Desde hace algún tiempo, Gabriele Landi realiza esculturas de cartón o aluminio que parten siempre de láminas finas, ligeras y sencillas. Han inaugurado una nueva vertiente en su investigación, una búsqueda refinada y constante para explorar los límites de la abstracción geométrica. Estas esculturas no llevan un nombre colectivo. Su autor, sin embargo, prefiere llamarlas “objetos escultóricos”, porque el proceso que da vida a estas obras se aleja de los cánones tradicionales: las formas surgen primero de los cortes que Landi aplica a las planchas, y después de los pliegues, las evoluciones, las distorsiones que las planchas sufren bajo su mano. La forma no desciende del pensamiento del artista: es el resultado de una continua torsión, de un encuentro entre el artista y el material que inevitablemente se convierte en un choque, una contienda, y luego de nuevo en un diálogo, una colaboración. A primera vista, los objetos escultóricos de Gabriele Landi podrían recordar a las “esculturas vestibles” de Bruno Munari, a las que se asemejan sobre todo en sus afinidades externas y formales, pero con las que también comparten, al menos hasta cierto punto, su naturaleza de objetos “con una función estética”, habría dicho Munari. "La escultura se presenta doblada en un sobre. Se abre el sobre y se saca la escultura. Se coloca la escultura en un plano horizontal (en planos inclinados resbala) y, antes de apagar la luz, se observa cómo ilumina las distintas partes salientes o empotradas, las partes llenas y las partes vacías. Gíralo hacia el otro lado, cambia de aspecto, tus pensamientos de prácticos pasarán poco a poco a ser estéticos (la velocidad depende de ti), ya no te preguntarás ’cusa l’è chel rob ki’, y te dormirás feliz. Hasta cierto punto, como se ha dicho, porque los objetos escultóricos de Landi escapan a su intencionalidad, son la respuesta de la materia que hace oídos sordos a las solicitaciones del artista (quien, sin embargo, no siente frustración por su incapacidad para domarla, ni mucho menos: acaba trabajando junto con la materia), pero no sólo: ve en sus objetos una especie de metáfora del dualismo entre naturaleza y cultura, de la relación que el ser humano teje con todo lo que le rodea, una referencia ideal al desafío que, en cada época, el hombre dirige a la naturaleza, y que acaba poniendo de manifiesto la frágil condición del ser humano. La ligereza de las esculturas de Gabriele Landi evoca, además, esta sensación de contención y, al mismo tiempo, de fragilidad, de inseguridad(Solide incertezze era precisamente el título de la exposición en la que, por primera vez, el artista ligur exhibía sus “objetos escultóricos”).
Tal vez, sin embargo, hablar de “ligereza” sea poco apropiado, ya que se trata de un sustantivo irremediablemente ambiguo. Ciertamente: los críticos y estudiosos que han comparado la obra de Munari con la ligereza, la delicadeza y la ironía de sus obras ya no cuentan. La ligereza de Munari es la misma que el vuelo de una mariposa, la nieve que blanquea la cima de una montaña, la brisa que refresca la orilla al final de un día de verano. Es cierto, sin embargo, que se ha abusado desmesuradamente de este sustantivo: ya había cansado a Beniamino Plácido en 1996. “Ya había cansado a Beniamino Plácido en 1996. ’Por el amor de Dios, que pare’, empezó diciendo en un artículo ese año. ”No podemos soportar más esta manía por la ’ligereza’, por la ’liviandad’". Y echaba toda la culpa a las American Lectures de Italo Calvino, responsables de haber despejado el camino para que se hablara extravagantemente de ligereza, se extrajera ligereza para cualquier ocasión. Calvino (¡cómo no!) hablaba de “la ligereza de la reflexión”. Y todos sus seguidores de la ligereza se lo tomaron tan al pie de la letra que establecieron la abolición del complemento de especificación. Pero siempre por culpa de Calvino: “la reflexividad” remite a un etimema que es exactamente lo contrario de “la ligereza”. Y el oxímoron es la figura retórica más pesada que existe. La ligereza se convierte entonces en una condena cuando enmascara la ausencia de reflexión, cuando interviene para apagar cualquier intento de profundizar, cuando amortigua la gravedad, cuando se convierte en una manta que oscurece la complejidad. En una palabra: cuando se convierte en superficialidad. En el caso de las obras de Gabriele Landi, se podría hablar de “levedad”. Un sustantivo menos equívoco. La ligereza tiene que ver con el peso, la levedad con la intensidad. La levedad es el tacto revestido de gracia: la espiga de trigo que se inclina bajo el sol del mediodía es “toda luz y levedad de gracia”, escribió D’Annunzio. La levedad es la delicadeza que no pierde su consistencia: los colores de la Madonna delle Nuvole de Federico Barocci son a la vez ligeros y severos, escribió Andrea Emiliani. La levedad es el pensamiento que se viste de delicadeza.
