Cualquiera que contemple sus obras pensará inmediatamente en una especie de Gustav Klimt italiano. Un veneciano embriagado por las fragancias de la secesión vienesa. Un joven de Murano, hijo de un vidriero, y por tanto formado en las cristalerías de su isla, que al asistir a la Bienal respira las obras que los artistas europeos de principios del siglo XX traían a Venecia cada dos años, y las hace suyas. Se podrían condensar los inicios de Vittorio Zecchin, uno de los intérpretes italianos más originales del Art Nouveau, en este brevísimo perfil. Hombre de aspecto imponente, pero de temperamento tímido y apocado, estaba dotado de una sensibilidad rara y versátil, que le permitió abrir los ojos y el corazón al mundo sin salir nunca de Venecia, dando lugar a una de las trayectorias más interesantes de la Italia de principios del siglo XX.
El punto álgido lo alcanzó en 1914, a los treinta y seis años, cuando Zecchin completó el ciclo de las Mil y una noches, probablemente la obra más famosa de su carrera lejos de los focos y quizá poco conocida más allá de las aguas de la laguna, de la que el artista nunca se separó durante toda su parábola. Se lo encargó el Hotel Terminus de la Lista di Spagna, que ya no existe, medio destruido bajo los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial que no perdonaron ni a la Serenissima. Una serie de ricos lienzos servían para decorar un comedor y cubrían en total unos cuarenta metros cuadrados. Después, la actualización del gusto que llevó a la Terminus a reestructurar sus espacios sancionó el desmembramiento del ciclo, que ahora se divide en doce paneles: de ellos, seis se conservan en la Galleria Internazionale d’Arte Moderna di Ca’ Pesaro, mientras que los demás acabaron en colecciones privadas, algunos de los cuales se vendieron recientemente en subasta.
Zecchin se inspiró en uno de los cuentos más conocidos de Las mil y una noches, la historia de Aladino, el joven de Catai que logró conquistar a la hija del emperador gracias a las copiosas riquezas que le trajo el genio de la lámpara. Curiosamente, el artista se inspiró probablemente en una traducción que Umberto Notari había publicado, presumiblemente en 1913 y en versión íntegra, en la colección “La Biblioteca dei Ragazzi” del Istituto Editoriale Italiano. Y, otra curiosidad, esta traducción había sido ilustrada por otro de los grandes de la época, Duilio Cambellotti, pero es probable que no hubiera contacto entre él y Zecchin.
El ciclo Terminus narraba un pasaje preciso de la historia de Aladino, a saber, el momento en que el joven se presenta ante el emperador con su suntuoso cortejo para llevar a su prometida en matrimonio. Y es una cascada desbordante de riqueza y suntuosidad la que Zecchin derrocha en sus paneles de estilo oriental, en su cortejo de princesas que, en fila, pulcramente dispuestas, de perfil como si emergieran de una pirámide egipcia, cubiertas por sus hipnóticos vestidos de motivos geométricos, portan sus regalos mientras avanzan por un jardín mágico, entre guerreros negros que montan guardia, ocultos tras escudos decorados. Un cuento de hadas que cobra vida sobre la superficie de un material tan refinado y pleno que transforma las pinturas en opulentas telas. Un radiante firmamento de gemas que el artista pone sobre las largas túnicas que llegan hasta el suelo, sobre los escudos redondos, sobre los altos árboles cuya copa no se ve, sobre los espesos arbustos, sobre la pradera florida. La evocación decadente de un Oriente antiguo, bizantino o persa, que en la Venecia de principios del siglo XX sólo se podía imaginar o soñar, dejándose llevar por las páginas de los cuentos con los que la princesa Shahrazad consiguió redimir al rey Shahriyar.
Vittorio Zecchin, Las princesas y los guerreros, del ciclo Las mil y una noches (1914; óleo y estuco dorado sobre lienzo, 170 x 188 cm; Venecia, Galleria Internazionale d’Arte Moderna di Ca’ Pesaro |
Vittorio Zecchin, Procesión de las princesas, del ciclo Las mil y una noches (1914; óleo y estuco dorado sobre lienzo, 170 x 149 cm; Venecia, Galleria Internazionale d’Arte Moderna di Ca’ Pesaro |
En aquella época, aquellos “inmensos lienzos, con fantasías de princesas asirias, esclavos etíopes, guerreros negros sobre fondos de oro, entre riachuelos de plata y constelaciones de piedras preciosas”, como escribió el dramaturgo Gino Damerini en 1922, no atraían: Zecchin parecía un imitador aburrido y eslavo de Gustav Klimt. Pero fue el propio Damerini quien le defendió: “extendía, en cambio, sobre sus lienzos en redondeles, cuadrados, triángulos, en ojales, las superficies pavonadas de la murrina, disponiéndolas dentro de figuraciones fantásticas y planas que recordaban caricaturas esmaltadas”.
