Sus obras serán “muy estimadas en todo tiempo y lugar” gracias a su “perfección en el uso de los pinceles”. Así es como Raffaele Soprani, en su Vite de pittori scoltori et, architetteti genovesi (1674), abre el medallón dedicado a Bernardo Strozzi, permitiéndonos, más que nada, comprender por qué “Il Cappuccino”, autor de la famosa Cuoca, es considerado un “Pintor entre los genoveses de virtuosa fama”. Semejante incipit podría hacer creer lo sencillo que podría ser analizar el corpus pictórico de un artista cuya actividad, debido a su “ingenio peregrino”, marcó una extraordinaria novedad en el panorama genovés, quizá no del todo comprendida. De hecho, en la edición de 1674, el humanista genovés tiende indirectamente a centrarse sobre todo en la formación artística juvenil de Strozzi, subrayando cómo el raro y abrumador lenguaje pictórico del artista era ciertamente el resultado de la habilidad del capuchino que, sin embargo, no habría conseguido tanto sin el indispensable ’istradar [de alguien] en la verdadera regla del buen dibujo’. Esta premisa puede, por tanto, resultar superflua pero, en realidad, nos permite comprender plenamente cómo el innovador lenguaje pictórico de Strozzi, dado su alcance disruptivo, era difícil de encuadrar y, sobre todo, de “justificar” en una época en la que, a caballo entre los siglos XVI y XVII, la manera cambiasca se imponía como cultura predominante.
Nacido en 1581 en Campo Ligure, Strozzi dio sus primeros pasos en el taller de Cesare Corte, uno de los más ilustres “seguidores” de Luca Cambiaso, y luego, durante los últimos años del siglo XVI, continuó su formación con Pietro Sorri. La frecuentación del maestro sienés le llevó inevitablemente a reflexionar sobre los vivos colores toscanos que se profundizaron aún más gracias a la presencia de Aurelio Lomi, activo en Génova de 1597 a 1604.
La influencia tardomanierista, marcada por la paleta de colores rafaelesca y toscano-urbana, se acentuó aún más en 1596 con la llegada a San Lorenzo de la admirable Crucifixión de Federico Barocci, colocada en la capilla Senarega. La aparición de esta última en la escena genovesa (un acontecimiento que merece más atención por parte de la crítica) enriqueció enormemente el panorama artístico de la Soberbia, permitiendo a los jóvenes artistas locales, como Strozzi, ponerse al día con los modi pingendi más innovadores.
El lema pictórico toscano, además, se introdujo aún más en la rígida malla del lenguaje artístico local gracias al regreso a Génova de Giovanni Battista Paggi que, condenado al “destierro perpetuo”, encontró primero en Pisa y luego en Florencia una magnánima hospitalidad gracias a la cual entró al servicio de la Corte de los Médicis. Protegido por Giovanni Carlo Doria y su consorte (Zenobia del Carretto), en 1590 Paggi regresó a Génova, ciudad a la que llevó consigo el ferviente clima cultural de los Médicis, ligado a un nuevo y vivaz estilo pictórico pero, más aún, a una nueva forma mentis que permitiría a la pintura romper definitivamente con la mera concepción corporativista para lograr una definitiva liberalización de la profesión.
Los albores del nuevo siglo avivaron aún más este ferviente clima cultural gracias a uno de los protagonistas absolutos de la pintura europea, Pieter Paul Rubens, que en 1605 pintó, por encargo de Marcello Pallavicino, la extraordinaria Circuncisión para el altar mayor de la iglesia de los santos Andrés y Ambrosio, hoy más conocida como iglesia del Gesù. La envergadura y el valor estilístico del lienzo debieron de atraer inevitablemente a Strozzi que, como todos los pintores existentes, observó con particular atención los resultados espaciales pero sobre todo cromáticos propuestos por el maestro de Siegen. Aunque más cerca de la segunda década del siglo XVII, parece oportuno señalar cómo la rica propuesta artística genovesa fue ampliada en 1616 por laAsunción de Guido Reni y, cinco años más tarde, por la Crucifixión de Simon Vouet, también todavía en la iglesia del Gesù. El lenguaje más clasicista de Reni combinado con el naturalismo de matriz caravaggiesca, profesado por el artista francés, completaban por entonces un marco cultural constituido por los lenguajes estilísticos más actuales y revolucionarios de la época.
En este articulado y rico escenario artístico, parece de suma importancia abrir un necesario inciso biográfico respecto a 1599, año en el que Strozzi, tomando los votos, ingresó en el convento de San Babila, institución franciscana en la que permaneció hasta 1608-1609 y que permite comprender por qué es recordado en las crónicas bajo el seudónimo de “Il Cappuccino” o el “Cura genovés”.