Uno no tiene que esforzarse por encontrar el término adecuado para describir la poesía de las obras de Gabriele Landi porque él mismo acude al rescate. En 2021, en las salas del siglo XVIII de Vôtre, en Carrara, celebró una exposición antológica a la que había dado el título de Lieve svanire, que cambiaba en una vocal el verso de una canción de Marlene Kuntz (para ellos, era “ligero desmayo”). En el vídeo de la canción había espigas, había nubes, había niebla, había pompas de jabón, estaba Cristiano Godano esparciendo plumas por el aire. En las salas dieciochescas de Vôtre estaban los frutos de la investigación de Gabriele Landi que continuaba la tradición del abstraccionismo geométrico italiano de la segunda mitad del siglo XX, la de, por ejemplo, un Dadamaino (piénsese, en este caso, en las obras sin implicaciones ópticas o cinéticas: Se trata de un artista que el propio Landi, por otra parte, señala como una de sus referencias), un Nangeroni, un Mario Nigro, un Pino Pinelli, para luego continuar con las obras de artistas de las generaciones siguientes que abrieron esas experiencias para recibir sugerencias que traspasaban las fronteras nacionales desde fuera (me vienen a la mente, sobre todo, Giuliano Dal Molin y ciertas cosas de Alfredo Pirri). Las esculturas de madera pintada de Landi, formas geométricas puras que establecen un diálogo entre el abstraccionismo geométrico italiano y la vanguardia rusa de principios del siglo XX (la obra A Rusia con amor deja claras sus fuentes suprematistas y constructivistas desde el título), o nuevas formas nacidas del encuentro de formas puras, círculos y triángulos sobre los que se injertan hilosy triángulos sobre los que se injertan hilos y rayas que aumentan la dimensión escultórica de los polígonos bidimensionales, siempre en colores puros, y pintados en el reverso con tonos intensos para hacer brillar las obras, para iluminarlas con una luz que sólo se enciende con el medio del color, para hacer flotar las formas sobre aureolas de rosa y naranja, tan fuertes que generaron en algunos visitantes de la exposición la duda de que las obras estuvieran retroiluminadas. Nada de luz artificial, en realidad: es el poder del color, es la “reverberación de la pintura”, fue escrito para Alfredo Pirri, que experimentaba con métodos similares, el deseo de la pintura de salir de los confines de la obra y expandirse más allá de la materia. Los títulos de las obras de Gabriele Landi son evocadores, se hacen eco de situaciones y dimensiones que hay que captar más allá de la apariencia de las formas: In bilico, Pittura non eloquente, Un giorno greve, Trappola, Colpevole, Dove sei?, Soliloquio, Sintomo scialbo, Stratagemma della rottura. Sugerencias de lectura: la carga de descifrarlas, de ir más allá de la superficie, recae, sin embargo, por supuesto, en el pariente. No obstante, volveremos sobre este punto más adelante.
Ese “ligero desvanecimiento” del título pretendía reunir bajo un mismo paraguas todo lo que era común a la investigación “más pura” de Gabriele Landi, podríamos decir: “la ligereza de ciertas situaciones”, decía con ocasión de aquella exposición, “determinada principalmente por los tonos cromáticos, en estrecha concordancia con las formas que los reciben, por otra parte el desvanecimiento progresivo, de nuevo por medio del color pero no por sus colores esta vez: por medio de su consistencia, de una serie de presencias misteriosas que persisten en mis cuadros”. Un color, inspirado como siempre en los colores del cielo (predominan entonces los azules y rosas), tan ligero que se vuelve casi evanescente. ¿Qué es entonces esta ligereza que impregna todas las obras de Gabriele Landi, incluidas las más recientes? Es característica del objeto que nunca se revela por completo, nunca se muestra de golpe, nunca se impone con bravuconería al observador. Es, más bien, una presencia elegante, discreta, delicada, aérea. Es una condición de la obra que rehúye el intrusismo, rehúye la prepotencia, rehúye la jaula del sentido, al menos en el sentido que es propio de una gran parte del público, a menudo inclinado a confundir sentido por narración (hoy, demasiados creen buscar un sentido, cuando simplemente pretenden que les cuenten una historia). La levedad de Gabriele Landi, por el contrario, es la capacidad de la obra para envolver el sentido, un sentido nunca unívoco, con su delicadeza, su pureza y su misterio. Es entonces un juego, una sutil provocación, el encanto de una obra que no quiere golpear directamente al observador, sino que intenta ser, en primer lugar, un objeto estético à la Munari, un objeto cuyo significado reside en su forma, su apariencia y el fondo que esa apariencia sugiere, y en segundo lugar, un objeto que abre significados completamente inesperados. Es el rostro airoso de un pensamiento sólido, de un arte que renueva una tradición. Es también, podría pensarse, una ausencia de metódica, aunque el rigor de las formas pudiera sugerir lo contrario.
