Maga, chamana, icono femenino, Leonor Fini (Buenos Aires, 1907 - París, 1996), con sus obras seductoras e inquietantes, ha “asustado” a la respetabilidad de todas las épocas, reabriendo interrogantes que aún hoy siguen sin respuesta. Mujer y artista inclasificable, siempre se ha hablado de ella de forma contradictoria, dejando a veces un sabor amargo sobre el alcance de su obra y su azarosa biografía. Sus dotes artísticas, sin embargo, son diversas e incuestionables, desde la performance y la pintura hasta el disfraz teatral y lúdico, y siguen siendo la prueba de un talento que necesitaba ser comprendido incluso por ella misma para poder explorar, libre, todos los lenguajes posibles para definir una visión del mundo estrictamente personal. Dones no muy distintos a los de los arúspices o “guardianes del umbral”, capaces de recuperar fuerzas originales olvidadas y reprimidas, arcanas y oscuras que remiten al arquetipo de la Gran Madre: todo un universo mágico e imaginativo que, al final, se convirtió para Leonor en un poderoso rito “curativo”, un puente invisible entre la dimensión de la realidad y la dimensión espiritual.
Además, una de las obras que mejor rinde homenaje a esta fabulosa naturaleza suya fue creada por Carlo Sbisà en 1928: Magia o Retrato de Leonor Fini . Estas energías invisibles y femeninas, Leonor Fini supo suscitarlas brillantemente en su vasta producción artística iniciada en los años treinta. Su biografía y las características de su temperamento también contribuyen a apoyar la hipótesis de la fuerza chamánica de su arte: su iniciación, sus viajes, su esencia de outsider y la incomprensión de su obra.
La iniciación en su viaje, de hecho, comienza a una edad temprana, desde que dos “accidentes”, con significados antitéticos, la obligan a mirar el mundo con otros ojos: el tropiezo con las dos figuras masculinas de su padre y su tío. Pero frente a la ’creativa’ y prolífica presencia de su tío materno (el abogado y culto Ernesto), de la ’larga sombra’ de un padre violento y perseguidor, pronto será su madre, Malvina Braun, quien la salve con una original estratagema: el disfraz de varón, ya que, siendo niña, regresa con ella a la ciudad centroeuropea de Trieste. Leonor asumirá el disfraz como una connotación de su práctica artística. Un rasgo que también marcará su trabajo con la obra Voleur d’enfant, que traza, aunque con la delicadeza de su pintura temprana, los intentos de secuestro de su padre.
Muchos elementos refuerzan esta actitud chamánica en su forma de hacer arte, que, además, le permite “vivir su existencia terrenal en una ritualidad continua hecha de elementos ligados a la representación”, la misma con la que Fini aborda su obra. Además de sus constantes viajes -entre Trieste (donde conoció a Arturo Nathan, Gillo Dorfles, Umberto Saba, Italo Svevo), Milán (donde frecuentó a los artistas del grupo Novecento), París (donde conoció a Elsa Schiaparelli y sobre todo a Max Ernst, que se convirtió en su amante)-, Montecarlo (huyendo de lala ocupación alemana de París en 1940, donde conoció a Stanislao Lepri, un diplomático italiano con el que inició una relación sentimental que, junto con Constantin Jelenski, un escritor polaco, amaría el resto de su vida) y Montecarlo. por el resto de su vida) y, por último, Roma (a partir de 1943, ciudad en la que forjará importantes amistades con Anna Magnani, Elsa Morante, Mario Praz, Carlo Levi, Luchino Visconti); señas de su particular carisma son su ser unasu carácter de outsider infatigable (a pesar de haber frecuentado casi todas las vanguardias del siglo); y la incomprensión insistente de su arte, que nunca fue suficientemente reconocido, es más, a veces degradado, redimensionado, porque era la expresión de un universo femenino, por tanto misterioso e indescifrable.
También hay que tener en cuenta otro factor: la larga, difícil e interminable lucha por lograr la emancipación femenina comenzó en la época en que Fini apareció en la escena artística. A pesar de que muchos derechos (trabajo, igualdad de género, autonomía reproductiva y derecho a la interrupción del embarazo) fueron adquiridos para las mujeres en el siglo XX, a la luz de la controvertida consideración de laobra de Leonor Fini y respecto a una evidente regresión de la condición e imaginario femeninos actuales, es legítimo cuestionarse hasta qué punto esas “conquistas” fueron reales o, en todo caso, hasta qué punto su impacto en la sociedad fue realmente preponderante. Tomando prestado el asunto Finiana, es necesario por tanto reconsiderar la mirada con la que se ha contemplado su obra.
