Un día discutíamos entre amigos, ante unas obras de Tomoko Nagao, artista japonesa nacida en Nagoya pero que desde hace años vive y trabaja en Milán, sobre lo que había sido, para la cultura figurativa japonesa, el legado más evidente, concreto y duradero de la bomba atómica. Este tema, sin embargo, ha sido poco abordado en nuestras latitudes, y sólo hace relativamente poco que ha empezado a interesar a la crítica occidental. Un primer reconocimiento lo ofreció la exposición Arte japonés después de 1945: grito contra el cielo, que comenzó en Yokohama y luego recaló en el Guggenheim y el Museo de Arte de San Francisco: Con un título tomado prestado del tercer movimiento de una composición de Yoko Ono(Voice Piece for Soprano), la exposición comisariada por Alexandra Munroe repasaba la vanguardia del grupo Gutai, que, en cierto modo, anticipaba la práctica occidental de la performance (y no sólo), y examinaba después el colectivo Bokujinkai, que revisitaba la tradición del arte caligráfico japonés en clave moderna, A continuación, examinó las experiencias neodada del Hi-Red Center, el anticlasicismo de Mono-Ha, los nombres más conocidos incluso en nuestros lares (como los de Yayoi Kusama y Tetsumi Kudo) y, por último, el arte rebelde, antimilitarista y ecológico de Yukinori Yanagi y el micropop de Takashi Murakami. El “canon” de Munroe se ha ampliado y profundizado desde entonces en varias ocasiones, especialmente en Estados Unidos, pero su marco básico sigue siendo válido.
Las referencias de Tomoko Nagao aparecen en toda su clara evidencia. Cuando contemplamos las imágenes de Murakami y del movimiento Superflat, cuando nos enfrentamos a los productos de la cultura micropop, a veces resulta difícil pensar que nuestros ojos se detienen en obras que brotan de un sustrato político fuerte, vivo, palpitante. Y Tomoko Nagao, marcan las presentaciones de sus exposiciones, se cuenta entre los grandes nombres del micropop japonés activos en Occidente. Por “micropop” suele entenderse un arte que fusiona la imaginería y la estética del manga con ciertos elementos del Pop Art occidental, sobre todo las inevitables referencias a la sociedad de consumo. El término, que vio la luz en 2007, se debe a Midori Matsui, que lo utiliza para delinear una tendencia surgida a principios de la década de 2000: “El micropop puede definirse simplemente como un arte que inventa, independientemente de cualquier ideología explícita, una estética o un código de comportamiento únicos mediante la reordenación de pequeños fragmentos que se acumulan a través de diferentes procesos comunicativos”. John Clammer identifica cinco elementos: las intervenciones lúdicas en situaciones urbanas o suburbanas, el uso de imaginería infantil o adolescente, la asociación libre, el intento de revelar las “inconmensurables dimensiones de la vida” y la reutilización de elementos tomados de medios populares. Es decir, programas de televisión, cómics, etc. Este último aspecto es fundamental para Midori Matsui, porque esta singular forma de reutilización contribuye a componer una “metanarrativa crítica sobre la propia relación del artista con su cultura”. Micropop, pues, como “micropolítica”, diría Matsui.
Podríamos empezar con una de las imágenes más famosas del repertorio de Tomoko Nagao. El Nacimiento de Venus con Besos, Esselunga, PSP y Easyjet es quizá su obra más conocida, que también se expuso en el pasado junto a la Venus de Botticelli en la Gemäldegalerie de Berlín: una reinterpretación contemporánea de la Venus de Botticelli, reducida a una máscara kawaii que flota en un mar de espaguetis Barilla, Baci Perugina y bolsas de la compra, arrastrada ya no sobre una concha sino sobre una consola de videojuegos, mientras a la derecha su doncella se precipita con un velo y sobre todo un tarro de crema Shiseido y a lo lejos, en el cielo, vuelan enjambres de aviones de Easyjet. Es el lenguaje típico del artista de Nagoya: las grandes obras del pasado reviven transfiguradas en la sociedad de la comida rápida, de las vacaciones de última hora en vuelos low cost, en la sociedad donde lo que cuenta por encima de todo es aparentar, donde todo el mundo sigue los mismos patrones de vida, donde una frase escondida dentro de un praliné da un atisbo de felicidad en un día que se repite como otros mil, a su vez multiplicados por miles, y donde nos aferramos al vuelo con descuento a Formentera para recordar una vez al año que estamos vivos. Y si es cierto, recordando a Giulio Paolini, que las obras de arte nos observan, también lo es que las obras de arte del pasado son testigos longevos: ésta es, más allá de la natural referencia al mestizaje (o “contaminación”, como se dice) entre la cultura occidental y la oriental, la sensación de su presencia en las revisitaciones micropop de Tomoko Nagao.
