La artista portuguesa Maria Helena Vieira da Silva (Lisboa, 1908 - París, 1992) fue una figura enigmática y multiforme del panorama artístico del siglo XX, redescubierta en Italia en 2025, poco más de treinta años después de su muerte, con una exposición en la Colección Peggy Guggenheim de Venecia (del 12 de abril al 15 de septiembre de 2025, comisariada por Flavia Frigeri). Artista formada en la tradición de su país, Portugal, se empapó sin embargo del arte italiano y se fijó también en las vanguardias de principios del siglo XX, sobre todo en el cubismo y el futurismo, y en figuras como Picasso, Matisse y Cézanne. La complejidad de sus intereses se refleja en su vocabulario visual, que mezcla forma, color y perspectiva para explorar la ambivalencia entre lo real y lo imaginario, recurriendo a menudo a ambientes abstractos e ilusiones ópticas.
Su vida, aparentemente sencilla, escondía una dedicación absoluta al arte, un compromiso inquebrantable que la acompañó desde su primer óleo, a los trece años, hasta su muerte. En sus obras, Vieira da Silva transfundió todo lo que conocía, experimentaba e imaginaba: desde pilas de libros en bibliotecas hasta arlequines bailando, desde andamios de obras de construcción hasta paisajes urbanos y la propia anatomía del espacio. Este artículo pretende esbozar un retrato en profundidad de esta extraordinaria artista, analizando las influencias que marcaron su trayectoria, su método de trabajo y los temas recurrentes en su obra, desvelando así la anatomía de un espacio que es a la vez interior y exterior.
Maria Helena Vieira da Silva desarrolló un estilo único y reconocible, caracterizado por una profunda exploración del espacio y la perspectiva. Sus obras no se limitan a la representación de objetos o figuras, sino que intentan hacer visible la anatomía del propio espacio, descomponiéndolo y recomponiéndolo en formas geométricas y abstractas (éste es el tema subyacente de la exposición veneciana). Uno de los elementos distintivos de su estilo es el uso de una perspectiva compleja y estratificada, que crea una sensación de profundidad y ambigüedad. Sus lienzos suelen estar poblados de “cuadrados joya” dispuestos unos junto a otros, que generan un efecto de movimiento y revelan figuras danzantes que emergen del espacio.
Vieira da Silva recibió influencias de varias corrientes artísticas. Sin embargo, fue capaz de desarrollar un lenguaje personal y original, que la convirtió en una figura destacada del arte abstracto europeo del siglo XX. Su estilo es un diálogo entre el orden y el caos, entre la estructura y el movimiento, que refleja la complejidad de la realidad y la experiencia humana. Una artista, sin embargo, poco conocida en Italia: he aquí, pues, diez cosas que hay que saber sobre Maria Helena Vieira da Silva para conocer mejor a esta figura singular.
Nacida en Lisboa en el seno de una familia acomodada y culturalmente estimulada, Vieira da Silva recibió una educación privada que la llevó a pasar muchas horas en soledad durante su infancia. “Nunca llegué a conocer a otros niños”, afirma. “A veces estaba completamente sola; a veces estaba triste, incluso muy triste. Me refugiaba en el mundo de los colores, en el mundo de los sonidos. Creo que todas estas influencias se fundían en una sola entidad, dentro de mí”. Esta condición, aunque a veces fuera fuente de tristeza, fue un valioso recurso para ella: la soledad le permitió desarrollar un rico mundo interior. Su educación estuvo muy influida por su entorno familiar, que la animó a cultivar la pasión por el arte, la música y la literatura.
La propia pintora describió su vida como “aparentemente sencilla”, pero esta sencillez ocultaba una complejidad de profunda reflexión e intensa actividad creativa. Su educación solitaria contribuyó a hacer de ella una persona reservada, pero también capaz de una gran concentración y dedicación al trabajo artístico. Su sensibilidad se nutrió de la lectura, la música clásica y los viajes, elementos que se fundieron en una sola entidad dentro de ella, alimentando su imaginación y su capacidad para plasmar en pintura las emociones más sutiles y complejas.
En 1928, al principio de su carrera, Maria Helena Vieira da Silva emprendió un viaje fundamental a Italia que influyó profundamente en su visión artística. Visitó ciudades ricas en historia y arte como Milán, Padua, Venecia, Bolonia, Florencia, Pistoia, Pisa y Génova, donde se dedicó a realizar rápidos bocetos y anotaciones, mostrando un vivo e inmediato interés por los frescos y obras de los siglos XIV y XV. Para ella, estas obras maestras representaban los albores de la modernidad y le proporcionaron una base sólida para comprender la perspectiva, la composición y la espacialidad. En particular, la obra de Paolo Uccello, con su innovadora perspectiva vertical y su dinámica construcción del espacio, dejó una huella indeleble en su comprensión de la profundidad y la estructura pictórica. “Vieira da Silva quedó tan impresionada por el tríptico de la Batalla de San Romano”, escribe la estudiosa Jennifer Sliwka, "que cuando, una década después de terminar sus estudios en Florencia y París, buscaba modelos visuales para componer obras sobre las atrocidades de la II Guerra Mundial, volvió a esas composiciones, donde las leyes de la perspectiva parecían emplearse en un intento de poner orden en el caos de la batalla.