Visitar el estudio de Gabriele Landi, una gran sala en Ressora, un bullicioso municipio comercial entre Sarzana y La Spezia, sirve para darse cuenta de cómo nacen sus obras: Landi apenas se ocupa de un proyecto a la vez, muchas de sus obras nacen y crecen al mismo tiempo, se suspenden y luego se reanudan, hilos que parecían dormidos de repente se despiertan y vuelven con cierta constancia. Son el resultado de la curiosidad de un artista entregado a la investigación continua, y el espacio donde nacen las obras es la imagen más concreta de este incesante afán de experimentación. Es eltaller de un verdadero artista que vive en medio del riguroso desorden de sus ideas. Es la fragua donde Landi amontona sus planchas de aluminio, sus rollos de papel, donde apila las tablas a partir de las cuales se crearán sus esculturas, donde uno se topa también con curiosas herramientas que Landi fabrica él mismo para facilitar su trabajo: hay, por ejemplo, unas reglas (de dos metros de altura más o menos) con diversas proporciones que utiliza para sus papeles tallados. Es un taller en el sentido más amplio, ya que durante unos años albergó el proyecto Aurelia Sud, con el que Landi invitó a varios colegas a enfrentarse al rótulo de abajo (en su día, lo que ahora es su estudio fue un negocio): Los invitados a participar crearon una obra de arte que durante unos meses ocupó el lugar de la señal, ofreciendo al tráfico de Aurelia que circulaba junto al estudio la visión de una obra siempre nueva. Este proyecto puede considerarse, en cierto modo, un producto de la actividad crítica que Landi lleva a cabo desde hace tiempo con su proyecto Parola d’artista (Palabra de artista) , con el que sigue realizando una preciosa, original y constante labor de divulgación, de acercamiento del público a los artistas que Landi entrevista desde hace años para sus páginas. Además, el estudio es también un campo de pruebas para exposiciones, ya que el tamaño de las paredes permite a Gabriele Landi imaginar cómo podrían quedar sus obras colgadas en una galería o un museo. Ocurre entonces, cuando está trabajando de cara a una exposición, visitarlo y ver ya una especie de anticipo de lo que el público verá durante la ocasión oficial. En los últimos meses, por ejemplo, las paredes del estudio rebosaban de papeles tallados.
Son estos papeles los que dan cuerpo a la veta más reciente de su producción. Tres grandes papeles, de más de cinco metros de altura cada uno, fueron la pieza central de la exposición Alle montagne (A las montañas), la muestra individual de Gabriele Landi en el MudaC de Carrara en el verano de 2024, con un título que evocaba Il testamento del capitano (El testamento del capitán), la famosa canción de los soldados alpinos, como homenaje a las montañas de Carrara. Tres papeles monumentales, las tres obras más grandes que ha realizado, ocupaban una gran pared del museo apuanés, ejecutadas con pacientes tallas que Landi trabajó sobre la superficie del papel durante siete meses, expresiones inéditas de una investigación que, con esta obra desafiante, exploraba nuevas zonas de esa tierra fronteriza entre pintura y escultura en la que el arte de Gabriele Landi se mueve desde el inicio de su carrera. El procedimiento es aparentemente sencillo, regular: las tallas son todas cuadradas (en este caso de un centímetro por uno, pero el tamaño del corte varía según el tamaño de las hojas), y siguen un curso que, sin embargo, no está preestablecido. Es un flujo continuo, es una escritura, un tejido de signos lento, paciente, meticuloso, deudor de las investigaciones de Dadamaino (esta vez, las cercanas al arte cinético), de las piezas del infinito de Enrico Castellani, del grafismo no verbal de Irma Blank. Un tejido de aperturas y cierres capaz de evocar la orografía de los Alpes Apuanos con una trama hecha de proliferaciones, acumulaciones, adelgazamientos, progresiones, vacíos y sólidos, ascensos abruptos y descensos impetuosos, tramos regulares y masas desordenadas, presencias enrarecidas y masas de consistencia fuerte, vigorosa, volumétrica. El resultado es un paisaje tridimensional fascinante y articulado, aunque firmemente anclado en la segunda dimensión, una cartografía imaginativa con signos y aberturas capaces de convertirse en valles, cumbres, canteras, barrancos, el potencial del mapa llevado hasta el punto de hacerle adquirir la consistencia de la montaña sin evocar su concreción física. Sucede cuando Landi tiene en mente un paisaje que conoce, pero también cuando el papel tiene que reconstruir el mapa de un lugar en el que el artista nunca ha estado: La Antártida, por ejemplo, en el centro de una gran hoja de papel destinada a reproducir una especie de paisaje imaginario, una cartografía interior del continente helado que el artista sólo puede recorrer con su imaginación, ese medio extraordinario que, para recordar de nuevo a Munari, nos permite imaginar algo que ya existe pero que actualmente está fuera de nuestro alcance. Esto también es levedad: no tanto reproducir el paisaje, ya sea el de los Alpes Apuanos o el de la Antártida, y quizá ni siquiera captar su esencia, sino más bien tocar lo que ese paisaje es capaz de suscitar, haciéndose eco de los Ensayos sobre el paisaje de Georg Simmel (“el paisaje contiene [...], ya en su realidad inmediata, un elemento afín al arte, un rasgo de autosuficiencia e intangibilidad, con el que nos libera interiormente, libera nuestras tensiones, nos transporta más allá de los límites de un destino momentáneo”). Aquí está: el arte de Gabriele Landi, cuando pretende evocar un paisaje con un papel tallado (pero también un cielo, una constelación, incluso la hoja de un cuaderno), consigue captar lo inefable, captar la impalpabilidad del paisaje sólo mediante la abstracción.