En el catálogo de una reciente exposición monográfica de la obra de Tomoko Nagao titulada Iridescent Obsessions, celebrada en Deodato Arte de Milán en 2018, se describe a la artista japonesa como la "embajadora del arte otaku en Italia". Se trata de una afirmación que tiende a destacar no solo los orígenes culturales, sino hasta cierto punto también políticos, del arte de Tomoko Nagao. Para Murakami, recurrir a la cultura otaku era una necesidad. Y exponer sus obras y las de sus compatriotas en Estados Unidos, en una muestra con el programático título de Little Boy celebrada en 2005 en la Japan Society de Nueva York, fue para él la oportunidad de mostrar Japón a los occidentales. “Japón”, dijo en 2006, "ha recorrido un largo camino desde la bomba atómica y la derrota en la guerra hasta llegar a esta cultura. La bomba atómica creó un trauma en la psique japonesa. Japón se convirtió en una marioneta de Estados Unidos, incapaz de tomar decisiones de forma autónoma. Pero a cambio de autonomía, los americanos nos dieron la paz. Por eso quería que Occidente conociera este hecho singular e indiscutible, a saber, que la subcultura otaku es necesariamente arte en Japón“. Una postura tan asertiva y polémica no ha pasado desapercibida, tanto más cuanto que los intentos de delimitar con mayor o menor precisión el término ”okaku" han ocupado un lugar central en el reciente debate cultural japonés, y han dado lugar a un gran número de estudios, que van de la sociología a la filosofía, del arte a la psicología. Sin embargo, es interesante señalar, más allá de la precisión de las definiciones y de la amplitud de las apropiaciones, que existe en Murakami un fuerte y explícito elemento de crítica a Occidente y a la globalización. Y así, si es necesario reconocer en Tomoko Nagao un papel en la difusión de ciertos elementos de la subcultura otaku (o si es necesario mirar a esta última como punto de partida de sus investigaciones, como ha señalado el crítico Christian Gangitano), es igualmente necesario ver a contraluz en sus obras una especie de alegoría continua del mundo globalizado, interpretada con ligera elegancia, con delicada ironía, con una poesía que la artista “trajo consigo de Oriente, de la cultura manga, de los libros impresos en papel japonés”, como observó Chiara Gatti, y que invariablemente suaviza la imagen, pero sin que su preciso esprit géometrique pierda finura, sin que sus armas pierdan filo.
Si intentamos buscar noticias sobre Tomoko Nagao, encontraremos montones de artículos que la asocian con la estética kawaii, un término que indica algo aparentemente inocente, infantil, gracioso, adornado, y que a menudo se traduce al italiano como “mono”. Y sin embargo, el proceso de “kawaiización” (el lector pasará por alto este feo sustantivo) que sufren las grandes obras maestras del arte occidental en la obra de Tomoko Nagao no desmerece su contenido. En algunos casos, de hecho, ayuda a explicitarlo: uno de los objetivos del arte de Tomoko Nagao, declarado por la propia artista, es utilizar imágenes que todo el mundo conoce para que lleguen a todo el mundo. Así, el memento mori que puede leerse entre los pétalos de las flores de Jan Bruegel conservadas en la Pinacoteca Ambrosiana de Milán se pone de relieve por la presencia de pastillas, calaveras y desinfectantes, con el agravante de que parece que ya no podemos respirar el aroma de una flor porque la alternativa es atiborrarnos de Rinazine y Aspirina para domar los efectos de las alergias, y que la anestesia colectiva provocada por esta continua toma de medicamentos nos aleja de la maravilla de la naturaleza. O, en otra obra, la vanitas de la antigüedad es la de las modernas blogueras de moda, por un lado, y las marcas, por otro, compitiendo por ellas: así que aquí tenemos flores sumergidas por barras de labios de marca Chanel, gafas de sol Dolce & Gabbana, la omnipresente crema Shiseido, smartphones inundados de notificaciones. Las flores son un adorno, se desvanecen bajo un diluvio de marcas que apaga la chispeante frescura de los colores de Bruegel, pierden su consistencia bajo la lluvia de la frivolidad desenfrenada, se convierten en espectadores indefensos de esta continua y frenética persecución de lo inútil: Tomoko Nagao prosigue así su denuncia de una “sociedad que, a través de las redes sociales y de la hiperactividad autorreferencial proclamada en los selfies”, escribe Gangitano, “vive una fase de vanitas continua, pero profundamente perdida y desprovista de valores ideales”.