Este viaje fue un momento de formación intensiva que le permitió conectar la tradición renacentista con la experimentación moderna, sentando las bases de su lenguaje abstracto y dialéctico que desarrollaría en años posteriores. Su atención a los detalles arquitectónicos y a la construcción del espacio, así como su capacidad para sintetizar formas y volúmenes, derivan en gran medida de esta inmersión en el arte italiano, que Vieira da Silva consideraba un punto de partida esencial para su investigación artística.
A los diecinueve años, en 1928, Vieira da Silva se trasladó a París, entonces epicentro de las vanguardias artísticas, para dar un giro profesional a su pasión por el arte. Comenzó estudiando escultura en la Académie de La Grande Chaumière, bajo la dirección de maestros como Antoine Bourdelle y Charles Despiau, pero pronto se decantó por la pintura, atraída por la libertad de expresión y la posibilidad de explorar el espacio sobre el lienzo.
París“, escribe Flavia Frigeri, ”no sólo ofreció a Vieira da Silva un tipo de educación artística independiente que no tenía a su alcance en Lisboa, sino que también la sumergió en la realidad de la vanguardia que hasta entonces sólo había experimentado de lejos". El descubrimiento de la obra de Picasso, pero aún más de los colores de Henri Matisse, la perspectiva de Pierre Bonnard y los temas y la arquitectura pictórica de Paul Cézanne, la empujaron a buscar algo que entonces le parecía inasible y que sólo unos años más tarde se materializaría en un lenguaje abstracto muy personal. Estos artistas influyeron profundamente en sus investigaciones, impulsándola a desarrollar un lenguaje caracterizado porla atención a la estructura, la perspectiva y el color. Su formación parisina fue, pues, un crisol de estímulos y experimentación que le permitió ir más allá de la tradición portuguesa y entrar en el debate artístico internacional, manteniendo al mismo tiempo fuertes lazos con sus raíces culturales y su particular visión del espacio.
En 1928, poco después de su llegada a París, Vieira da Silva conoció a Arpad Szenes, pintor húngaro con el que entabló una profunda y duradera relación. Su relación, que duró hasta la muerte de Szenes en 1985, se caracterizó por una intensa complicidad, tanto personal como artística.
A pesar de los estereotipos que suelen relegar a la mujer a un papel secundario en las parejas de artistas, fue Vieira da Silva quien emergió como figura destacada e independiente. Szenes respetaba y admiraba su dedicación a la pintura, celebrándola en los numerosos retratos que le dedicó mientras trabajaba. Su vida en común fue descrita por ella como “maravillosa”, basada en un total e íntimo conocimiento mutuo. Esta relación fue un apoyo fundamental para Vieira da Silva, que pudo así dedicarse por completo a su arte sin concesiones, experimentando un amor que se entrelazaba con su pasión por la pintura y que le permitió mantener una posición destacada en el panorama artístico europeo.
El estudio de Vieira da Silva no era un simple espacio de trabajo, sino un verdadero tema recurrente en su obra. En 1934-35, realizó Atelier, Lisbonne, un cuadro que representa el estudio como arquitectura esencial, reducida a planos transparentes y estructuras mínimas. Esta obra atestigua su atención a la anatomía del espacio, influida por los elementos arquitectónicos y la estructura ósea humana.
La idea de despojar el espacio de todo lo superfluo para dejar sólo el armazón esencial se encuentra también en otras obras contemporáneas, donde la arquitectura se convierte en un ejercicio de síntesis y profundidad. El estudio era para ella un mundo propio, un lugar donde el tiempo se dilata y donde la pintura se desarrolla lentamente, en un diálogo continuo entre el artista y el lienzo. La fotografía tomada en 1947 por Denise Colomb en su estudio de París capta esta atmósfera: Vieira da Silva aparece de varias formas, como si el estudio fuera un lugar de estratificaciones, de presencias múltiples que reflejan la complejidad de su arte.
Mientras estudiaba en Lisboa, Vieira da Silva asistió a un curso de anatomía que la llevó a dibujar huesos en todas las posiciones, una actividad que amaba profundamente. La escápula, en particular, le fascinaba como “obra maestra” de la forma y la estructura. “Solía dibujar cientos de ellas”, escribió la artista. “Solía dibujar huesos en todas las posiciones, lo que me gustaba mucho. La escápula me parecía una obra maestra. Solía salir a pasear con los huesos en mi bolsa, incluso me los llevaba a casa varias veces para dibujarlos”.
Contrariamente a lo que podría pensarse, este interés no la orientó hacia un realismo figurativo, sino que la empujó hacia una abstracción rigurosa, en la que cada línea y cada forma estaban construidas con el mismo cuidado y precisión con los que habría representado un hueso humano. Esta atención al detalle y a la estructura se refleja en sus composiciones pictóricas, donde el espacio se convierte en un organismo complejo y articulado, similar a un sistema esquelético.La anatomía, por tanto, fue para Vieira da Silva una clave para entender y representar el espacio de una manera nueva, yendo más allá de la simple representación hacia una síntesis formal y conceptual.