Si es cierto, como deseaba Rosa Luxemburgo, que llamar a las cosas por su nombre es un gesto revolucionario, también lo es que nombres muy precisos han definido la óptica con la que Fini y muchas otras mujeres artistas han sido evaluadas: respetabilidad burguesa, patriarcado cansado y estrechez de miras extrema. Pagar un precio es necesario para avanzar en el proceso de evolución, pero el precio más alto lo pagan las mujeres, y Leonor Fini no fue una excepción. De hecho, con la excepción de una exposición prevista para 2025 en el Palazzo Reale de Milán, hasta la fecha no se ha programado ninguna gran exposición individual que consagre de una vez por todas su valor artístico mediante un estudio preciso de su producción. Se trata de una carencia inexplicable, dado que Fini no sólo fue una artista formidable y polifacética, pintora, diseñadora de vestuario, ilustradora, escritora e intérprete, sino que durante su vida cosechó numerosos éxitos y expuso en todas las ciudades de arte más importantes. ¿Qué ha provocado ahora esta devaluación? ¿Se trata de un nuevo ostracismo machista?
¿Estamos olvidando que su “genio” artístico tocaba cualquier acorde, ya fueran los acordes de una tendencia de la época o de una vanguardia, las técnicas y los temas del Surrealismo o el lenguaje del Informalismo y el Pop Art; porque en sus continuos empeños artísticos, Leonor Fini absorbió todas las novedades del siglo XX, entrando y saliendo de un grupo, avanzando y retractándose de sus tesis. Fini salió cada vez, no sólo porque era hostil a las costumbres y consorcios artísticos, sino, sin embargo, porque en ninguno de esos grupos pudo explotar abiertamente su personalidad creativa de maga, inventora de mundos paralelos, transfigurados e irracionales.
Aunque “no hubo ningún otro movimiento, aparte de los específicamente feministas, en el que hubiera una proporción tan elevada de mujeres activas y participantes” (así Alessandra Scappini), fue sobre todo con los surrealistas y en particular con las posiciones de Bréton con los que terminó porque en su imaginario, las mujeres se limitaban a ser musas y objetos de deseo, o, como mucho, eran vistas como hechiceras, videntes, pero en un sentido negativo, es decir, como aquellas que privilegiaban el lado inconsciente e irracional, en detrimento de la “más justa” racionalidad masculina. “Un ideal muy alejado del nuestro, más cercano [...] a reconocerse como vidente, buscadora en su viaje existencial” (Scappini), y protectora, si acaso, de un universo “pan-erótico”, “guiñado” y en constante búsqueda de una identidad cambiante. En su búsqueda artística y expresiva, Leonor nunca ha olvidado, como en un “caleidoscopio de iconos reflejados”, ni siquiera la tradición pictórica. De hecho, el signo de la antigüedad y de la cultura neoplatónica recorre sutilmente sus cuadros: Van Eyck y Cranach, los prerrafaelitas, de Roberti o Piero di Cosimo, Arcimboldi y estas referencias, a veces muy cercanas a los intereses del surrealismo, serán casi una constante y a menudo, como sostiene siempre Alessandra Scappini, “puestas en práctica sobre todo a través de la estrategia del mimetismo y de la metamorfosis de la escritura”.
En su experimento creativo y alquímico de toda la vida, Leonor Fini cambió varias veces de sí misma y de pintura. El tratamiento plástico de sus comienzos (como en el Retrato del juez Alberti, 1927), que también fue enseñanza de Achille Funi , se transformó en algo muy distinto cuando llegó a París en 1931. Allí, su lenguaje se midió con el de los grandes extranjeros e hizo su paleta más clara, sus contornos más suaves. Fue en esta experiencia donde comenzó esa investigación sobre los lados oscuros de la feminidad que se convertiría en el hilo conductor de su obra futura y que daría como resultado el uso de animalia, especialmente esfinges como en la obra Esfinge Régine.
Pero no termina así su carrera porque después de París le llega el turno a América. Expone con Max Ernst en la Galería Julien Levy y en el Museo de Arte Moderno con Salvador Dalí y Giorgio De Chirico. Y de nuevo Roma. Donde llega siguiendo a Lepri. En esta coyuntura se dedica también a temas universales como la relación entre la vida y la muerte y es entonces cuando realiza obras como Bout du monde y L’ange de l’anatomie.
A partir de los años sesenta, su paleta redescubre la luz con obras oníricas donde la presencia femenina domina casi por completo, de las que La serrure y Le bagnanti son ejemplos. Después, algo se resquebraja, quizás la muerte de su madre, Lepri y Jelenski vuelven a oscurecer su visión: “Veo algo contenido, inmovilizado, imágenes fijas teatrales que se me imponen, teatrales a veces yo mismo”. Murió a los 89 años, en 1996.
Advertencia: la traducción al español del artículo original en italiano se ha realizado mediante herramientas automáticas. Nos comprometemos a revisar todos los artículos, pero no garantizamos la ausencia total de imprecisiones en la traducción debidas al programa. Puede encontrar el original haciendo clic en el botón ITA. Si encuentra algún error, por favor contáctenos.