Ciertamente, la desconfianza de quien, al ver tal ostentación de decorativismo, de refinada búsqueda de la elegancia, de preciosismo surtido que incluso puntúa las copas de los árboles, de aperturas a la secesión, sentirá repulsión. En definitiva, los paneles de Las mil y una noches pueden parecer excesivos: al fin y al cabo, se trata de una obra concebida para el comedor de un hotel, y es natural que la decoración se imponga. Pero también lo será reconocer que quizá nadie como Zecchin haya sabido combinar con tanta coherencia las innovaciones centroeuropeas y la tradición veneciana. Al contrario: para Mario Mondi, con este ciclo, y en particular con el uso del color que Zecchin demuestra en el ciclo de las Mil y una noches, el pintor de Murano pone en práctica “la más significativa e ingeniosa recuperación de la secular y gloriosa tradición artística de su ciudad”.
En este ciclo, en efecto, siglos de historia del arte veneciano se suceden, se mezclan y se encuentran. Está la tradición del arte del vidrio, en la que Zecchin se había formado y a la que volvería tras abandonar la pintura ya en 1918, convirtiéndose en director artístico del vidrio Cappellin y Venini y trabajando después para varias cristalerías de la ciudad. Los colores y decoraciones del ciclo pintado para el Hotel Terminus son típicos del murrine, los mosaicos de vidrio apreciados en todos los rincones del mundo. Está el hieratismo de la Venecia bizantina, al que remiten las figuras alargadas y distantes de las princesas y la fijeza austera y simétrica de los guerreros. Está el intenso cromatismo de los Vivarini, por los que Zecchin desarrolló una atracción constante, evidente desde que comenzó a exponer sus obras en las muestras de Ca’ Pesaro organizadas por el promotor Bevilacqua La Masa en 1909.
Y luego están las sugerencias que Zecchin supo deducir mirando a su alrededor, empezando por la composición que remite necesariamente a la inspiración de Klimt, a quien conoció en la Bienal de 1910 y nunca abandonó: Zecchin es probablemente el más cercano de los artistas italianos a Klimt, quizá sólo a la altura de Galileo Chini, frente a quien, sin embargo, la aproximación al genio austriaco es opuesta. Dos lecturas en las que reverberan las dos formas opuestas de entender el arte que han marcado la historia italiana: “si Galileo Chini da una interpretación toscana de los estímulos de Klimt, es decir, en el sentido de la línea, es decir, del dibujo, Zecchin da una interpretación totalmente veneciana, es decir, en el sentido del color”, escribió Mondi. Y luego, el encanto del orientalismo en boga en la época está, entretanto, en un detalle que puede pasar desapercibido a primera vista, ya que es fácil confundirlo con el remolino de las decoraciones, a saber, los pechos desnudos de las oferentes en procesión. Y es entonces, en la atmósfera mística, cuando recuerda las escenas oníricas de Jan Toorop, a quien Zecchin había conocido en la Bienal de 1905, a la que el holandés había llevado una veintena de sus obras: para Zecchin, era una especie de trait d’union entre la Europa antigua y moderna y el misterioso Oriente, que Toorop también conocía de primera mano, ya que había nacido en la isla de Java.
Después de Las mil y una noches, Zecchin abandonaría progresivamente la pintura para dedicarse a las artes aplicadas. Cuando el pintor pintaba a Aladino y su corte encantada, quizá aún se podía permitir sobrevolar el Oriente imaginado sobre las alfombras voladoras de la mitología árabe, soñar con mundos mágicos y lejanos, deleitarse con las visiones fantásticas de fabulosos cortejos de princesas persas. Al año siguiente, la Primera Guerra Mundial provocaría un brusco y sombrío despertar también en Italia.
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