El color, en todo esto, adquiere los contornos de una fuerza que lo mantiene todo unido y reconduce cada jadeo, cada emoción, cada sentimiento a la pureza de la abstracción. El azul y el rosa, como hemos dicho, son los colores predominantes: la elección procede de una fascinación por los cielos de Giambattista Tiepolo. Una dulce obsesión que se expresa en un intento de captar sus matices, evocar su vértigo, rememorar una nube, un destello de serenidad, el vuelo de un ángel. Ante sus ojos un papel para pintar, en su mente la imagen de los techos de Ca’ Rezzonico en Venecia: “Me cautivó inmediatamente la maravilla”, dice Landi, recordando los cielos de Tiépolo. “Ver a pocos metros por encima de mi cabeza una cuadriga de caballos, rampantes, tirando de un carro gobernado por Apolo es un verdadero espectáculo. En el carro del dios del sol va sentada una doncella de noble cuna, y a su alrededor hay querubines alados y una miríada de otros personajes, impulsados hacia arriba por nubes vaporosas: el conjunto se recorta contra un cielo salpicado de rosas, azules y amarillos. Los cuerpos de los personajes están envueltos en telas iridiscentes y algunos de ellos blanden banderas y estandartes agitándolos en el aire. Siguiendo el zigzag de las líneas quebradas, que construyen el esqueleto de esta asombrosa máquina escénica, yo también asciendo. Casi siento que puedo tocar las nubes, las telas: vuelvo a subir y ahí está el carro, los putti, en un crescendo estimulante, y luego otra vez arriba, embelesado por el ritmo compulsivo y rápido de las pinceladas, rebotando entre los destellos de luz”.
En la obra de Gabriele Landi, el color es el medio a través del cual la obra dialoga con el espacio. Wolfram Ullrich, que figura entre los pioneros del abstraccionismo geométrico alemán, diría que el color, por muy libre que sea, sigue necesitando un soporte material que lo contenga: De esta constatación procede su búsqueda del color puro, que, sin embargo, se ve reforzado por los bordes de acero de sus obras para permitirle expandirse más allá de los límites impuestos por el soporte, ya que un borde contrastado permite que el color se mueva según el punto de vista asumido por el espectador que mira la obra. Landi, por su parte, utiliza otros medios para lograr este diálogo entre la pintura y el espacio a través del color: las refracciones en las esculturas de madera, el juego de luces y sombras en los objetos escultóricos, las propias aberturas en el papel tallado. El color es entonces un medio para proteger la obra, de alguna manera, aunque no es la única herramienta que Landi adopta para este fin “conservador”, llamémoslo así.
Su idea es que el público no se implique sólo desde el punto de vista visual: la invitación, explica, es “a mirar bien lo que tienes delante, y quizás incluso descubrir algo que a primera vista, y quizás incluso a segunda vista, y para los más distraídos a tercera vista, a veces se te escapa. Siempre hay algo en lo que no reparas a primera vista: a veces son situaciones desviadas, es decir, capaces de poner de relieve algo distinto del tipo de lenguaje utilizado para realizar esa obra concreta”. Ocultar, para Gabriele Landi, no es sólo un recurso estético: es una forma de preservar las imágenes de los excesos visuales contemporáneos mediante un proceso de sustracción y ocultación. Es así como la imagen puede recobrar valor: a través del efecto de extrañamiento que provoca en el observador. Siempre con un toque de ligereza.
Advertencia: la traducción al español del artículo original en italiano se ha realizado mediante herramientas automáticas. Nos comprometemos a revisar todos los artículos, pero no garantizamos la ausencia total de imprecisiones en la traducción debidas al programa. Puede encontrar el original haciendo clic en el botón ITA. Si encuentra algún error, por favor contáctenos.