A pesar de las inevitables restricciones debidas a la vida conventual, debido a la maestría que había alcanzado en el uso del pincel, Bernardo no pudo limitarse exclusivamente a un atento análisis de las propuestas locales, sino que, en la primera década del siglo, tuvo que frecuentar centros artísticos como Roma (¿1608?) y, sobre todo, Milán, fundamentales para captar y aprender plenamente un gusto común que por entonces se alejaba cada vez más del manierismo manierista.
Y ciertamente no es casualidad que el “Reverendo Bernardo Strozzi [de] 28 años de edad” aparezca en los Estados de las almas de Milán en 1610. Ese año, en efecto, era preceptor del noble Andrea Manrique de Lara y Mendoza, hijo de Giorgio y Giustina Borromeo, familia vinculada al más famoso cardenal Federico, que le encargó la célebre Canestra di frutta (Canasta de fruta).
La atención a la representación del dato natural también se convirtió en un aspecto aún más familiar gracias a las figuras de Giulio Cesare Procaccini, Giovanni Battista Crespi conocido como “Il Cerano” y Pier Francesco Mazzucchelli conocido como “Il Morazzone”. De la importancia y excelencia de los tres pintores da buena fe una correspondencia epistolar entre los eruditos Borsieri y Marino en la que el primero especifica cómo el regalo de un lienzo de Cerano dirigido precisamente a su amigo dio lugar a “ventura di sommo principe, che premio di privato” (fortuna de un gran príncipe, más que premio de un particular). De hecho, el lenguaje de los tres lombardos fascinó a un mecenas refinado y actual como Giovanni Carlo Doria que, durante sus visitas a la ciudad de Milán acompañado por Luciano Borzone, adquirió numerosas obras de tema naturalista. Los frutos de estas adquisiciones afluyeron a la residencia del noble en vico del Gelsomino, residencia que también se convirtió en sede de la Accademia del nudo, creada por Giovanni Battista Paggi y patrocinada por el propio Giovanni Carlo. Gracias a esta institución, los principales artistas de la época, entre ellos nuestro Bernardo, pudieron profundizar en el estudio de este fascinante género. Así, el conocimiento del naturalismo profesado por los lombardos y Caravaggio, combinado con los vivos colores de los toscanos y Rubens, constituyó un sólido sustrato cultural para Strozzi.
La figura de Giovanni Carlo (célebre por su Retrato ecuestre “animado” por Rubens) es, pues, central en la formación artística del capuchino, hasta el punto de ser, según la sugerencia de Boccardo, el caballero a quien debemos el encargo de quizá una de las obras más icónicas de la producción del pintor: El cocinero.
El lienzo puede fecharse genéricamente en torno a los primeros años de la década de 1620 (hacia 1625). Este incierto marco cronológico, relativo a gran parte del corpus Strozzesco, es atribuible no sólo a una narración biográfica particularmente atenta a los animados acontecimientos religioso-judiciales, sino sobre todo a una hábil organización del taller que llevó a Bernardo a disponer de numerosos ayudantes, centrados en la finalización de las obras dispuestas por el Maestro y en una constante reproducción en serie de temas particularmente afortunados. De hecho, el inventario del taller de 1644 (año de la muerte del artista) da cuenta de “cuadros de mano del Señor Don Bernardo”, “bocetos” y “varias copias sacadas de los cuadros del citado Monseñor”. Tal autoría “incompleta” no concierne ciertamente a la obra examinada que, por su composición refinada, potente y texturada, refleja plenamente la reconocida “perfección en el uso de los pinceles” alcanzada por el pintor genovés.
Conocida como La cuoca (La cocinera), si se tienen en cuenta las costumbres y tradiciones de la época, que reservaban el papel de cocinera principalmente al rango masculino, la efigie debería quizá atribuirse más apropiadamente a una mujer de empleo más “humilde”, tal vez una sirvienta, empeñada en desplumar un ganso. Lo cierto es que, independientemente de la tarea desempeñada, la refinada figura femenina se encuentra en el interior de una cocina “aristocrática”, como bien atestiguan la hojalata de plata del primer plano y la rica variedad de caza, digna de un verdadero banquete real.
Independientemente de la identificación precisa de la tarea de la cocinera, lo que más llama la atención es la habilidad con la que Strozzi delinea el rostro de la joven, cuya mirada, esbozada con pinceladas tangibles, no puede dejar de captar la atención del espectador. Además, desde el punto de vista estilístico, la deuda de Strozzi con Barocci es particularmente evidente, de quien toma la cándida representación de los rostros femeninos, acentuada por el ligero enrojecimiento de las mejillas.
La matriz toscana (que remite a un manierismo umbro-toscano más genérico) se denota también en los colores de toda la composición que, a pesar del recogido interior monótono de la cocina, no caen en “manchas” cromáticas indistinguibles y sombrías, sino que, a través de una paleta clara, intentan reproducir fielmente cada uno de los contrastes de claroscuro.