Vieira da Silva trabajaba con extrema paciencia y dedicación, tardando a menudo años en completar un solo cuadro. Le gustaba mantener sus obras en el estudio durante largos periodos, observándolas bajo diferentes condiciones de luz y a distintas horas del día, para captar nuevos matices y posibilidades. Su pintura no era un acto impulsivo, sino un proceso continuo y reflexivo que ocupaba cada momento de su vida.
Como ella misma decía, el mejor momento para trabajar era después de las cinco de la tarde, cuando se sentía más libre de preocupaciones. Trabajaba en varios cuadros a la vez, e incluso durante actividades cotidianas como contestar al teléfono o recibir visitas, le encantaba quedarse en el estudio mirando sus lienzos, consciente de que cada cambio de luz modificaba su aspecto. Esta dedicación diaria y la capacidad de volver varias veces a una obra para perfeccionarla son rasgos distintivos de su método creativo.
En los cuadros de Vieira da Silva, el espacio y el cuerpo humano dejan de ser entidades separadas y se funden en una única realidad dinámica e interconectada. Un ejemplo emblemático de esta fusión es Portrait de Marie-Hélène, de 1940, en el que la artista se retrata a sí misma trabajando en su estudio. En esta obra, el espacio circundante casi parece danzar, con colores, formas y perspectivas que se entrelazan en un flujo continuo. Las figuras que emergen del lienzo no son entidades estáticas, sino elementos en movimiento que se expanden y contraen, integrándose armoniosamente con su entorno.
Esta fusión de cuerpo y espacio refleja la concepción de Vieira da Silva de la pintura como un organismo vivo, en el que cada elemento contribuye a un equilibrio dinámico y a una profundidad emocional. La perspectiva tradicional se supera para dar paso a una visión más compleja y estratificada, que involucra al espectador en una experiencia visual y sensorial única. Los “cuadrados joya” que llenan el lienzo, dispuestos unos junto a otros, crean una sensación de movimiento y profundidad, revelando una serie de figuras danzantes que parecen surgir del propio espacio. Esta capacidad de fusionar el espacio y la figura humana es una constante en la obra de Vieira da Silva, que la hace reconocible y distintiva.
El vocabulario visual de Vieira da Silva se basa en una tensión continua entre lo real y lo imaginario, entre el orden y el caos. Mediante el uso de formas geométricas, colores vibrantes y perspectivas complejas, sus obras evocan espacios laberínticos y ambiguos en los que la percepción se multiplica y se estratifica. Estos espacios nunca están definidos de forma única, sino que se abren a múltiples interpretaciones, desafiando la linealidad y la simplicidad.
Su pintura es un diálogo constante entre estructura y movimiento, entre elementos que se atraen y se repelen, reflejo de la complejidad de la realidad y la experiencia humana. Una obra como La Chambre à carreaux de 1935, con su habitación de azulejos compuesta de cuadrados y rombos que fluyen y refluyen en una composición rítmica de colores complementarios y disonantes, encarna a la perfección esta tensión entre orden y caos. La capacidad de Vieira da Silva para crear espacios ambiguos y complejos que escapan a una definición inequívoca es lo que hace que sus obras sean tan fascinantes y ricas en significado, invitando al espectador a sumergirse en un mundo visual a la vez familiar y misterioso.
En 1939, con el estallido de la Segunda Guerra Mundial y la posterior ocupación nazi de París, Vieira da Silva y su marido Arpad Szenes, ambos considerados extranjeros indeseables, se vieron obligados a abandonar Francia. Encontraron refugio en Brasil, donde vivieron unos ocho años. Este periodo representó un exilio forzoso, marcado por las dificultades económicas y la sensación de aislamiento cultural. A pesar de las dificultades, Vieira da Silva siguió pintando, encontrando en su obra un refugio y una forma de expresión. Lejos del fervor artístico de París, desarrolló una nueva perspectiva y una mayor introspección, que se reflejaron en sus obras. “Como consecuencia de esta situación o tal vez en un intento de hacerle frente”, escribe Frigeri, “canalizó su dolor hacia el arte”. Durante su estancia en Brasil, no pintó mucho, pero las pocas obras que produjo se cuentan entre las más ambiciosas".
A pesar de la distancia, mantuvo el contacto con el mundo artístico europeo y siguió exponiendo sus obras. La experiencia brasileña, aunque difícil, contribuyó a reforzar su vínculo con la pintura y a consolidar su estilo único e inconfundible, enriqueciéndolo con nuevos matices y sensibilidad. En 1947, tras el final de la guerra, la pareja regresó a París, donde Vieira da Silva reanudó rápidamente su actividad artística, obteniendo cada vez mayor reconocimiento y estableciéndose como una de las figuras más importantes del arte abstracto europeo.
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