¿Qué ocurre cuando mezclamos mitología, cultura pop, religión y psicología en una misma visión artística? ¿Qué nos dice su arte sobre nosotros mismos, nuestras luchas, nuestras transformaciones interiores? Si nos paramos a pensar, éste es precisamente el punto de partida de la obra de Trenton Doyle Hancock, un artista cuyo estilo audaz y visionario nos invita a explorar nuestra humanidad de formas que desafían las convenciones. Nacido en 1974 en Oklahoma City, Hancock se ha distinguido rápidamente en la escena del arte contemporáneo por su capacidad para construir universos complejos y fascinantes.
Pero, ¿qué significa realmente “crear un universo” a través del arte? En su caso, significa inventar una mitología personal que evoluciona constantemente, como un cuento que nunca tiene un final definitivo, sino que se ramifica, crece, se transforma. Sus criaturas, los Montículos, son entidades simbólicas que actúan como protagonistas de una historia siempre cambiante. Son monstruos, ángeles, símbolos de lucha, redención y renacimiento. Pero también son un reflejo de la continua evolución del ser humano: Para el artista, de hecho,"los túmulos no son sólo depósitos naturales de recuerdos y otros restos de humanidad desechados, sino que nos sirven para construir una jerarquía psicoemocional colectiva, así como para describir el perfil intuitivo de un individuo". ( "Los túmulos no sólo son depósitos naturales de recuerdos y otros restos de humanidad desechados, sino que también nos sirven para construir una jerarquía psicoemocional colectiva, así como para describir el perfil intuitivo de un individuo").
Hancock no solo nos presenta pinturas y esculturas: nos ofrece un mundo en el que las leyes de la física y la realidad son fluidas, en el que las reglas de nuestro mundo cotidiano dan paso a un universo paralelo, donde la frontera entre el bien y el mal es difusa.
El ciclo de los Túmulos encarna esta idea. Sus lienzos parecen pintar un paisaje fértil y a la vez inquietante en el que las formas orgánicas se retuercen, se entrelazan, viven y se disuelven. En una obra como The She Wolf Amongst Them Fed Undom’s Conundrum (2016), la artista escenifica un conflicto primordial entre los Montículos. Hay una sensación de lucha, pero también de ciclicidad, como si cada batalla estuviera destinada a repetirse, a resucitar, a cambiar de forma. Y aquí nos preguntamos: ¿se trata realmente de una lucha entre el bien y el mal, o es más bien un reflejo de nuestras contradicciones interiores?
Si los Túmulos son entidades que encarnan conflictos universales, el color se convierte en el lenguaje que cuenta su historia. Hancock no utiliza el color para decorar, sino para comunicar emociones, evocar estados de ánimo y explorar el inconsciente.
En obras como Choir (2003), la vibrante paleta de colores nunca es aleatoria. Cada matiz es un gesto que subraya la intensidad de un conflicto psicológico o la tensión entre el deseo y el sufrimiento. El contraste entre la suavidad de las formas y laintensidad visceral de los colores nos hace reflexionar sobre nuestra existencia, nuestra fragilidad y nuestra necesidad de ser reconocidos. Es como si cada pincelada fuera una confesión, un grito, una plegaria. Pero no es sólo un arte visual: es un arte que se convierte en una experiencia sensorial. ¿Cuántas veces se ha perdido frente a un cuadro, sintiendo casi una conexión física con lo que ve? En Hancock, el color es físico, es cuerpo, es vida palpitante.
Sin embargo, como suele ocurrir con los artistas que consiguen “pensar más allá”, Hancock no se detiene en la pintura. ¿Y si el arte pudiera ser algo más que un objeto de observación? ¿Y si, por el contrario, se convirtiera en una experiencia viva en la que participaran todos nuestros sentidos? La performance se convierte en otro medio de dar vida a su mitología. El artista crea mundos tridimensionales donde el tiempo y el espacio se entrelazan.
En marzo de 2019, Hancock llevó su proyecto en solitario Mind of the Mound al MASS MoCA de Massachusetts, poniendo en escena su narrativa mitológica e integrando plenamente la narración, la instalación y la performance. El público ya no era un observador pasivo, sino que se convertía en parte de la historia dentro de un entorno inmersivo, casi carnavalesco, que bordeaba entre un museo y un parque infantil.
Hancock siempre ha afirmado haber recibido influencias de los cómics, los dibujos animados y la música. Pero no como un mero aficionado a estos mundos. Los reinventó. Los convirtió en vehículos para explorar temas universales, los mismos que nos afectan cada día.
Al final, la pregunta que nos queda es: ¿qué nos dice realmente el arte de Trenton Doyle Hancock? No es sólo una cuestión de estética, pintura o escultura. Es una cuestión de cómo vemos el mundo, de cómo percibimos nuestras luchas interiores y nuestros retos espirituales.
Hancock nos reta a mirar más allá de las apariencias, a penetrar en el corazón de sus mundos, a descubrir sus criaturas, a formar parte de su historia. Y quizá, al final, esa historia sea también la nuestra. Su arte no nos ofrece respuestas fáciles, pero nos obliga a reflexionar sobre quiénes somos, en qué queremos convertirnos, cómo podemos transformarnos. Un viaje sin fin en busca de la verdad y el sentido.
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