Ni siquiera los trabajadores del “bonito” pero desencantado mundo de Tomoko Nagao se salvan del “bonito” pero desencantado mundo del Cuarto Poder de Pellizza da Volpedo, que ahora, vestidos con trajes de Armani de pies a cabeza, en una visión inquietante y alienada, se pasean hacia el aperitivo agarrados a botellas de Campari, les ha llovido literalmente del cielo una cascada de tarjetas Visa, disfrutan de un bienestar ilusorio hecho de montones de pasteles de panettone, vuelos de Alitalia a destinos exóticos y neumáticos Pirelli. Es “pragmáticamente americano”, escribió Pasolini, el “nuevo fascismo”, el de la homologación brutal. Y la homologación, en la sátira de Tomoko Nagao, también ha abrumado a los trabajadores de Pellizza da Volpedo.
The Fourth Estate es quizá la cúspide de la desmitificación de los grandes iconos de la historia del arte por parte de Tomoko Nagao. Otras veces, por el contrario, su poesía pierde esa entonación profanadora y, en cambio, reconoce a las obras maestras del pasado su condición de iconos pop, aunque “con rendida ternura”, como ha observado Chiara Gatti: La eterna Mona Lisa de Leonardo da Vinci, la encantadora y larguirucha Eva de Cranach el Viejo, la dulce, esquiva y enigmática Niña con Pendientes de Perla de Jan Vermeer se transforman en siluetas de Hello Kitty que, sobre todo en los óleos, aparecen desteñidas sobre fondos a su vez borrosos, casi como si dijéramos que, a fuerza de ver reproducidas por doquier las obras maestras del arte del pasado, su aura ha empezado a desmoronarse, su imagen ha comenzado a fustigarse y desgastarse, su contenido se desvanece inexorablemente poco a poco.
Por tanto, no es con insolencia como Tomoko Nagao se acerca a las obras de arte antiguo. El suyo no es el gesto impertinente del provocador que transforma una Venus o una Judith en una Hello Kitty para intentar una puesta en escena estúpidamente iconoclasta, que sería poco realista y fuera de tiempo. Por el contrario, el artista japonés ofrece, con profundo respeto, su lectura extremadamente actual, no tanto de las obras maestras del arte antiguo en sí, sino de su estatus, de la manera a menudo distraída y superficial con la que miramos estas obras hoy en día. Cuando, por ejemplo, sus imágenes se desplazan por las pantallas de nuestros teléfonos inteligentes, y nos detenemos en ellas el tiempo suficiente para un like. Cuando acompañan a anuncios de mala calidad. Cuando las encontramos impresas en productos de consumo baratos. Y tampoco es un arte moralista. Al contrario, no hay moralismo en el arte de Tomoko Nagao. Es un análisis. Un análisis, sigue escribiendo Gangitano, “crítico y a la vez lúdico, kawaii [...]”, que opera según una “actitud típicamente micropop”: en Salomé, por ejemplo, “la globalización” y “la propia Tomoko como marca-artista hecha figura nos traen sus cabezas decapitadas como regalo a nosotros, consumidores y víctimas-artistas conscientes de la injusticia y los desastres medioambientales”. Si Salomé había pedido a Herodes la cabeza del Bautista como un regalo brutal, la cabeza de Hello Kitty, en la obra de Tomoko Nagao, adquiere el mismo significado. El arte de Tomoko Nagao es simplemente una observación de lo que está sucediendo. Una observación con tintes satíricos, se podría argumentar, pero que no pretende darnos indicaciones o instrucciones. Tomoko Nagao quiere mostrarnos lo que está sucediendo.
