desaliento fue inmediatamente redimido por la visión del extraordinario retablo: nada más entrar en la iglesia, recuerda Frizzoni, “me impresionó la visión de una pintura de otra calidad y de otro tiempo”, en la que, en su opinión, era fácil discernir “la huella del pincel ardiente” de Bernardo Strozzi. Un cuadro digno de suscitar la admiración de todo amante del arte “por la eficacia del efecto pictórico magistralmente buscado”, por su “rapidez de pincelada”, por el “vigor del colorido”, hasta el punto de que la propia obra podría “calificarse ciertamente como una de las creaciones más felices del artista”. La atribución de Frizzoni, salvo la excepción de Wilhelm Suida que la impugnó en 1906, nunca suscitó objeciones y ha sido confirmada desde entonces por documentos de archivo.



Pero incluso sin mirar los papeles, se puede decir que el cuadro reconoce las peculiaridades más genuinas del estilo de Bernardo Strozzi. El colorido brillante de matriz rubensiana, evidente sobre todo en el enrojecimiento de las tez vivas. La declinación de este modelo según una entonación de suave reminiscencia caravaggesca, resultante de los efectos de la luz y del realismo de los sentimientos, para dar a la escena un acento más íntimo y acogedor. La “insuperable habilidad”, citando a Piero Donati, “para jugar con el contraste de tonos cálidos y tonos fríos”, bien ejemplificados estos últimos por los grises de la lámpara colgante y del antependio de seda que cubre el altar. El fondo oscuro, como en otros cuadros de Bernardo Strozzi, tenía la función, como escribió Anna Maria Matteucci, “de contrastar con los colores violentos de las zonas iluminadas, de dialogar con los frecuentes blancos”. La redacción densa y melosa. Ciertos tipos faciales se repiten en otros conocidos cuadros del sacerdote genovés.

Bernardo Strozzi, Milagro de San Diego (c. 1624; óleo sobre lienzo, 287 x 185,5 cm; Levanto, Iglesia de la Annunziata)
Bernardo Strozzi, Milagro de San Diego (c. 1624; óleo sobre lienzo, 287 x 185,5 cm; Levanto, Iglesia de la Annunziata)

El tema que Bernardo Strozzi se encontró pintando está abordado con gran inmediatez, para ofrecer al espectador una interpretación emotiva y conmovedora del episodio hagiográfico. En el centro de la composición, y en el centro de la diagonal en torno a la cual se construye la composición, se sitúa la figura de San Diego de Alcalá, fraile capuchino español, canonizado en 1588 y conocido en vida por ser capaz de procurar curaciones milagrosas. En la oscuridad de una iglesia, San Diego impone las manos sobre la cabeza de un anciano paralítico que se arrodilla a sus pies, en compañía de su mujer, presumiblemente su esposa, que también está arrodillada y observa la escena esperanzada. El grupo está iluminado por una fuente que procede de la izquierda y que tiene una función narrativa, revelando al observador todos los detalles de la historia: la enfermedad, el asombro, el prodigio.

El anciano ha colocado su muleta sobre las rodillas y sus ojos están fijos en los de San Diego, quien, con la mano libre, la izquierda, le indica que mire la efigie de la Virgen que intercede por él: de la penumbra de la iglesia, sobre un altar, emerge, apenas distinguible, una escultura de una Virgen con el Niño. Debajo de San Diego, hay un paje rubio vestido a la moda del siglo XVII: es el único elemento anacrónico del cuadro, junto con ese antependio en el que el diseño, “como sucede a menudo en los tejidos de la ropa, se obtiene por yuxtaposición de los cortes de la tela” (así Donati). El niño tiene la mirada perdida al frente y sostiene una lámpara, pieza de orfebrería sagrada magistralmente ejecutada por Strozzi con espléndidos efectos luminísticos, de la que San Diego extrae el aceite que le servirá para realizar el milagro. El nimbo nebuloso del santo destaca sobre el fondo oscuro: un halo que, ha escrito eficazmente Daniele Sanguineti, “destaca [...] más una revelación de energía gaseosa que un halo real”. De nuevo Sanguineti ha destacado cómo el cuadro está construido por una “dirección sofisticada” que “acompaña el efecto emocional de la historia y muestra las referencias mínimas de una escenografía audaz (balaustrada a contraluz, escalón, antependium y hornacina con estatua) para la restitución de un espacio real desde el que el espectador, observando el lienzo, parece venir de lado”.

Quien entre en la iglesia de la Annunziata de Levanto encontrará esta hábil dirección a la izquierda de la entrada, en una posición un tanto desafortunada: en lo alto y bajo una ventana, en unas condiciones de luz que, al menos para quien esto escribe, nunca han sido óptimas. Esa misma ventana estaba rota en la época de Frizzoni y era, por tanto, una de las causas de los males del cuadro, que en aquel momento se encontraba en muy mal estado de conservación, dado que su pared estaba también “muy húmeda, en el peor sitio que se podía encontrar en toda la iglesia”, con lo que las infiltraciones, la lluvia y el viento al pasar por la ventana rota habían causado graves daños a la obra, hasta el punto de que Frizzoni pidió una intervención rápida para evitar la pérdida del Milagro de San Diego. Desde entonces, la obra ha sufrido varias restauraciones a lo largo de la historia, pero su posición en el interior de la iglesia debe ser más o menos la misma en la que se encontraba originalmente el retablo: Fue encargado por el noble Pietro Antonio Guano para la capilla familiar, dedicada a San Diego y terminada en 1603 (un pariente de Pietro Antonio, Angelo, la había fundado asumiendo el patronazgo de otra familia, los Belmosto). En 1613 la iglesia se derrumbó, y tras la reconstrucción Pietro Antonio decidió reconstruir el santuario familiar, encargando el cuadro a Bernardo Strozzi: lo sabemos porque ha aparecido un documento fechado el 25 de abril de 1625 en el que el pintor solicita al cliente el pago de su obra. Aquel cliente moroso no podía saber que, siglos más tarde, muchos acudirían a la Annunziata de Levanto con la intención precisa de ver aquel cuadro que se retrasaba en el pago al maestro que lo había ejecutado para él. Y que podemos incluir con razón entre las cumbres de la producción de Bernardo Strozzi.


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