Pero la oportunidad de “ver las obras de los mejores maestros” en tierras genovesas (y más allá) llevó a Cappuccino a reflexionar inevitablemente también sobre las innovaciones de Rubens la rubensiane, gracias a la cual los colores toscanos se fundieron con esa “terrenalidad” cromática familiar al maestro flamenco, centrada en los tonos pardo-rojizos, claramente evidentes en el resplandor del fuego que envuelve el caldero en ebullición. También es magistral el vapor hecho tangible por el contraste con la pared iluminada del fondo.
Los colores, por tanto, desempeñan un papel preponderante en la fascinación que despierta esta obra, que, sin embargo, realza aún más su belleza intrínseca gracias a los extraordinarios bodegones que puntúan cada porción del lienzo. La lección lombarda, por las razones expuestas, aparece definitivamente comprendida y explicitada por una representación del dato natural en los límites de la lenticularidad. La precisión con la que se representan los aspectos del mundo sensible se encuentra también en esa “colonia” flamenca que se instaló en Génova a principios del siglo XVII y de la que Jan Roos y Giacomo Legi representan una útil comparación.
La refinada hojalata de plata, el alborotado drapeado de la cocinera, su refinado tocado, empeñado en “contener” su despeinada cabellera, constituyen elementos de absoluta adhesión al mundo que nos rodea. Pero lo que quizás exprese sobre todo la habilidad de Strozzi para mezclar todos los componentes artísticos asimilados se encuentra en el protagonista indirecto de la obra, elcuyo plumaje “natural”, representado a través de la “pastosidad” del material cromático, es investigado en todos sus matices mediante el uso de colores particularmente vivos y vibrantes. También llama la atención la habilidad con la que Strozzi consigue representar con delicadeza y ligereza una acción tan intensa como la de “desplumar”: la mano derecha de la cocinera, decidida a arrancar la primera pluma, manifiesta plenamente esta sensibilidad, lo que permite insistir aún más en la total comprensión de la adhesión al verdadero naturalismo flamenco y caravaggiesco.
Además, aunque sea una mera hipótesis, parece interesante destacar una clave de interpretación aportada por la crítica según la cual La cuoca puede leerse como una representación alegórica de los cuatro elementos naturales, que se encuentran en los pájaros, la hojalata de plata, la cocinera y el fuego, que pueden asociarse con el aire, el agua, la tierra y el fuego respectivamente.
En conclusión, se puede afirmar cómo el género naturamortista (a pesar de la predilección de Strozzi por las narraciones religiosas y el retrato) parece haber sido considerablemente investigado y propuesto por el Capuchino incluso en lienzos muy distantes en cuanto al tema, como lo demuestra el Tobías cura la ceguera de su padre en Nueva York. A pesar de no representar una pintura conceptualmente refinada y elevada, su adhesión a la verdad gozó de no poco éxito en el medio genovés, éxito que Strozzi intentó “trasladar” a la tierra de la laguna, donde se refugió en 1635 tras una “feroz tormenta de controversias”.
Y no puede ser casualidad que, en un intento de reproducir un género no especialmente popular en la Laguna, los inventarios del taller veneciano establecido por Strozzi en Santa Fosca incluyan una segunda “Cuoga con diversi polli” (Cuoga con varios pollos), indicada como obra de “soddetto signor don Bernardo”. La copia, hoy conservada en la National Gallery of Scotland de Edimburgo, parece ser una imagen especular completa (de tamaño ligeramente inferior debido a un evidente recorte) y, por lo tanto, podría derivar de un cartón tomado del prototipo genovés, traído por el propio artista para enriquecer su taller veneciano tras su huida del Soberbio. La hipótesis derivada de la transposición de una caricatura genovesa existente se ve corroborada además por las investigaciones con infrarrojos, gracias a las cuales se pudo comprobar que la “cocinera veneciana”, a diferencia de su “hermana” genovesa, no muestra signos evidentes de arrepentimiento durante la preparación, fruto de una elaboración gráfica apresurada y segura.
La versión escocesa, a diferencia de los lienzos examinados hasta ahora, difiere también en algunos aspectos como: la ausencia del caldero, la sustitución de la vajilla de plata por una de cobre y la presencia de un juego mucho mayor que la más parca cantimplora genovesa.
Sin embargo, de nuevo gracias a las imágenes IR, fue posible comprobar que en el paño de Edimburgo, el único arrepentimiento llamativo se refiere al caldero de hojalata plateada que, según reveló el análisis infrarrojo, había sido conservado originalmente por Bernardo quien, sin embargo, por razones desconocidas hasta el día de hoy, decidió sustituirlo por un recipiente de cobre más humilde.
Hay, pues, muchas maneras de interpretar una obra como La cocinera, que es el resultado de una mezcla de influencias magistralmente asimiladas y repropuestas por Strozzi a través de un estilo estilístico totalmente único, nuevo y personal, por lo que puede considerarse sin duda el testimonio pictórico más icónico e intrigante del panorama cultural genovés, así como uno de los más fascinantes y conocidos de Europa.
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