Y quiere mostrárnoslo con un lenguaje ligero y elegante. Tomoko Nagao tiene “la gracia de una vestal en un templo de la publicidad”, escribe Chiara Gatti. “Con mano ligera, sumerge las obras maestras del pasado en las latas de colores alineadas ordenadamente en su mesa de trabajo. En un compendio hipnótico de cultura japonesa y psicodelia, citas de arte antiguo, dibujos animados o underground, toma forma una versión manga de cada obra maestra que acabó en los libros de texto”. Sus imágenes se revisten de la ligereza de la imaginería manga y anime para transmitir un contenido eminentemente político, que sólo a primera vista puede parecer infantil, fútil, superficial: al contrario, el arte de Tomoko Nagao cala hondo, protegido por un fino, frágil, ilusorio velo de juguetona serenidad. Y la ligereza no es sino una referencia más a la superficialidad del consumismo. La propia decisión de centrarse en figuras femeninas del arte antiguo implica una reflexión sobre el deseo de resaltar una feminidad que a lo largo de la historia siempre ha estado subyugada por la dominación masculina: las Venus de Tomoko Nagao, su Gioconda, sus Chicas con pendientes de perla pretenden, por un lado, subrayar la libertad de la mujer y, por otro, aludir a la propia condición de la mujer en la sociedad contemporánea. Bajo sus superficies pobladas de personajes aparentemente simpáticos e inofensivos, se esconde una red de significados que emergen y resurgen, se activan, se suman y se sedimentan.
No hay medio con el que Tomoko Nagao no haya experimentado en su práctica. El propio medio, de hecho, puede considerarse una parte nada desdeñable de su investigación, sobre todo si se piensa en los múltiples y las impresiones digitales, uno de los medios favoritos de Tomoko Nagao: su propio arte, con suprema autoironía (pero también recordando la lección de Andy Warhol), se convierte en un producto repetitivo y producido en serie, que se vende a precios asequibles. Y luego pinturas al óleo, intervenciones urbanas, obras sobre plexiglás, obras digitales, esculturas de resina. Tomoko Nagao llegó incluso a utilizar hinchables, instalándolos en la plaza pública: un enorme globo con una Salomé de pelo azul y lazo rosa a lo Hello Kitty parodiaba así un monumento.
También hay que señalar que los medios de Tomoko Nagao suelen pertenecer más a la cultura occidental que a la de su país. Sin embargo, sería limitado justificar un recurso tan amplio a la cultura de Europa sólo teniendo en cuenta el hecho de que la artista vive en Milán: generaciones de artistas japoneses de posguerra crecieron con la cultura occidental, estudiaron y aprendieron el arte occidental. Si el japonismo desempeñó un papel decisivo a la hora de orientar la investigación de los artistas más innovadores de finales del siglo XIX, en el Japón de posguerra se puede hablar fácilmente de occidentalismo: incluso el arte micropop es una consecuencia de ello. Es en la definición de una cultura artística japonesa a través de la continua confrontación crítica con Occidente donde hay que encontrar el legado mencionado al principio. El camino de Murakami, uno de tantos, ha consistido en definir un tipo de arte nacional ampliamente accesible y aún más fácil de exportar, capaz de aprovechar la imaginería japonesa más conocida en Occidente para situarse en una perspectiva crítica con respecto al arte occidental: la mera idea de un movimiento “Superflat”, que niega por tanto la búsqueda de la tercera dimensión que ha sido una de las mayores supersticiones de los artistas europeos durante siglos, basta por sí sola para transmitir esta idea. La trayectoria de Tomoko Nagao se aparta de la del Superflat para atenuar en parte el choque cultural (en efecto, Oriente y Occidente forman parte de una misma historia), pero sin retroceder ante el deseo de detectar las contradicciones de nuestra sociedad. Y para encontrar las premisas hay que remontarse más de setenta años.
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